martes, 30 de abril de 2024

Canta

Canta, que la pena ha echado raigambre

en la tez de guitarras andaluzas,

y las cuerdas ahora buscan excusas

para cantarle a la luna su hambre

 y dar salida a las notas reclusas.

 

Canta, que al alba el jilguero maldice,

sobre la arboleda, el salir del sol,

 Que dice que es opaco el resplandor

cuando quema todas las cicatrices,

reseca la boca y daña la voz.

domingo, 31 de marzo de 2024

Dos haikus

I

Como la brisa

hiere, dulce, la hierba,

así voy al vacío.


II

En un ocaso

frente al mar, ¿no es más bella

la gris nostalgia?

jueves, 29 de febrero de 2024

Otra vez

         7:00. Suena la alarma. La pospongo. Me giro en la cama. Abrazo a mi pareja. La beso en el cuello. Emite un pequeño gruñido. “Buenos días” digo. “Buenos días, me contesta.

7:05. Vuelve a sonar la alarma. La apago. Suspiro. Me estiro. Salgo de la cama. Voy a la cocina. Me preparo el desayuno. Voy al baño mientras se hacen las tostadas. Me lavo la cara y las manos. Me visto. Bostezo. Vuelvo al cuarto de baño. Me lavo los dientes y me peino. Voy a mi habitación. “Me voy. Que tengas un buen día”, digo. “Igualmente”, me responde. Voy al salón. Cojo la mochila, la cartera, el móvil, las llaves de casa y las del coche.

7:38. Salgo de casa. Me aproximo al ascensor. Lo llamo. Subo y pulso el botón de la planta sótano. Salgo del ascensor, me dirijo al coche. Me subo. Lo arranco. Salgo del garaje. Enciendo los faros porque aún no ha amanecido. Suspiro. Enciendo la radio. Mujeres y hombres me dan los buenos días contándome algo de no sé qué guerra en no sé qué lugar. Han subido los tipos de interés en los bancos. La cesta de la compra también ha subido. Y el diésel también. Y los artículos de primera necesidad. Un político le ha dicho a otro no sé qué y no sé cuántos a otro político, que le ha respondido con otro no sé qué y no sé cuántos. “¡Pues qué bien!”, me digo. Suspiro de nuevo. Entre tanto, una vorágine de coches inunda las arterias de la ciudad y debo estar alerta. Miro el reloj. “Voy bien de tiempo”, me digo.

8:17. Llego a mi lugar de trabajo. Abro el WhatsApp. Busco el teléfono de mi pareja. “Ya llegué”, le escribo. Apago la radio. Me bajo del coche y cojo la mochila. “¡Buenos días!”, me saluda una sonriente compañera de trabajo. “¡A los buenos días!”, saludo yo con otra sonrisa, aunque no me apetece sonreír. La mañana ya va despuntando. Entro en mi lugar de trabajo y ficho. Se sucede una avalancha de buenas caras y holas. Algunos sostienen una taza de café. Otros se quejan de la carga laboral o de algunos aspectos relacionados con el trabajo. “Esos son los míos”, pienso. “¿Cuántos de nosotros sonreímos de verdad?”, me pregunto. Alguien suelta un chiste o cuenta algún chisme y sonrío.

8:30. Suena la alarma y el trabajo comienza. Voy de aquí para allá con mi mochila. A veces hago esto y otras aquello. Hoy hay algunas reuniones programadas. Suspiro. Entre tanto pienso que me gustaría retomar el piano, que me gustaría aprender algún idioma, a tomar fotografías o a escribir alguna poesía.

10:45. Primera reunión. Suspiro. Me llega un mensaje al móvil. Factura del banco.

11:30. Fin de la primera reunión. Vuelvo a mi puesto de trabajo. Correo de no sé quién. Suspiro. “A ver si saco tiempo y lo respondo”.

12:03. Hora de desayunar. Dejo mis cosas en mi puesto de trabajo. Suelto algún chiste. “Me voy a desayunar”, apostillo. Esta vez nadie me acompaña. Salgo solo. Entro en la cafetería y pido lo de siempre. Suspiro recordando la agenda de hoy. La camarera me sonríe y hablamos un rato. Es un momento agradable. Devoro mi tostada con aceite y tomate y me bebo poco a poco mi descafeinado de máquina con leche. Miro la hora. Las 12:34. “Hora de volver”, me digo. Me acerco a la barra. Pago en efectivo el importe total del desayuno. Suspiro. “¡Me voy!”, grito mientras doy la espalda a la barra para salir por la puerta. “¡Que tengas un buen día!”, me dicen. “¡Igualmente, que te sea leve!”, respondo mientras me giro y levanto la mano.

