jueves, 31 de enero de 2019

Absurdo

Pongamos que mis dedos hojearan, detenidamente, un libro. Supongamos que ese libro es Memorias de la casa muerta, aunque podría haber sido Tokio Blues, o Kafka en la orilla. Podría ser cualquier libro, realmente. Pero lo importante es que leía con gusto, tumbado en mi sofá. Fue entonces cuando comencé a sentir cierta sensación de incómoda extrañeza. No tenía nada que ver la posición, ni era culpa del libro, ni de la edición, ni del cansancio. Yo observaba las letras y mi cerebro repetía los fonemas. A veces incluso conseguía construirme una imagen coherente de lo que leía; sin embargo, algo interfería en el proceso de transmisión mental de datos. No era la primera vez que me sucedía, pero otras veces había conseguido disiparlo sin problemas.
Cuando esa sensación me asaltaba, sentía una necesidad imperiosa de cerrar el libro y pasear. Aquello suponía, para mí, un estímulo importante. Me limitaba a ir de un lado a otro o a buscar un parque mientras reflexionaba, como los peripatéticos atenienses, pero sin acompañante con quien dialogar. Pero aquella vez fue distinto.
Cuando observaba las letras, me daba cuenta de que podía comprender perfectamente el significado que emanaba de sus conexiones; y cuando miraba las palabras, lograba entenderlas sin problemas. Tampoco presentaba dificultades al leer las oraciones o sus párrafos, pero tenía la insoportable sensación de que algo se me escapaba. Esto, sin duda alguna, difería de las ocasiones anteriores, cuando la lectura suponía un auténtico deleite. Pero aquel momento era distinto a cualquier otro que hubiera experimentado.
Sentía como una especie de angustia, y me repetía una y otra vez que ahí había algo que estaba pasando por alto, que había más datos, más información de la que realmente estaba procesando. Tuve un primer impulso de hacerme preguntas. ¿Debía fijarme en la clase social de los protagonistas?, ¿existía entre ellos una jerarquía que dividía y diferenciaba a los hombres por su naturaleza humana?, ¿o es que Dostoyevski pretendía señalar que incluso en el espíritu de los peores delincuentes todavía  era capaz de percibir una tenue luz de humanidad? A todas aquellas cuestiones solo pude responder con silencio.
Luego pensé que, quizá, la clave de todo aquel asunto no estuviera en el contenido, sino en la forma en la que lo percibía, en la existencia de una especie de abstracción entre el libro y yo. En una especie de hilo conductor que nos unía. Entonces miraba la hoja, sin articular movimiento alguno, esperando un fogonazo de lucidez entre mis cavilaciones. Suponía que si me quedaba quieto, en estado contemplativo, podría obtener alguna respuesta. Pero todo aquello comenzó a parecerme inútil. De hecho, más que inútil, diría que absurdo. Podría pasar la mano entre mi vista y el ejemplar y no habría roto nada. No había ninguna conexión imaginaria entre el libro y yo, y este no quería hablarme, ni Dostoyevski guardaba un significado oculto, ni había hilos imaginarios, ni velos de Maya, ni códigos o abstracciones por descifrar. Allí solo estábamos el libro entre mis manos, yo, y un momento absurdo.
Podrían haber pasado años, días, semanas, o segundos. Una vez cerrado y depositado el libro sobre mi mesa, me di cuenta de que nada había cambiado, pero todo, a la vez, era diferente. El libro seguía siendo un libro; la mesa seguía siendo una mesa; mis pensamientos seguían siendo mis pensamientos; el momento seguía siendo el que era; yo seguía siendo yo. Pero la grasa de mis dedos había contribuido a acelerar el deterioro del libro; la mesa soportaba el peso del mismo; mis pensamientos habían virado hacia otra dirección más provechosa tras darme cuenta de lo inútil de mis cavilaciones; yo había envejecido unos minutos. Y todo ello en medio de una interconexión, unida por tres factores: yo y mi conciencia de la situación, de los objetos..., como único ser pensante en la habitación, capaz de percibir e imaginar; el contexto, el instante en el que todo había sucedido; y, por supuesto, el hálito nauseabundo de lo absurdo, que lo había emponzoñado todo y me había hecho sentir dentro de una espiral deforme, donde el vértigo, y no mi voluntad, se había convertido en dueño de aquel instante.