lunes, 21 de marzo de 2011

Idus Martii

El rumor de la marmolea sala en el Teatro de Pompeyo se había tornado en griterío hacia ya tiempo. Cientos de senadores con sus togas viriles se agolpaban en el medio de la sala mientras seguían gritando y levantando sus puños. Fue entonces cuando lo vi.
Su aspecto era realmente penoso, y su cara reflejaba odio y rabia ante los que atentaban contra él, pero también mostraba la completa ignorancia de lo que ocurría. ¿Qué hacían? ¿Por qué? Buscaba en los ojos de los “padres conscriptos” alguna respuesta, algo que le dijera por qué pasaba aquello, pero lo único que conseguía era que miles de hojas afiladas y brillantes se precipitasen sobre él como si se tratase de una bestia en plena matanza. Todo llovía sobre él. Miles de dagas y puñales, algunos casi tan largos como las gladios militares, otras, tan pequeñas como estrechas ramitas de árbol, pero todas se precipitaban sobre el atemorizado hombre como si fuera una molesta lluvia plateada que, a su paso, arrancaba vestiduras y carne, haciendo derramar sangre de aquel cuerpo robusto.
El hombre, sin poder hacer nada, lanzaba sus antebrazos cubiertos por unos brazaletes de cuero para protegerse de los golpes, mientras que usaba su propio paludamentum púrpura y parte de su toga viril para confundir a los senadores y que estos acuchillasen las vestiduras y no su carne.
Muy pronto el suelo blanco se tiñó de un rojo oscuro que reflejaba la situación si lo mirabas de forma detenida, como si fuera un espejo del mal, un espejo de la muerte reflejando ante sí la figura de los senadores chillando y apuñalando al indefenso hombre mientras éste trataba por todos los medios evadirse de sus mortales cortes que, poco a poco, habían estado llenando sus brazos, pecho, vientre y espalda de heridas, haciendo que su antes inmaculada toga luciera ahora totalmente roja por la sangre que había perdido.
Fue entonces cuando, tras mirarme en aquel espejo sangriento, decidí sacar la daga que llevaba oculta en una de mis mangas y hacer lo que había venido a hacer, pero miles de sentimientos y preguntas me invadieron en aquel instante. ¿Debía hacerlo? ¿Qué sentirían el resto de padres conscriptos? ¿Era aquello lo que debía hacer? ¿No había otra salida?.
Ante tanta duda, dejé que pasase el tiempo y poco a poco me fui acercando cada vez más al grupo, ocultando mi daga a la vista de todos cuando el hombre, tras un forcejeo con varios senadores, consiguió verme y, sonriendo como un loco, vino a abrazarme mientras gritaba mi nombre y pedía auxilio. – ¡Ayúdame!-decía el pobre hombre que cada vez estaba más cerca de mí.
Sentí su cálido abrazo. Sus brazos rodeando mi cuello y un susurro llamando a mi oído. Sus ojos mirándome. Fue entonces cuando lo hice. No tenía constancia de lo que hacía, mis manos se movieron solas. Mi daga atravesó el vientre de ese hombre y su feliz expresión, quedó inmediatamente borrada de su cara por una de incomprensión. Decenas de senadores se cebaron de aquella escena, y, aunque no escuchaba nada, sé que gritaban mi nombre con vehemencia.
No podía mirarle a los ojos, no podía. Sentía miedo e incomprensión. Sentía remordimientos por lo que acababa de hacer. Saqué mi daga de su cuerpo herido mientras, poco a poco se retiraba de mí. A penas duró unos segundos aquel instante, pero a mí me parecieron horas, días, semanas, meses, años, décadas, siglos… ¡milenios! Y su rostro no cesaba de mirarme.