12:40. Vuelta al trabajo. Suspiro. Mensaje al móvil: factura de Internet.

13:00. Nueva reunión. Compruebo cuánto dinero me queda en la cuenta. No es mucho. Suspiro.

14:00. Vuelvo a mi puesto de trabajo. Suspiro. “Ya queda poco”, me digo. Y entre tanto pienso que me gustaría hacer un viaje por Europa del Este, que el sábado debo ir a ver a mi prima, que está enferma. Y que no se me olvide felicitar al tío del primo del amigo del cuñado… que es su cumpleaños. Pienso en el correo de esta mañana. “¿Cuándo le contestaré?”. Suspiro.

15:07. Fin de la jornada laboral. Suspiro. “¡Menos mal que esta tarde no hay formación!”. Ficho. Me subo al coche. Enciendo la radio. Mismas voces dando las mismas noticias. “Salgo”, escribo a mi pareja por WhatsApp”. Suspiro. Pienso en el día de hoy y en todo lo que me queda por hacer en casa. Entre tanto, voy por las mismas arterias de antes hasta que, por fin, encuentro un aparcamiento. Ahora no hace falta que prenda las luces.

15:47. Llego a casa. Suelto la mochila. Voy al servicio. Me lavo las manos. Voy al comedor. Hoy mi pareja me ha dejado fideos chinos para comer. Sonrío. Me siento en el sofá. Enciendo la televisión. Paso de las noticias y me pongo una serie nueva que estoy viendo. Es sobre la yakuza. Pienso en cuánto me gustaría ir a Japón, a China o a Mongolia. Sonrío ante la remota posibilidad. Me tumbo. Veo los mensajes que me han llegado. Nuevo grupo de no sé qué, mi madre diciendo no sé cuánto, mi pareja diciéndome que tengo que ir a no sé dónde a comprar tal o cual cosa. Que no me olvide. Suspiro. Cierro los ojos unos minutos…

16:30. Me despierto. Miro el reloj. Suspiro. Pienso en todo lo que me queda por hacer y el correo que debo responder. “A ver cuándo lo hago”, me digo. Voy a la cocina, friego los cubiertos, los platos, las sartenes y las ollas. Pulverizo quitamanchas sobre la vitrocerámica y la encimera de granito. La limpio. Luego le toca al suelo. Lo barro y lo limpio. Suspiro. Me pongo de mala leche porque no me gusta limpiar. “Al menos no has tenido que cocinar”, me digo. “¡Como si fuera un consuelo!”. Suspiro.

17:16. Miro la hora. Me siento a trabajar. Suspiro.

19:00. Termino de trabajar. Miro el reloj. Cojo una bolsa de la cocina. Pienso en que quiero retomar la escritura. Voy al supermercado. Compro. El cajero me dice el importe con un semblante indiferente. “¿Quiere bolsa?”, me pregunta. “No, gracias”, respondo. Meto las cosas sin orden alguno en las bolsas de plástico. Suspiro.

19:30. Llego a casa. Guardo cada cosa en su sitio, incluyendo la bolsa. “El correo”, otra vez. Suspiro. Abro la agenda. Mañana el día también estará cargado. Mensaje de WhatsApp. “Recoge la ropa”. Cojo la cesta, subo, recojo la ropa. Suspiro. Entre tanto pienso en las reuniones de esta mañana. Tengo los cascos y escucho música. Es un grupo nuevo de rock que he encontrado. Suspiro. Bajo las escaleras. Vuelvo a casa. Doblo la ropa. La guardo. Suspiro.

20:35 Termino de mis quehaceres. No quiero hacer absolutamente nada. Suspiro. Me tiro en el sofá. Más mensajes de WhatsApp. Mensaje al correo. Es del trabajo. Suspiro. Dejo el móvil en otro lado. Miro la hora “No me va a dar tiempo a hacer ejercicio hoy”. Y, francamente, tampoco tengo ganas.

21:17. Llega mi pareja. Calienta la cena. Mientras tanto, yo llamo a mi madre y a mi padre. Está todo bien por allí. Por aquí también. “Estoy cumpliendo la Cuaresma, sí”. De hecho, no estoy comiendo carne. “¿Vienes el fin de semana a casa?”. Suspiro. Hoy hay tortilla de patatas. Me encanta. Mi pareja y yo nos miramos. Su cara es de cansancio. Suspira. Suspiro. “¿Qué tal el día?”. “Bien, trabajando, ¿y el tuyo?”. “Bien. Igual”. Suspiramos. Vemos algo en la televisión.

