lunes, 14 de noviembre de 2011

A los pies de la Giralda

Pasos en la lejanía se escuchaban por entre las tortuosas calles de la Judería sevillana en una noche donde, si algo abundaba, era el olor al miedo y la lluvia incesante. Los truenos rompían el sonido monótono de los pasos sobre las calles, mientras el agua estallaba con violencia en el suelo, formando charcos similares a espejos, iluminados, cada cierto tiempo, por la palidez de algún relámpago que rasgaba el cielo durante unos segundos, y que quedaba reflejada en la mirada profunda y asustada de un hombre, cuyos ropajes, de cierta tonalidad oscura, eran dignos de un noble castellano, mas, sus facciones, duras como rocas, no podían evitar ocultar el creciente terror que se cocía en sus entrañas.

Apenas le quedaban ya fuerzas para seguir, cuando, a su vista, alcanzó a ver un hermoso almenar junto a una especie de mezquita almohade. Un almenar iluminado intermitentemente por rayos blanquecinos que sacaban a relucir el carácter tétrico de la bella estructura. Giralda, la llamaban los moros, y a ella fue a parar apenas unos segundos para recobrar el aliento, que, vigente quedaba que andaba falto de él en el continuo resuello de su pecho, y en la boqueadas que profería mientras buscaba, cabizbajo, y apoyado en la pared del almenar, un soplo de aire que llenase sus pulmones y le permitieran recobrar las escasas fuerzas que le quedaban antes de continuar su carrera hacia ninguna parte.

A penas estuvo parado unos segundos cuando algo llamó la atención tras su espalda. Una sombra cruzó por detrás suya. Otra más en los siguientes segundos. Se escuchaban los pasos venir y alejarse de él. De la frente mojada del castellano, comenzó a brotar un sudor frío, acompañado de un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Otra sombra volvió a cruzar tras su espalda, mientras éste miraba de reojo lo que acaecía tras de sí. Se giró tan deprisa como su cuerpo lo permitía, a la par que, con un hábil gesto de mano, sacó a relucir una espada con empuñadura de oro que fue iluminada por un nuevo rayo que rompió el cielo lluvioso. Nada. No había nada allí. El noble, aún con la espada en la mano, suspiró aliviado tras el breve fulgor del relámpago. "Habrá sido mi imaginación" pensaba, a la par que guardaba, tranquilizado, su espada en la vaina y avanzaba unos pasos hacia el frente, alejándose levemente de la pared de la Giralda.

Una sombra volvió a pasar tras su espalda, y, como movido por un resorte, el hombre volvió a sacar su espada y se giró lo más deprisa que pudo. Una nueva sombra volvió a verse a los pies de la Giralda para desvanecerse más tarde. Pasó otra por detrás suya. Una más. Otra por delante. Percibió algo que se movía por su izquierda. Algo corrió por su derecha y desapareció tras su espalda para, sin previo aviso, volver a aparecer por delante. El hombre, completamente aterrorizado, se giró y fue retrocediendo poco a poco hacia el almenar de nuevo, lanzando improperios y amenazas contra enemigos invisibles a los que tomó por entes sobrenaturales.

-¿Quiénes sois? ¡Dejaos ver!-Gritó desesperado.

Una sombra quedó parada en seco, a varios metros suya. La lluvia continuaba cayendo sobre el suelo, mojando la ropa del castellano, cuya mirada, se centraba en reconocer la extraña figura que permanecía inmóvil a lo lejos. Percibió una especie de destello lejano. Un destello plateado que se acercaba poco a poco y que, sin previo aviso, desapareció de su vista para hundirse en el hombro derecho, haciendo caer su espada contra el suelo, produciendo un ruido sordo y metálico que se perdió junto con el sonido ensordecedor del trueno. Se arrancó de su hombro el objeto culpable de su dolor cuando, en su rostro, se dibujó una expresión terrorífica, casi cadavérica. Sujetaba su mano un puñal pequeño, con una empuñadura negra y una hoja plateada cubierta con su sangre. Dejó caer el puñal al suelo, tal y como había hecho con su espada, para, dolorido, llevarse la mano izquierda hacia el punto donde se había clavado, de forma certera, el arma arrojadiza. Notó en sus dedos la calidez propia de la sangre, y, en su sangre, la frialdad propia de la muerte, a la cual, parecía estar sintiendo ahora mismo. Cerró los ojos para aguantar el dolor que se acentuaba mientras pasaban los segundos, mas, sin duda alguna, en aquel preciso instante, soñó con no haberlos
 abierto.