Fue entonces cuando observé que una pequeña lágrima salía de su ojo derecho e iba a impactar sobre mi mano que lucía llena de sangre. De su sangre. Se sentía traicionado pero, ¿cómo no iba a sentirse así si era lo que acabábamos de hacer? Yo me sentía como un verdadero perro traidor, aunque eso nadie lo sabía, yo hacía una buena obra para ellos, pero… ¿y para mí? ¿Era eso una buena obra para mí? Bajé la cabeza en última instancia como símbolo de redención, mas, en sus ojos no había odio hacia mi persona, más bien había misericordia a pesar de que le estaba matando. Entonces, de su boca, de la que comenzaba a manar sangre, salió una frase llena de dolor que pronunció entre jadeos en un griego perfecto mientras se llevaba las manos hacia el vientre, donde le había propinado la puñalada.
-¿Tú también, hijo mío?
Bajé la cabeza a la vez que asentía. Tuve que mirar para otro lado. La cabeza empezó a darme vueltas. Un senador lo volvió a apuñalar por la espalda y entonces, cayó al suelo. Estaba muerto. Sin vida. Había soltado su último aliento conmigo, pues, a pesar del sin fin de puñaladas que había recibido, sólo la mía le había causado verdadero dolor. Sólo la mía le había dolido.
Me senté en un banco de mármol mientras contemplaba la escena. Los senadores habían comenzado a irse de forma ligera, pero aún prevalecían los orgullosos que se aprovechaban de la situación para vanagloriarse, mientras otros, muy pocos, se quedaban, como yo, en unos bancos y llevaban sus manos a la cabeza y la movían en gesto negativo. Otros, se acercaban a estos y les decían consuelos que a mí no me servirían.
Me miré las manos. Empapadas en sangre. De su sangre. De aquél de quien me había perdonado, y yo le había devuelto la moneda con la traición. De aquél que me había llamado hijo sin ser mi padre. Me odiaba. En ese instante me odiaba. Miré al cuchillo. También estaba emborrizado con su sangre, mas, éste reflejaba mi cara que tenía gotas de sangre por la frente y las mejillas. El rostro de un asesino. Sí, eso vi, y eso me mostró el cuchillo, sí, el rostro de un asesino. ¿No lo era acaso? Me llevé la mano izquierda a mi rostro mientras comenzaba a llorar de impotencia, pero eso no me consoló. Apreté con todas mis fuerzas el cuchillo, el mismo cuchillo que lo había matado y sentí, por un instante, unas ganas irrefrenables de cortar mis venas. De irme con él. De pedirle perdón en el más allá. Miré el cuchillo de otra forma… había pasado de ser un órgano ejecutor a la hoja que me daría la liberación a mis males. Pero entonces volví a verme reflejado en él y vi ahora el gesto de un loco. Vi su sangre, ¿merecía yo morir con el mismo cuchillo que había atravesado sus entrañas? ¡De ninguna manera! Merecía ser asesinado con un cuchillo de carnicero como las bestias, en la cruz como los esclavos. Sí, eso merecía. Con gran odio hacia mí, me levanté y arrojé el cuchillo con rabia hacia el suelo mientras gritaba. Produjo un sonido tintineante y rebotó hasta parar unos metros más allá, cerca del cuerpo del hombre vilmente asesinado. Mi grito fue un grito de angustia acompañado de las más amargas lágrimas que jamás solté. Me arrojé al lugar donde había estado sentado y me hice un ovillo mientras lloraba amargamente.
Siempre me habían dicho que él destruiría a la República y volvería a imponer la monarquía, y con ello, los días de terror y tiranía que la habían caracterizado, pero hoy me di cuenta de que no había sido así, que él, no era el verdadero asesino de la República. No. El verdadero asesino fue el Senado sediento de poder y veía en César un problema parar sus intereses. Yo, Marco Junio Bruto, había asesinado a mi existencia, a la República, y el hombre que yace en medio de la sala muerto, era su más firme defensor… ¿Su nombre? César. Cayo Julio César.