22:22. Nos levantamos. Ella se va a duchar. Yo limpio los cacharros de la cena. Suspiro. Voy a mi despacho. Preparo las cosas para mañana. Suspiro. Se me ha olvidado hacer algo del trabajo. “Joder…”. Más WhatsApp. Miro las noticias y encima ha perdido mi equipo del fútbol. Apago los datos. Suspiro. “Mañana será otro día”.

22:45. Me ducho y me lavo los dientes. Suspiro. Vuelvo a pensar en el correo. Me noto muy algo cansado. Miro la hora. Suspiro.

23:15. “¡Al fin en la cama!”, pienso. Mi pareja ya se ha dormido. Cojo un libro. “Me encantaría escribir un libro”. Lo huelo.  Suspiro. Mientras lo leo se me van cerrando, poco a poco, los ojos. Leo una frase que me gusta. “Mañana la anotaré. Me gustaría tener un cuaderno o un algo donde apuntar estas citas”. Suspiro. Se me siguen cerrando los ojos. Pienso que debería retomar el ejercicio. “¿Pero a qué hora? Mañana seguramente pueda. No procrastinaré más”. Se me siguen cerrando los ojos. Pongo el marca páginas donde toca hoy. A penas he avanzado cuatro páginas y muy lentamente… pero el cansancio me puede. Suspiro.

00:06. Miro la hora. Cierro los ojos. Me giro. Abrazo a mi pareja. Luego nos separamos.

00:27.

7:00. Suena la alarma. Lo pospongo. Me giro en la cama. Abrazo a mi pareja. La beso en el cuello. Emite un pequeño gruñido. “Buenos días” digo. “Buenos días, me contesta.

 

miércoles, 31 de enero de 2024

Ahora, que nos sabemos heridos

Ahora, que nos alejamos de la impetuosa vitalidad de la juventud; que hace tiempo que nos desprendimos del ufano velo de inmortalidad que clareaba en nuestras miradas infantiles.

Ahora, que nos sabemos heridos y vulnerables por el curso de los acontecimientos; que las visitas de Tánatos suceden con una frecuencia cada vez más impertinente y molesta.

Ahora, que el invierno va tiñendo nuestras cabezas de nieve; que en las celebraciones se apilan, en un rincón sepia, las sillas vacías.

Ahora, que nos ensordece el mudo ruido de aquellas historias ajenas que debían atravesarnos; que las pantallas y los antidepresivos nos acompañan y sustituyen los ahogados murmullos de un café a media tarde.

Ahora, que comprendemos que las delicadas pinceladas en el lienzo acercan al artista a la conclusión de su obra; que las olas que rompen en la orilla mueren y nunca retornan.

Ahora, que entendemos todo esto, mírame. Llora conmigo y abrázame. Antes de que se agoten las manecillas de nuestros relojes. Antes de que nuestras voces se pierdan contra las paredes frías o el horizonte inabarcable. Antes de que sólo seamos un triste recuerdo diluido en la memoria del otro.

miércoles, 30 de septiembre de 2020

Ante todo... Vida

Retrato de Anna Ajmátova, de Nathán Isáyevich Altman, pintor cubista.
Retrato de Anna Ajmátova,
de Nathan Isáyevich Altman

Contempla la invernal luz apagada;

Describe callada la voz dormida

Que el ayer trae la abierta y turbia herida,

Melancólica, en la clara mirada.

 

Y en la  pálida luz, enmudecida,

Sedente estatua de piernas cruzadas

Que avivas, en la mañana azulada,

Los moribundos rescoldos de tu vida.

 

«Vida», murmura en ardiente silencio.

Y con su silencio plantea un enigma.

«Vida», susurra en dolor placentero

 

El dolor trémulo del alma herida.

«Vida», dice, «ya alegre o taciturna»

«Vida», susurra… «ante todo… Vida».


