martes, 28 de febrero de 2012

Andalucía: historia del nacionalismo andaluz.

EL INICIO DE LAS IDEAS NACIONALISTAS ANDALUZAS: LOS MOVIMIENTOS CANTONALES Y LA SOCIEDAD DE ANTROPOLOGÍA DE SEVILLA.

Las primeras ideas del nacionalismo andaluz surgen ligadas a los movimientos cantonales que se dieron en la I República de España en el año 1873, muy ligadas al federalismo que caracterizó a la República en sus primeros meses de gobierno.

El movimiento cantonal está englobado dentro del federalismo. Se podría definir como un movimiento federal tan extremista que busca la máxima autonomía de una ciudad, llegando incluso a rayar la independencia. Las ciudades podrían federarse libremente si quisieran. Cabe resaltar que, a raíz del movimiento cantonalista, los movimientos obreros, en especial, el anarquismo, comenzarían a ganar apoyos en España. Encontraremos la mayor expresión en el cantón de Cartagena dentro del Estado español, siendo los de Sevilla, Tarifa, Cádiz y Málaga los cantones más importantes dentro de Andalucía.

En 1871 (aún bajo la monarquía de Amadeo I de Saboya en España) se funda la Sociedad de Antropología de Sevilla que dedicará gran parte de sus investigaciones a encontrar las señas de identidad que caracterizan al pueblo andaluz, destacando dos nombres por encima de todos: Antonio Machado Núñez y Antonio Machado Álvarez, abuelo y padre respectivamente de los poetas sevillanos Antonio y Manuel Machado.

Eran los primeros pasos para formar las ideas del nacionalismo andaluz que se desarrollaría en las tres primeras décadas del siglo XX en la persona del malagueño Blas Infante, el "Padre de la Patria Andaluza".

EL INICIO DEL NACIONALISMO ANDALUZ: BLAS INFANTE.

La necesidad de una existencia política y regional en Andalucía hicieron hincapié en "El Liberal" que en 1912 publicó un artículo donde promovía la constitución de una Asamblea Andaluza que encontró su máxima actividad dentro del Ateneo de Sevilla. Ya al año siguiente, en los Juegos Florales, el tema principal tratado fue el del regionalismo andaluz. Mientras, en Ronda, se celebraba un congreso donde Blas Infante realizó su primera intervención para, en 1915 publicar "El ideal andaluz", que lo catapultaría a ser el ideólogo por excelencia del movimiento nacionalista andaluz y líder del mismo hasta su muerte en 1936 a manos del ejército franquista en los primeros meses de la Guerra Civil.

A pesar de que la ideología nacionalista andaluza ya estaba formada, no sería hasta la Asamblea de Córdoba en 1919 cuando se fijara la realidad nacional de Andalucía: se pedía una República federal como forma de gobierno que diera el máximo de autonomía a las comunidades que conformaban el Estado español, y aparece la figura de Andalucía como "realidad nacional" y "Patria", lo que llevará a Blas Infante a ser la figura clave del nacionalismo andaluz y a proclamarlo como "Padre de la Patria Andaluza", "título" que ostenta hasta la actualidad.

EL NACIONALISMO ANDALUZ: BASES CULTURALES.

El nacionalismo andaluz asentó sus bases en la cultura islámica, la cual, tuvo muchísima importancia en la zona regional de Andalucía, destacando monumentos como la Giralda de Sevilla, la mezquita-catedral de Córdoba  y la Alhambra de Granada que se convirtieron en símbolos de identidad nacional para Andalucía.

Hasta tal punto llegaría la influencia islámica en el nacionalismo andaluz que la propia bandera andaluza adquirió colores propios de la cultura islámica: el verde y el blando.
El verde es el color de la dinastía Omeya, a la que pertenecería Abd al-Rahman I, el último Omeya vivo tras la destitución de estos por la dinastía de los abasíes con Abu-l-Abbas en el 750, proclamándose "príncipe de los creyentes" en la mezquita de Kufa y trasladando la capital del califato a Bagdad.
Abd al-Rahman I conseguiría huir a al-Ándalus, emirato dependiente del califato abasí de Bagdad, el cual, consiguió independizar en el 756 conformando el "emirato independiente de Córdoba". Se iniciaría así una etapa de esplendor en la Península Ibérica bajo el gobierno de los Omeyas que, pronto conseguirían el Califato (929 con Abd al-Rahman III) y que perduraría hasta el 1031, cuando, tras una serie de crisis, el Califato de Córdoba se desmiembra y da lugar a lo que conocemos como "Reinos de Taifa" donde hay que destacar, en esta ocasión, la taifa de Sevilla que encontró en al-Mutamid, su rey poeta, el principal período de esplendor.

Tras este período de decadencia e independencia, llegarían a España los almorávides, procedentes del Sahara que se adueñaron de los reinos de taifas y volvieron a reunificar los reinos en el Califato de Córdoba. Su pendón era blanco y decían ser "monjes-soldados".

En los últimos compases de la dominación islámica de la Península, encontraremos que gran parte de los reinos de taifas y provincias del Reino Nazarí de Granada (último reino musulmán de la Península) tienen el pendón de sus banderas verde y blanco, y sólo el Reino de Granada lo tiene rojo (color de los almohades que vendrían inmediatamente después de los almorávides) por lo que se barajó la posibilidad de que el color de la bandera andaluza fuera el rojo y el blanco, aunque, finalmente, se optó por estos colores ya que, según parece, tras la victoria de Alarcos en 1195, los almohades colocaron sobre la Giralda de Sevilla dos banderas: una blanca en señal de victoria, y otra verde, símbolo del Islam.

