lunes, 16 de mayo de 2011

Eneas

Se alejaba ya el barco sin rumbo de los restos de la humeante ciudad de Troya. Pocos eran los que habían conseguido salir por el puerto evitando las concavas naves de negras velas. Profería aún la ciudad gritos de la cólera de Agamenón, victorioso rey que había vuelto a recuperar a Helena y reducir la hermosa ciudad a escombros. Se respiraba el miedo allí dentro. Gritos de espanto y horror llenaban la recargada atmósfera mientras la ciudad se consumía lentamente en las eternas cenizas del tiempo y el nombre de sus reyes era olvidado para siempre en los libros de Historia. Ardía Troya como si fuese rastrojo, trigo seco de los dorados campos de la Hélade, como un árbol en un jardín de llamas, y, allí, a lo lejos, mientras ardían las murallas y las casas, se veía el monstruo culpable de nuestra desgracia. El caballo con el que fuimos atacados también ardía, mas, deshonroso era que se quedase junto con el cuerpo de los nobles y engañados troyanos, traicionados cruelmente por el destino y el capricho de los dioses del Olimpo. ¿A quién dirigiremos las súplicas? ¿A la sabia Atenea? ¿A la hermosa Afrodita? ¿Al dorado Apolo? ¿Al omnipotente Zeus? Todos y ninguno de ellos nos escucharían. 

Podía escuchar el sonido de la risa de Hades en el recibimiento de los caídos que no podrían pagar a Caronte para atravesar el lago y estarían condenados por la eternidad a vagar sin rumbo por las llamas del Averno, porque jamás recibirían un entierro digno por parte de los dánaos al mando de Agamenón. Y aún así... ¡todo había sucedido tan deprisa! ¿Dónde quedará ahora la grandeza de Héctor? ¿Qué será de la tristeza de Príamo? ¿Qué acaeció con el amor de Paris? Todo yace reducido a escombros, cada vez, gracias a Poseidón, menos visible, cada vez, gracias al tiempo, más lejos.

A espaldas mía queda lo que fue una antigua ciudad de tejedores y bravos soldados que ha sido castigada por esta absurda batalla entre héroes y dioses del Olimpo. Nadie jamás volverá a saber de la inexpugnable Troya, ciudad dorada y próspera, patria de Héctor, Paris y Príamo, también tumba de todos ellos.

Surcaban ya el barco las negras aguas del mar en su total plenitud. No quedaba nada atrás. Ya no reflejaba el agua el color anaranjado de las destructoras llamas de la ciudad de Troya. Sólo reflejaba la tristeza de la noche, de una endiablada luna sonriente. Nada delante mía. ¿Qué patria acogerá ahora a los vencidos por la mano de Agamenón, rey de los helenos? Navegar ciego era mejor que navegar sin rumbo, si bien, el ciego es aceptado en cualquier lugar sólo por el hecho de tener una minusvalía, nosotros seríamos rechazados porque no éramos más que unos vencidos, cegados por las lágrimas, mudos por la historia.

Así pues, los pocos hombres que quedaban ajustaron las velas para ir a ninguna parte. A algún sitio donde no hubiera nadie y pudiéramos llorar a nuestros caídos. No quedaba más que atenerse a los augurios y voluntad del rey de los mares: Poseidón, y dejar que éste guiara a la última nave troyana a cualquier lugar del planeta, espero, al fondo del mar para reunirnos con nuestros nobles vencidos.

Cuenten pues, que viví en los tiempos de la Hélade, de Agamenón Atrida, de Ulises, del Pélida Aquiles y su compañero Patroclo, también caídos en las proximidades de la ciudad, así pues, también forman parte de ella, junto con los valientes Príamo, rey de reyes, Héctor, guerrero entre guerreros, el enamorado Paris, y yo, Eneas, pues, si bien mi cuerpo ha conseguido salvarse, mi alma continua allí, ardiendo en las eternas llamas del infierno de la dorada Troya ahora, como mi propio corazón, reducida a la nada.