El presente poema es un trabajo elaborado para el curso Taller de Literatura Rusa del Siglo XX a través de 6 genios, del Instituto Pushkin de Cádiz. 

jueves, 1 de agosto de 2019

Cuando me haya ido


Cuando me haya ido dejaré tras de mí un triste recuerdo que el futuro y la rutina se encargarán de ir demoliendo hasta que no queden más que las ruinas. Se situarán ante mi tumba familiares y amigos con lágrimas en los ojos, dándome un último adiós. Serán testigos de cómo la angosta boca de un nicho me fagocita y desaparezco tras una lápida. Nunca más me verán ni yo les veré a ellos.
En las primeras semanas –quizás meses e incluso años-, te aproximarás. Me llevarás flores. Las depositarás en una pequeña jarra mientras me recuerdas. Al otro lado, sin embargo, yo me descompongo poco a poco y confirmo que el tiempo es una ilusión que solo padecen los vivos. Para un cadáver el tiempo llega a ser tan relativo que ni existe; pero para ti esa asfixiante relatividad supone una herida abierta que la misma ilusión irá cicatrizando. Yo perteneceré a esa ilusión que se desvanece.
Al principio todo será un torbellino de emociones. Me amarás porque me quisiste; me odiarás porque me fui; y te odiarás  porque no alcanzas a comprender nada. Sin embargo, llegará el día en el que solo sea, para ti, un recuerdo en sepia y el intervalo entre una visita y otra se prolongue indefinidamente. Cada vez traerás menos lirios. Iré desapareciendo de tu mente y tu corazón hasta transformarme en una imagen borrosa, como un anciano con cataratas. Quizás encuentres alguna fotografía y te invada la nostalgia. Quizá mi nombre aflore en alguna conversación. Alguien comenzará alguna anécdota, probablemente iniciada por un “te acuerdas cuando…”, y sentirás un leve vacío. Pero nada más. Nada comparado con el sufrimiento inicial que engullía tu corazón en las tinieblas. Aun así, todo habrá cambiado.
Es posible que, con el tiempo –décadas, incluso siglos-, probablemente cuando tú tampoco estés, sea objeto de estudio de alguna profesora universitaria de Historia. Expondrá la fotografía de una tumba reconstruida. Y dará inicio a una explicación en breves líneas. “Aunque fragmentada, la lápida de mármol –o de granito- del sujeto en cuestión al que nos referimos fue hallada en un estado aceptable. Todos los pedazos que encontramos estaban en el mismo cementerio, lo que nos hace suponer que el mismo fue abandonado y descartamos el expolio. Conocemos su nombre y tanto la fecha de su nacimiento como de su defunción, acompañada del epitafio Tus familiares y amigos no te olvidan. Por las características generales de la inhumación, así como por la simbología encontrada, sospechamos que el enterramiento fue realizado siguiendo el ritual católico. Esta información se complementa con los datos encontrados en varios archivos, donde hemos logrado extraer su acta de bautismo y confirmación. No obstante, se han encontrado algunos textos, atribuidos a este sujeto, tanto en soporte digital como en papel, que nos hacen sospechar de sus sentimientos religiosos. Aunque encontramos frecuentes referencias a una fe primigenia, es cierto que nuestro objeto de estudio alternó fases de creencia con otras de incredulidad, por lo que podemos confirmar que su vida estuvo marcada por la duda. La ausencia de una última voluntad o documentación complementaria ha provocado que no supiéramos cuáles fueron sus sentimientos finales…”. Los alumnos de primera fila, aunque somnolientos, toman nota. Otros simplemente juegan o están al tanto de sus dispositivos electrónicos. La explicación de la profesora seguramente no les interese. Pero ahí no seré un recuerdo, ni siquiera en sepia. Ni siquiera una imagen borrosa. Solo un documento de análisis que reconstruya el pasado. Una parte más del contexto. Parte de la intrahistoria que rodea a las grandes historias. Solo eso. Nada más.
Tampoco esto puede considerarse una tragedia. Para entonces todo el mundo que me quería habrá desaparecido. Persistirá el dualismo entre vida y muerte para las generaciones venideras mientras nos extinguimos. Continuará aquel proceso natural al que denominamos vida. El tiempo se mantendrá como una ficción necesaria para los vivos.
Pero, a decir verdad, todo esto es una mera suposición. No solo porque aún no he muerto, porque no sé si alguien iría a mi entierro o lloraría, llorarías ante mi sepultura. Tan siquiera porque la hipótesis de la lección de historia parezca surrealista. Es una mera suposición, no solo porque parte de una imagen nefasta de algo que no ha ocurrido y podría no ocurrir así, sino porque puede que sea yo el visitante desgarrado. Puede que sea yo el que, derrumbado, bese el frío mineral mientras implora al Cielo. Porque ese día tendré una certeza absurda e irracional, pero absoluta, de que existe algo que nos trasciende. Y puede que eso sea así porque el nombre y los apellidos que figuran en la lápida sean los tuyos.