En dedicación a Carmen Cruz por su cumpleaños el 15 de Marzo.

viernes, 4 de marzo de 2011

El Impulso de la Tormenta Parte XII

El aura de aquella mujer era sencillamente atrayentes para el débil Alexander que se divertía mirándola fijamente a su cara como si fuera un juguete, una muñeca de porcelana, una flor de azucena entre sus vastas manos... ¡Cómo si su propio aliento pudiera desmenuzarla y no volverla a ver más! Pero... ¿Qué pasaría cuando llegase el amanecer? ¿se iría como otras tantas veces había pasado? ¿se quedaría con él para siempre y la proclamaría como su prometida? No lo sabía... de todas formas, para él, en ese preciso instante, no cabían preguntas y respuestas amargas. No. Todo era celestial, como si pisase los jardines del Edén, como si visitase un palacio cubierto de oro y mármol y el Sol nunca se pusiera en el horizonte, viviendo a cada segundo un intenso y eterno ocaso... Esa hermosa luz muriendo, agonizando, pero que nunca acaba de despuntar del todo, que nunca acaba de morir... ¡Era tal el cúmulo de sensaciones!...

Ángela no cesaba de mirarlo tampoco, mas, ella sabía de sobra que el amenecer llegaría de un momento a otro, que el crepúsculo volvería a alzarse y el Sol bañaría sus cabezas un día más, porque, sencillamente, quisieran, o no quisieran, era ley de vida, y era algo que tenían que vivir... ¡nunca un amanecer había dolido tanto! ¡nunca la luz del Sol había sido tan maldita!. Pero era su destino, mas... ¿qué debía hacer? ¿amargarse por el reciente futuro o disfrutar del momento?...

Él se acercó a ella y comenzó a hablarle de su época, de su familia, y a contarle anécdotas graciosas sobre su infancia:

-...Sí, y entonces cogí mi caballo, ¡Él que se había perdido!...-Ella sonrió. Su voz lo inundaba todo con su potencia. El tiempo se paraba para Ángela cada vez que éste hablaba y se quedaba contemplando cómo aquel desconocido había cautivado su corazón en cuestión de segundos y su voz, su penetrante y dulce voz, no dejaba de hechizarla.

Al acabar la historia, Ángela fue la que tomó el relevo del barón de Röcken con su melodiosa risa. Su carcajada era capaz de silenciar y dejar por los suelos el más idílico canto de las aves del cielo. Era como agua para el sediento, un trozo de Sol en un día frío, un soplo de aire fresco, una brisa, en un día caluroso de verano... ¡Era tal su risa! ¡Su bella risa! No podía contenerse ante aquél espectáculo sonoro, era demasiado para él.

Ambos corazones latían con infinita violencia con la sola presencia del otro, mas, Alexander era el que sentía más fieramente los impulsos de sus sentimientos. Deseaba tomarla, mirarla, abrazarla... ¡besarla! pero tenía tanto miedo... era tal el terror que sentía a hacerle daño que ni osaba mirarla directamente a los ojos, a su océano azul, como si su pecadora mirada pudiera destrozar tal rosa entre cardos. No, su corazón la ansiaba, pero su miedo lo retenía... pero no sabía que la propia Ángela también sentía lo mismo por él, salvo que su amargura era amyor: pronto tendría que irse, abandonarlo, dejarlo a su suerte en todo un mar de incertidumbre, de sentimientos tan honestos... nunca los había sentido, era la primera vez que ella lo sentía y se mostraba demasiado incauta ¿cómo reaccionar? ¿cómo decirle que lo quería? Era todo una amplia herida en su corazón, en su alma pura y casta....

Nunca supieron cuanto tiempo se llevaron aquella noche mirándose, riéndose, amándose... Porque el tiempo, para esas dos almas contradictorios se había detenido... Pero nada podía durar eternamente... Ella sintió un cosquilleo en el estómago y dirigió una mirada de terror hacia el cielo. Una luz se reflejó en sus ojos azules y en su blanco rostro. Cantó la alondra. Un haz de luz comenzaba a caer sobre sus cabezas... Se iniciaba el crepúsculo. Estaba amaneciendo...