Para acabar, el escudo de Andalucía, que muestra un Hércules custodiado por dos leones y dos columnas, no es más que el uso de la mitología grecorromana. Según la mitología, Tarifa y el Norte de África estarían antes unidas formando una gran montaña, y Hércules, con su fuerza, consiguió separar ambas y formó el estrecho de Gibraltar, antes denominada como "las columnas de Hércules", conviertiéndose también el Hércules en el escudo de Cádiz. Como curiosidad, hay que destacar que es el único escudo dentro del Estado español que no emplea armas, sino ideas y muebles.

domingo, 5 de febrero de 2012

Lucano

Caía la noche en Roma. La luna y algunas antorchas iluminaban una habitación vacía de todo objeto posible. Sólo la luz gozaba de la compañía de un hombre ataviado con una toga blanca que sujetaba, entre sus manos, una especie de hoja escrita.

Caminando de un lado a otro de la sala, totalmente tranquilo, repasando una y otra vez el texto con sus iris marrones brillantes, vidriados por el llanto, por el amargor de una noche que nunca acababa. Sigilosamente, se acercó a un balcón que daba lugar hacia una calle. A lo lejos veía el foro romano. Blanco. Resplandeciente. Hermoso como sus ojos nunca lo habían visto. Firme y gallardo resaltando sobre toda Roma con su color blanco, completamente característico del mármol que recubría el edificio casi en su totalidad. La luna se reflejaba en aquel edificio blanco y dorado y caía directamente en el rostro moreno de su observador, colocado todavía sobre el balcón.

Se giró de inmediato al oír un ruido. Se aproximaba hacia él, un esclavo pálido, portando, entre sus manos, un pequeño cofre de madera de roble perfectamente tallado y con la representación de un dios. Tal vez Hades. Tal vez Marte. Tal vez Júpiter. La paupérrima luz no dejaba ver con claridad qué clase de dios era el que adornaba el cofre. 

Avanzó algunos pasos hasta el esclavo, el cual, una vez puesto a la altura de su amo, realizó una reverencia y abrió el cofre, entregando un objeto brillante a su señor, que, con un leve gesto de mano, le ordenó retirarse a sus humildes aposentos. 

Una vez solo, suspiró y leyó, por última vez, el extraño papel que tenía entre sus manos de forma lenta. Disfrutando cada frase que leía. Cada palabra que observaba. Cada letra que pronunciaba en un leve susurro. Después de tal gesto, volvió a andar hacia el balcón con paso vacilante y lento, como si cada segundo le pesase como si fuera un milenio. Como si cada pie fuera un bloque de mármol del foro.

Miró por última vez la luna. La miraba por última vez solitaria. Sin compañía de astro alguno. Reflejada en el dorado del foro. Como él en la habitación. 

Agachó la cabeza poco a poco y se dirigió al centro de la sala. No denotaba su cara expresión alguna. Agarró el objeto que reposaba entre sus manos y lo miró con odio. Cerró los ojos. Paseó el objeto por el largo de su antebrazo mordiéndose el labio y lanzando algún que otro grito ahogado conforme escuchaba rasgarse su carne y las primeras gotas de sangre comenzaban a deslizarse sobre su brazo dejando surcos rojizos que acababan por caer al suelo. La daga que sujetaba cayó también a causa del horrendo dolor provocado y, mientras respiraba nervioso elevó el papel de nuevo y comenzó a recitar en alto.

Su voz era dura y fuerte. Tan profunda que parecía salir de un tambor de guerra, aunque el vigor de su voz quedaba contrastada con su juventud que se escapaba poco a poco de sus venas. Le temblaba el brazo y algunas lágrimas rodaron por sus mejillas en el acto de reprimir un grito. 

Salían de sus labios versos. Versos sobre un soldado que tenía su mismo destino. 

Corría la sangre cada vez con menos velocidad, dejando un charco cada vez más amplio en el suelo, y la voz se iba apagando conforme la vida abandonaba su cuerpo. Estaba pálido. Su cara había adquirido el color blanquecino de la muerte. Su respiración se volvía dificultosa. Su corazón, se paraba. Las fuerzas le iban abandonando poco a poco mientras su vista comenzaba a verlo todo cada vez más borroso. Cada vez se volvía todo más oscuro y sombrío y las tinieblas iban tomando cara rincón de la sala. 

Cayó al suelo junto a la daga a la que observó mientras susurraba los últimos versos del poema. Notaba sus extremidades se iban helando. Como todo se volvió negro a su alrededor. No. No podía morir todavía. Quedaban versos que recitar. Su cuerpo, cada vez estaba más débil y cerraba los ojos poco a poco. El poema se acababa, su vida también. 

Apenas pudo susurrar los últimos versos. Pero sus pulmones, su corazón, se fueron junto con los del soldado del poema -¿y no era Lucano acaso ese soldado?-. Ese fue su último pensamiento. Su último latido se llevó también su última pregunta, y en la habitación, no quedó más que su cuerpo inerte reposando en una fría sala, con un inmenso charco de sangre en el suelo, una hoja con un poema en una de sus manos, y la luna iluminando su cara con la última expresión de la muerte.