jueves, 31 de enero de 2019

Absurdo

Pongamos que mis dedos hojearan, detenidamente, un libro. Supongamos que ese libro es Memorias de la casa muerta, aunque podría haber sido Tokio Blues, o Kafka en la orilla. Podría ser cualquier libro, realmente. Pero lo importante es que leía con gusto, tumbado en mi sofá. Fue entonces cuando comencé a sentir cierta sensación de incómoda extrañeza. No tenía nada que ver la posición, ni era culpa del libro, ni de la edición, ni del cansancio. Yo observaba las letras y mi cerebro repetía los fonemas. A veces incluso conseguía construirme una imagen coherente de lo que leía; sin embargo, algo interfería en el proceso de transmisión mental de datos. No era la primera vez que me sucedía, pero otras veces había conseguido disiparlo sin problemas.
Cuando esa sensación me asaltaba, sentía una necesidad imperiosa de cerrar el libro y pasear. Aquello suponía, para mí, un estímulo importante. Me limitaba a ir de un lado a otro o a buscar un parque mientras reflexionaba, como los peripatéticos atenienses, pero sin acompañante con quien dialogar. Pero aquella vez fue distinto.
Cuando observaba las letras, me daba cuenta de que podía comprender perfectamente el significado que emanaba de sus conexiones; y cuando miraba las palabras, lograba entenderlas sin problemas. Tampoco presentaba dificultades al leer las oraciones o sus párrafos, pero tenía la insoportable sensación de que algo se me escapaba. Esto, sin duda alguna, difería de las ocasiones anteriores, cuando la lectura suponía un auténtico deleite. Pero aquel momento era distinto a cualquier otro que hubiera experimentado.
Sentía como una especie de angustia, y me repetía una y otra vez que ahí había algo que estaba pasando por alto, que había más datos, más información de la que realmente estaba procesando. Tuve un primer impulso de hacerme preguntas. ¿Debía fijarme en la clase social de los protagonistas?, ¿existía entre ellos una jerarquía que dividía y diferenciaba a los hombres por su naturaleza humana?, ¿o es que Dostoyevski pretendía señalar que incluso en el espíritu de los peores delincuentes todavía  era capaz de percibir una tenue luz de humanidad? A todas aquellas cuestiones solo pude responder con silencio.
Luego pensé que, quizá, la clave de todo aquel asunto no estuviera en el contenido, sino en la forma en la que lo percibía, en la existencia de una especie de abstracción entre el libro y yo. En una especie de hilo conductor que nos unía. Entonces miraba la hoja, sin articular movimiento alguno, esperando un fogonazo de lucidez entre mis cavilaciones. Suponía que si me quedaba quieto, en estado contemplativo, podría obtener alguna respuesta. Pero todo aquello comenzó a parecerme inútil. De hecho, más que inútil, diría que absurdo. Podría pasar la mano entre mi vista y el ejemplar y no habría roto nada. No había ninguna conexión imaginaria entre el libro y yo, y este no quería hablarme, ni Dostoyevski guardaba un significado oculto, ni había hilos imaginarios, ni velos de Maya, ni códigos o abstracciones por descifrar. Allí solo estábamos el libro entre mis manos, yo, y un momento absurdo.
Podrían haber pasado años, días, semanas, o segundos. Una vez cerrado y depositado el libro sobre mi mesa, me di cuenta de que nada había cambiado, pero todo, a la vez, era diferente. El libro seguía siendo un libro; la mesa seguía siendo una mesa; mis pensamientos seguían siendo mis pensamientos; el momento seguía siendo el que era; yo seguía siendo yo. Pero la grasa de mis dedos había contribuido a acelerar el deterioro del libro; la mesa soportaba el peso del mismo; mis pensamientos habían virado hacia otra dirección más provechosa tras darme cuenta de lo inútil de mis cavilaciones; yo había envejecido unos minutos. Y todo ello en medio de una interconexión, unida por tres factores: yo y mi conciencia de la situación, de los objetos..., como único ser pensante en la habitación, capaz de percibir e imaginar; el contexto, el instante en el que todo había sucedido; y, por supuesto, el hálito nauseabundo de lo absurdo, que lo había emponzoñado todo y me había hecho sentir dentro de una espiral deforme, donde el vértigo, y no mi voluntad, se había convertido en dueño de aquel instante.