miércoles, 28 de febrero de 2018

De la compasión y el orgullo


Supongo que aborrecí la compasión porque odiaba verme como un ser digno de lástima. Había ocasiones donde la pena, la caricia de la mano amiga, me resultaba más humillante que el odio de un adversario. Me decía a mí mismo que ese comportamiento, casi suplicante, era para perros y enfermos. Y ese pensamiento me atormentaba y engullía por dentro; me arrojaba, carente de piedad, a una habitación sin vanos, hermética, cuya sobria y estéril edificación sólo podían ser fruto de mis manos. Y en ese rincón me confinaba a un aislamiento autoinflingido. Y sin embargo, allí no estaba realmente solo: la soledad me carcomía por dentro; todos mis miedos me visitaban y acrecentaban mi pesar. Cada uno tenía un color distinto: rojo, amarillo, negro, gris... dependiendo de la fuerza y la nitidez con la que llegasen. Elevaban el nivel de ansiedad; ponían de relieve mis complejos que llegaban con la intención de golpearme una y otra vez. Y todo eso me volvía agresivo e insensible; me cegaba y era incapaz de ver más allá del daño.
La soledad y la impotencia eran rasgos que me agobiaban, aunque realmente no estuviera solo. La mano amiga siempre me acompañaba aunque yo no la quisiera ver o la despreciase porque me hería su afán de consuelo. Pero sabía que estaba ahí. A veces la tomaba, y me enjugaba las lágrimas, y me sentía a caballo entre la vergüenza y la rabia por haber despreciado -¡por haber herido!- unas manos dulces que también estaban llenas de cicatrices. Me cuestionaba, una y otra vez, si alguna de esas cicatrices las había provocado yo.
Supongo que el orgullo mal usado me hería, y a veces aún me hiere, irracionalmente, más que cualquier otro motivo, porque nada me hirió más que lo que dejé que me hiriese, que aquello que consideraba ridiculamente superfluo e insignificante me acabase superando. E, infantilmente, culpaba a mi alrededor cuando la hemorragia la tenía dentro y manaba dolor y, a cada segundo que pasaba, el corte se iba ahondando un poco más, llegando a lugares que jamás había sentido que existían.
Supongo que aborrecí la compasión porque, en el fondo de mi ser, la estaba pidiendo a gritos.