jueves, 1 de agosto de 2019

Cuando me haya ido


Cuando me haya ido dejaré tras de mí un triste recuerdo que el futuro y la rutina se encargarán de ir demoliendo hasta que no queden más que las ruinas. Se situarán ante mi tumba familiares y amigos con lágrimas en los ojos, dándome un último adiós. Serán testigos de cómo la angosta boca de un nicho me fagocita y desaparezco tras una lápida. Nunca más me verán ni yo les veré a ellos.
En las primeras semanas –quizás meses e incluso años-, te aproximarás. Me llevarás flores. Las depositarás en una pequeña jarra mientras me recuerdas. Al otro lado, sin embargo, yo me descompongo poco a poco y confirmo que el tiempo es una ilusión que solo padecen los vivos. Para un cadáver el tiempo llega a ser tan relativo que ni existe; pero para ti esa asfixiante relatividad supone una herida abierta que la misma ilusión irá cicatrizando. Yo perteneceré a esa ilusión que se desvanece.
Al principio todo será un torbellino de emociones. Me amarás porque me quisiste; me odiarás porque me fui; y te odiarás  porque no alcanzas a comprender nada. Sin embargo, llegará el día en el que solo sea, para ti, un recuerdo en sepia y el intervalo entre una visita y otra se prolongue indefinidamente. Cada vez traerás menos lirios. Iré desapareciendo de tu mente y tu corazón hasta transformarme en una imagen borrosa, como un anciano con cataratas. Quizás encuentres alguna fotografía y te invada la nostalgia. Quizá mi nombre aflore en alguna conversación. Alguien comenzará alguna anécdota, probablemente iniciada por un “te acuerdas cuando…”, y sentirás un leve vacío. Pero nada más. Nada comparado con el sufrimiento inicial que engullía tu corazón en las tinieblas. Aun así, todo habrá cambiado.
Es posible que, con el tiempo –décadas, incluso siglos-, probablemente cuando tú tampoco estés, sea objeto de estudio de alguna profesora universitaria de Historia. Expondrá la fotografía de una tumba reconstruida. Y dará inicio a una explicación en breves líneas. “Aunque fragmentada, la lápida de mármol –o de granito- del sujeto en cuestión al que nos referimos fue hallada en un estado aceptable. Todos los pedazos que encontramos estaban en el mismo cementerio, lo que nos hace suponer que el mismo fue abandonado y descartamos el expolio. Conocemos su nombre y tanto la fecha de su nacimiento como de su defunción, acompañada del epitafio Tus familiares y amigos no te olvidan. Por las características generales de la inhumación, así como por la simbología encontrada, sospechamos que el enterramiento fue realizado siguiendo el ritual católico. Esta información se complementa con los datos encontrados en varios archivos, donde hemos logrado extraer su acta de bautismo y confirmación. No obstante, se han encontrado algunos textos, atribuidos a este sujeto, tanto en soporte digital como en papel, que nos hacen sospechar de sus sentimientos religiosos. Aunque encontramos frecuentes referencias a una fe primigenia, es cierto que nuestro objeto de estudio alternó fases de creencia con otras de incredulidad, por lo que podemos confirmar que su vida estuvo marcada por la duda. La ausencia de una última voluntad o documentación complementaria ha provocado que no supiéramos cuáles fueron sus sentimientos finales…”. Los alumnos de primera fila, aunque somnolientos, toman nota. Otros simplemente juegan o están al tanto de sus dispositivos electrónicos. La explicación de la profesora seguramente no les interese. Pero ahí no seré un recuerdo, ni siquiera en sepia. Ni siquiera una imagen borrosa. Solo un documento de análisis que reconstruya el pasado. Una parte más del contexto. Parte de la intrahistoria que rodea a las grandes historias. Solo eso. Nada más.
Tampoco esto puede considerarse una tragedia. Para entonces todo el mundo que me quería habrá desaparecido. Persistirá el dualismo entre vida y muerte para las generaciones venideras mientras nos extinguimos. Continuará aquel proceso natural al que denominamos vida. El tiempo se mantendrá como una ficción necesaria para los vivos.
Pero, a decir verdad, todo esto es una mera suposición. No solo porque aún no he muerto, porque no sé si alguien iría a mi entierro o lloraría, llorarías ante mi sepultura. Tan siquiera porque la hipótesis de la lección de historia parezca surrealista. Es una mera suposición, no solo porque parte de una imagen nefasta de algo que no ha ocurrido y podría no ocurrir así, sino porque puede que sea yo el visitante desgarrado. Puede que sea yo el que, derrumbado, bese el frío mineral mientras implora al Cielo. Porque ese día tendré una certeza absurda e irracional, pero absoluta, de que existe algo que nos trasciende. Y puede que eso sea así porque el nombre y los apellidos que figuran en la lápida sean los tuyos.