Se posicionaban delante de sí tres hombres, uno de ellos, jugueteando con una daga similar a la que había dejado caer, los otros dos, portando dagas más grandes que la de su compañero, una en cada mano. No podía mirarlos a los ojos. La oscuridad se lo impedía. Portaban una especie de capa con capucha negra, como sus ropajes, similares a los de él, mas, llevaban brazaletes y grebas de cuero propias de los militares.

El hombre continuó retrocediendo hasta chocar contra la pared de la Giralda mientras miraba, completamente asustado, a sus agresores, inmóviles los tres, de pie, observando como lobos hambrientos a su presa herida, pero sin moverse. Sólo la lluvia tenía la osadía de romper el tétrico silencio en aquella noche sevillana.

Una sombra más apareció tras estos, acercándose con el sigilo propio de un felino, con la misma vestimenta que estos, mas, sin portar, en apariencia, arma alguna con la que dañar su ya herido cuerpo. Se adivina bajo la capucha de este, un mentón fuerte y afilado de una tez un tanto morena, cubierto de una especie de barba incipiente, y, bajo la oscuridad de su capucha, se revelaban dos ojos verdes tan centelleantes como el fuego. Sus compañeros le abrieron paso, mientras le miraban. Uno de ellos asintió. El hombre, entonces, avanzó hasta el castellano sin hacer ningún comentario. Sus pisadas sonaban fuertes, como el martillo golpeando el hierro en el yunque, y sus pasos eran firmes y seguros, como los del diablo en el infierno.

Miró el noble desconfiado al hombre que quedaba delante suya, y, con un infinito desprecio, pronunció una palabras con una tonalidad hiriente y asustadiza.

-¿Quiénes sois? ¿Qué queréis de mí?

No obtuvo mayor respuesta que un gruñido del hombre que tenía delante de sí. Intentó escapar, echar a correr, pero sus esfuerzos fueron en vano. El que acababa de llegar, con un gesto tan veloz como el rayo, lo había agarrado del brazo sano y lo había arrojado contra la pared.

-¡Iros al infierno, malditos!-Gritó con más fuerza que nunca el castellano.
-De allí venimos.-Respondió el recién llegado con una media sonrisa maléfica que heló la sangre del noble.

Hizo un leve gesto con el brazo derecho y, de la túnica del hombre, resbaló un cuchillo largo, cuya empuñadura, plateada, contenía rubíes engarzados, semejantes a gotas de sangre, en las cuales, se vio reflejado en rostro aterrado del castellano.

Un grito despertó a toda la plaza a primeras horas de la mañana. No había amainado el temporal, pero el grito bastó para alertar a todos los campesinos que iban a su trabajo. A los pies de la Giralda, descansaba un hombre con expresión de terror en su rostro, totalmente blanco, como el mármol, cuyos labios tenían un color morado y, sus ropas, de tonalidad oscura yacían sobre un charco de sangre enorme, sangre mezclada con el agua caída del cielo la noche anterior, y que se fundía con el líquido rojizo del hombre, de cuyo cuello, seguía saliendo la poca sangre que quedaba de su cuerpo a través de una herida espantosa.

Se congregó una gran multitud de personas para ver al noble castellano que, venido con el Rey Fernando III de Castilla, había muerto degollado a los pies de la Giralda.

Mientras, detrás de la multitud, quieto, con vestimenta negra, contemplaba la escena macabra un hombre custodiado por tres encapuchados más. Un hombre, sonriente, cuyos ojos, verdes, centellearon cuando un relámpago iluminó el cielo sevillano en aquella lúgubre mañana, de la misma forma que lo había hecho otro rayo poco tiempo atrás, durante la noche, en el mismo sitio en el que se posicionaba.