Pongamos que mis dedos hojearan, detenidamente, un libro. Supongamos
que ese libro es Memorias de la casa muerta,
aunque podría haber sido Tokio Blues,
o Kafka en la orilla.
Podría ser cualquier libro, realmente. Pero lo importante es que
leía con gusto, tumbado en mi sofá. Fue entonces cuando comencé a
sentir cierta sensación de incómoda extrañeza. No tenía nada que
ver la posición, ni era culpa del libro, ni de la edición, ni del
cansancio. Yo observaba las letras y mi cerebro repetía los fonemas.
A veces incluso conseguía construirme una imagen coherente de lo que
leía; sin embargo, algo interfería en el proceso de transmisión
mental de datos. No era la primera vez que me sucedía, pero otras
veces había conseguido disiparlo sin problemas.
Cuando esa sensación me asaltaba, sentía una
necesidad imperiosa de cerrar el libro y pasear. Aquello suponía,
para mí, un estímulo importante. Me limitaba a ir de un lado a otro
o a buscar un parque mientras reflexionaba, como los peripatéticos
atenienses, pero sin acompañante con quien dialogar. Pero
aquella vez fue distinto.
Cuando observaba las letras, me daba
cuenta de que podía comprender perfectamente el significado que
emanaba de sus conexiones; y cuando miraba las palabras, lograba
entenderlas sin problemas. Tampoco presentaba dificultades al
leer las oraciones o sus párrafos, pero tenía la insoportable
sensación de que algo se me escapaba. Esto, sin duda alguna,
difería de las ocasiones anteriores, cuando la lectura suponía un
auténtico deleite. Pero aquel momento era distinto a cualquier otro
que hubiera experimentado.
Sentía como una especie de
angustia, y me repetía una y otra vez que ahí había algo que
estaba pasando por alto, que había más datos, más información de
la que realmente estaba procesando. Tuve un primer impulso de hacerme
preguntas. ¿Debía fijarme en la clase social de los protagonistas?,
¿existía entre ellos una jerarquía que dividía y diferenciaba a
los hombres por su naturaleza humana?, ¿o es que Dostoyevski
pretendía señalar que incluso en el espíritu de los peores
delincuentes todavía era capaz de percibir una tenue luz de humanidad? A todas
aquellas cuestiones solo pude responder con silencio.
Luego pensé que, quizá, la clave
de todo aquel asunto no estuviera en el contenido, sino en la forma
en la que lo percibía, en la existencia de una especie de
abstracción entre el libro y yo. En una especie de hilo conductor
que nos unía. Entonces miraba la hoja, sin articular movimiento
alguno, esperando un fogonazo de lucidez entre mis cavilaciones.
Suponía que si me quedaba quieto, en estado contemplativo, podría
obtener alguna respuesta. Pero todo aquello comenzó a parecerme
inútil. De hecho, más que inútil, diría que absurdo. Podría
pasar la mano entre mi vista y el ejemplar y no habría roto nada.
No había ninguna conexión imaginaria entre el libro y yo, y este no
quería hablarme, ni Dostoyevski guardaba un significado oculto, ni
había hilos imaginarios, ni velos de Maya, ni códigos o
abstracciones por descifrar. Allí solo estábamos el libro entre mis
manos, yo, y un momento absurdo.
Podrían haber pasado años, días,
semanas, o segundos. Una vez cerrado y depositado el libro sobre mi
mesa, me di cuenta de que nada había cambiado, pero todo, a la vez,
era diferente. El libro seguía siendo un libro; la mesa seguía
siendo una mesa; mis pensamientos seguían siendo mis pensamientos;
el momento seguía siendo el que era; yo seguía siendo yo. Pero la
grasa de mis dedos había contribuido a acelerar el deterioro del
libro; la mesa soportaba el peso del mismo; mis pensamientos habían
virado hacia otra dirección más provechosa tras darme cuenta de lo
inútil de mis cavilaciones; yo había envejecido unos minutos. Y
todo ello en medio de una interconexión, unida por tres factores:
yo y mi conciencia de la situación, de los objetos..., como único
ser pensante en la habitación, capaz de percibir e imaginar; el contexto, el
instante en el que todo había sucedido; y, por supuesto, el hálito
nauseabundo de lo absurdo, que lo había emponzoñado todo y me había
hecho sentir dentro de una espiral deforme, donde el vértigo, y no
mi voluntad, se había convertido en dueño de aquel instante.