-¡Felicidades!-Exclama
mientras sujeta una cerveza con su raquítica mano derecha. Se dispone a darle
un trago.
-¿Felicidades?-Pregunto-
¿Qué se supone que tengo que celebrar?
-Que es tu
cumpleaños, ¿no?-Alega con una dulce sonrisa.
-¿Mi cumpleaños?-Digo-
¿Tengo que celebrar que me queda un año menos de vida?
La curva que hacen
sus labios se borra. Su mirada refleja incomprensión y sus ojos ya no brillan
de pureza. El momento es confuso.
-Deberías tener un
poco más de aprecio a la vida; eres demasiado pesimista.
-¿Más aprecio?
-Sí.
-¿Por qué?
-Porque la vida es
bella, es bonita.-Argumenta.
Cojo mi vaso, bebo y
lo miro fijamente: ahora está más vacío que antes. Irremediable.
-¿Pesimista?-Exclamo.
El bar en el que estamos ahora se transforma en un auditorio de sombras que
observan y escuchan.- ¿Qué quieres que sea? Todo queda reducido a dos interpretaciones:
que estoy más cerca de la muerte o que me he resignado a vivir en el cieno del
absurdo.
Pone los ojos en
blanco. El público está deseoso de escuchar el contraargumento que destroce mi
sentencia o el suspiro que avale mi victoria. Me observa y sonríe cálidamente
-Sí, es verdad lo
que dices; pero no es menos cierto que el sinsentido que vivimos puede ser
absurdamente maravilloso. Y eso es innegable.
Los espectadores
asienten. Me has vuelto a vencer. Pero no porque tu premisa sea cierta; cualquier
persona que sufre podría rebatir tu conclusión. Sí. Me has vuelto a vencer. Pero
no por tu buen razonamiento, sino porque me has sonreído y me has hecho feliz. Absurdamente
feliz. Y en ese aspecto debo darte la razón.