jueves, 31 de enero de 2019

Absurdo

Pongamos que mis dedos hojearan, detenidamente, un libro. Supongamos que ese libro es Memorias de la casa muerta, aunque podría haber sido Tokio Blues, o Kafka en la orilla. Podría ser cualquier libro, realmente. Pero lo importante es que leía con gusto, tumbado en mi sofá. Fue entonces cuando comencé a sentir cierta sensación de incómoda extrañeza. No tenía nada que ver la posición, ni era culpa del libro, ni de la edición, ni del cansancio. Yo observaba las letras y mi cerebro repetía los fonemas. A veces incluso conseguía construirme una imagen coherente de lo que leía; sin embargo, algo interfería en el proceso de transmisión mental de datos. No era la primera vez que me sucedía, pero otras veces había conseguido disiparlo sin problemas.
Cuando esa sensación me asaltaba, sentía una necesidad imperiosa de cerrar el libro y pasear. Aquello suponía, para mí, un estímulo importante. Me limitaba a ir de un lado a otro o a buscar un parque mientras reflexionaba, como los peripatéticos atenienses, pero sin acompañante con quien dialogar. Pero aquella vez fue distinto.
Cuando observaba las letras, me daba cuenta de que podía comprender perfectamente el significado que emanaba de sus conexiones; y cuando miraba las palabras, lograba entenderlas sin problemas. Tampoco presentaba dificultades al leer las oraciones o sus párrafos, pero tenía la insoportable sensación de que algo se me escapaba. Esto, sin duda alguna, difería de las ocasiones anteriores, cuando la lectura suponía un auténtico deleite. Pero aquel momento era distinto a cualquier otro que hubiera experimentado.
Sentía como una especie de angustia, y me repetía una y otra vez que ahí había algo que estaba pasando por alto, que había más datos, más información de la que realmente estaba procesando. Tuve un primer impulso de hacerme preguntas. ¿Debía fijarme en la clase social de los protagonistas?, ¿existía entre ellos una jerarquía que dividía y diferenciaba a los hombres por su naturaleza humana?, ¿o es que Dostoyevski pretendía señalar que incluso en el espíritu de los peores delincuentes todavía  era capaz de percibir una tenue luz de humanidad? A todas aquellas cuestiones solo pude responder con silencio.
Luego pensé que, quizá, la clave de todo aquel asunto no estuviera en el contenido, sino en la forma en la que lo percibía, en la existencia de una especie de abstracción entre el libro y yo. En una especie de hilo conductor que nos unía. Entonces miraba la hoja, sin articular movimiento alguno, esperando un fogonazo de lucidez entre mis cavilaciones. Suponía que si me quedaba quieto, en estado contemplativo, podría obtener alguna respuesta. Pero todo aquello comenzó a parecerme inútil. De hecho, más que inútil, diría que absurdo. Podría pasar la mano entre mi vista y el ejemplar y no habría roto nada. No había ninguna conexión imaginaria entre el libro y yo, y este no quería hablarme, ni Dostoyevski guardaba un significado oculto, ni había hilos imaginarios, ni velos de Maya, ni códigos o abstracciones por descifrar. Allí solo estábamos el libro entre mis manos, yo, y un momento absurdo.
Podrían haber pasado años, días, semanas, o segundos. Una vez cerrado y depositado el libro sobre mi mesa, me di cuenta de que nada había cambiado, pero todo, a la vez, era diferente. El libro seguía siendo un libro; la mesa seguía siendo una mesa; mis pensamientos seguían siendo mis pensamientos; el momento seguía siendo el que era; yo seguía siendo yo. Pero la grasa de mis dedos había contribuido a acelerar el deterioro del libro; la mesa soportaba el peso del mismo; mis pensamientos habían virado hacia otra dirección más provechosa tras darme cuenta de lo inútil de mis cavilaciones; yo había envejecido unos minutos. Y todo ello en medio de una interconexión, unida por tres factores: yo y mi conciencia de la situación, de los objetos..., como único ser pensante en la habitación, capaz de percibir e imaginar; el contexto, el instante en el que todo había sucedido; y, por supuesto, el hálito nauseabundo de lo absurdo, que lo había emponzoñado todo y me había hecho sentir dentro de una espiral deforme, donde el vértigo, y no mi voluntad, se había convertido en dueño de aquel instante.