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Fotografía tomada por Ana Rasgado |
Ven. Hoy te traigo
un atardecer, pero necesito que guardes silencio. Acércate. Siéntate sobre las
nubes, si quieres. No hagas ruido, podrías asustar al naranja y alterar su
monótona peregrinación hacia el horizonte. No te muevas, no hables, no
parpadees, no respires… sólo mira cómo llegan las sombras. Las siluetas de la
vida ya se confunden. Las imágenes nítidas empiezan a volverse turbias, y los
pájaros vuelan a sus nidos como si un halcón los persiguiera. Y mientras tanto
nosotros, en la más absoluta de las inopias, continuamos haciendo dibujos y
círculos sobre la tierra, sentados en cualquier rincón del mundo.
Las hormigas contemplan nuestras figuras como
si fuéramos verdaderos dioses, y tratan de descubrir qué significado tienen los
trazos abstractos que escriben nuestros dedos. Cautivados también nosotros
durante el crepúsculo, clavamos las pupilas en los jirones de algodón dulce que
navegan sobre nuestras cabezas. Ahora somos nosotros los que tratamos de
desentrañar los jeroglíficos que nos plantean; las hormigas que pretenden
interpretar el mensaje divino, escrito con haces de luz que se cuelan por las
ventanas del cielo, aunque, poco a poco, mientras se esconde, es él quien nos
define a nosotros, quien nos describe y acaricia.