Supongo que aborrecí la compasión porque odiaba verme como un ser
digno de lástima. Había ocasiones donde la pena, la caricia de la
mano amiga, me resultaba más humillante que el odio de un
adversario. Me decía a mí mismo que ese comportamiento, casi
suplicante, era para perros y enfermos. Y ese pensamiento me
atormentaba y engullía por dentro; me arrojaba, carente de piedad, a
una habitación sin vanos, hermética, cuya sobria y estéril
edificación sólo podían ser fruto de mis manos. Y en ese rincón
me confinaba a un aislamiento autoinflingido. Y sin embargo, allí no
estaba realmente solo: la soledad me carcomía por dentro; todos mis
miedos me visitaban y acrecentaban mi pesar. Cada uno tenía un color
distinto: rojo, amarillo, negro, gris... dependiendo de la fuerza y
la nitidez con la que llegasen. Elevaban el nivel de ansiedad; ponían
de relieve mis complejos que llegaban con la intención de golpearme
una y otra vez. Y todo eso me volvía agresivo e insensible; me
cegaba y era incapaz de ver más allá del daño.
La soledad y la impotencia eran rasgos que me agobiaban, aunque
realmente no estuviera solo. La mano amiga siempre me acompañaba
aunque yo no la quisiera ver o la despreciase porque me hería su
afán de consuelo. Pero sabía que estaba ahí. A veces la tomaba,
y me enjugaba las lágrimas, y me sentía a caballo entre la
vergüenza y la rabia por haber despreciado -¡por haber herido!-
unas manos dulces que también estaban llenas de cicatrices. Me
cuestionaba, una y otra vez, si alguna de esas cicatrices las había
provocado yo.
Supongo que el orgullo mal usado me hería, y a veces aún me hiere,
irracionalmente, más que cualquier otro motivo, porque nada me hirió
más que lo que dejé que me hiriese, que aquello que consideraba
ridiculamente superfluo e insignificante me acabase superando. E,
infantilmente, culpaba a mi alrededor cuando la hemorragia la tenía
dentro y manaba dolor y, a cada segundo que pasaba, el corte se iba
ahondando un poco más, llegando a lugares que jamás había sentido que existían.
Supongo que aborrecí la compasión porque, en el fondo de mi ser, la
estaba pidiendo a gritos.