Cuando
me haya ido dejaré tras de mí un triste recuerdo que el futuro y la rutina se
encargarán de ir demoliendo hasta que no queden más que las ruinas. Se situarán
ante mi tumba familiares y amigos con lágrimas en los ojos, dándome un último
adiós. Serán testigos de cómo la angosta boca de un nicho me fagocita y
desaparezco tras una lápida. Nunca más me verán ni yo les veré a ellos.
En
las primeras semanas –quizás meses e incluso años-, te aproximarás. Me llevarás
flores. Las depositarás en una pequeña jarra mientras me recuerdas. Al otro
lado, sin embargo, yo me descompongo poco a poco y confirmo que el tiempo es
una ilusión que solo padecen los vivos. Para un cadáver el tiempo llega a ser
tan relativo que ni existe; pero para ti esa asfixiante relatividad supone una
herida abierta que la misma ilusión irá cicatrizando. Yo perteneceré a esa ilusión
que se desvanece.
Al
principio todo será un torbellino de emociones. Me amarás porque me quisiste;
me odiarás porque me fui; y te odiarás porque no alcanzas a comprender nada. Sin
embargo, llegará el día en el que solo sea, para ti, un recuerdo en sepia y el
intervalo entre una visita y otra se prolongue indefinidamente. Cada vez
traerás menos lirios. Iré desapareciendo de tu mente y tu corazón hasta
transformarme en una imagen borrosa, como un anciano con cataratas. Quizás
encuentres alguna fotografía y te invada la nostalgia. Quizá mi nombre aflore
en alguna conversación. Alguien comenzará alguna anécdota, probablemente
iniciada por un “te acuerdas cuando…”, y sentirás un leve vacío. Pero nada más.
Nada comparado con el sufrimiento inicial que engullía tu corazón en las
tinieblas. Aun así, todo habrá cambiado.
Es
posible que, con el tiempo –décadas, incluso siglos-, probablemente cuando tú
tampoco estés, sea objeto de estudio de alguna profesora universitaria de
Historia. Expondrá la fotografía de una tumba reconstruida. Y dará inicio a una
explicación en breves líneas. “Aunque fragmentada, la lápida de mármol –o de
granito- del sujeto en cuestión al que nos referimos fue hallada en un estado
aceptable. Todos los pedazos que encontramos estaban en el mismo cementerio, lo
que nos hace suponer que el mismo fue abandonado y descartamos el expolio.
Conocemos su nombre y tanto la fecha de su nacimiento como de su defunción,
acompañada del epitafio Tus familiares y
amigos no te olvidan. Por las características generales de la inhumación,
así como por la simbología encontrada, sospechamos que el enterramiento fue
realizado siguiendo el ritual católico. Esta información se complementa con los
datos encontrados en varios archivos, donde hemos logrado extraer su acta de
bautismo y confirmación. No obstante, se han encontrado algunos textos,
atribuidos a este sujeto, tanto en soporte digital como en papel, que nos hacen
sospechar de sus sentimientos religiosos. Aunque encontramos frecuentes
referencias a una fe primigenia, es cierto que nuestro objeto de estudio
alternó fases de creencia con otras de incredulidad, por lo que podemos
confirmar que su vida estuvo marcada por la duda. La ausencia de una última
voluntad o documentación complementaria ha provocado que no supiéramos cuáles
fueron sus sentimientos finales…”. Los alumnos de primera fila, aunque
somnolientos, toman nota. Otros simplemente juegan o están al tanto de sus
dispositivos electrónicos. La explicación de la profesora seguramente no les
interese. Pero ahí no seré un recuerdo, ni siquiera en sepia. Ni siquiera una
imagen borrosa. Solo un documento de análisis que reconstruya el pasado. Una
parte más del contexto. Parte de la intrahistoria que rodea a las grandes
historias. Solo eso. Nada más.
Tampoco
esto puede considerarse una tragedia. Para entonces todo el mundo que me quería
habrá desaparecido. Persistirá el dualismo entre vida y muerte para las
generaciones venideras mientras nos extinguimos. Continuará aquel proceso
natural al que denominamos vida. El tiempo se mantendrá como una ficción
necesaria para los vivos.
Pero,
a decir verdad, todo esto es una mera suposición. No solo porque aún no he
muerto, porque no sé si alguien iría a mi entierro o lloraría, llorarías ante
mi sepultura. Tan siquiera porque la hipótesis de la lección de historia
parezca surrealista. Es una mera suposición, no solo porque parte de una imagen
nefasta de algo que no ha ocurrido y podría no ocurrir así, sino porque puede
que sea yo el visitante desgarrado. Puede que sea yo el que, derrumbado, bese
el frío mineral mientras implora al Cielo. Porque ese día tendré una certeza
absurda e irracional, pero absoluta, de que existe algo que nos trasciende. Y
puede que eso sea así porque el nombre y los apellidos que figuran en la lápida
sean los tuyos.