domingo, 5 de febrero de 2012

Lucano

Caía la noche en Roma. La luna y algunas antorchas iluminaban una habitación vacía de todo objeto posible. Sólo la luz gozaba de la compañía de un hombre ataviado con una toga blanca que sujetaba, entre sus manos, una especie de hoja escrita.

Caminando de un lado a otro de la sala, totalmente tranquilo, repasando una y otra vez el texto con sus iris marrones brillantes, vidriados por el llanto, por el amargor de una noche que nunca acababa. Sigilosamente, se acercó a un balcón que daba lugar hacia una calle. A lo lejos veía el foro romano. Blanco. Resplandeciente. Hermoso como sus ojos nunca lo habían visto. Firme y gallardo resaltando sobre toda Roma con su color blanco, completamente característico del mármol que recubría el edificio casi en su totalidad. La luna se reflejaba en aquel edificio blanco y dorado y caía directamente en el rostro moreno de su observador, colocado todavía sobre el balcón.

Se giró de inmediato al oír un ruido. Se aproximaba hacia él, un esclavo pálido, portando, entre sus manos, un pequeño cofre de madera de roble perfectamente tallado y con la representación de un dios. Tal vez Hades. Tal vez Marte. Tal vez Júpiter. La paupérrima luz no dejaba ver con claridad qué clase de dios era el que adornaba el cofre. 

Avanzó algunos pasos hasta el esclavo, el cual, una vez puesto a la altura de su amo, realizó una reverencia y abrió el cofre, entregando un objeto brillante a su señor, que, con un leve gesto de mano, le ordenó retirarse a sus humildes aposentos. 

Una vez solo, suspiró y leyó, por última vez, el extraño papel que tenía entre sus manos de forma lenta. Disfrutando cada frase que leía. Cada palabra que observaba. Cada letra que pronunciaba en un leve susurro. Después de tal gesto, volvió a andar hacia el balcón con paso vacilante y lento, como si cada segundo le pesase como si fuera un milenio. Como si cada pie fuera un bloque de mármol del foro.

Miró por última vez la luna. La miraba por última vez solitaria. Sin compañía de astro alguno. Reflejada en el dorado del foro. Como él en la habitación. 

Agachó la cabeza poco a poco y se dirigió al centro de la sala. No denotaba su cara expresión alguna. Agarró el objeto que reposaba entre sus manos y lo miró con odio. Cerró los ojos. Paseó el objeto por el largo de su antebrazo mordiéndose el labio y lanzando algún que otro grito ahogado conforme escuchaba rasgarse su carne y las primeras gotas de sangre comenzaban a deslizarse sobre su brazo dejando surcos rojizos que acababan por caer al suelo. La daga que sujetaba cayó también a causa del horrendo dolor provocado y, mientras respiraba nervioso elevó el papel de nuevo y comenzó a recitar en alto.

Su voz era dura y fuerte. Tan profunda que parecía salir de un tambor de guerra, aunque el vigor de su voz quedaba contrastada con su juventud que se escapaba poco a poco de sus venas. Le temblaba el brazo y algunas lágrimas rodaron por sus mejillas en el acto de reprimir un grito. 

Salían de sus labios versos. Versos sobre un soldado que tenía su mismo destino. 

Corría la sangre cada vez con menos velocidad, dejando un charco cada vez más amplio en el suelo, y la voz se iba apagando conforme la vida abandonaba su cuerpo. Estaba pálido. Su cara había adquirido el color blanquecino de la muerte. Su respiración se volvía dificultosa. Su corazón, se paraba. Las fuerzas le iban abandonando poco a poco mientras su vista comenzaba a verlo todo cada vez más borroso. Cada vez se volvía todo más oscuro y sombrío y las tinieblas iban tomando cara rincón de la sala. 

Cayó al suelo junto a la daga a la que observó mientras susurraba los últimos versos del poema. Notaba sus extremidades se iban helando. Como todo se volvió negro a su alrededor. No. No podía morir todavía. Quedaban versos que recitar. Su cuerpo, cada vez estaba más débil y cerraba los ojos poco a poco. El poema se acababa, su vida también. 

Apenas pudo susurrar los últimos versos. Pero sus pulmones, su corazón, se fueron junto con los del soldado del poema -¿y no era Lucano acaso ese soldado?-. Ese fue su último pensamiento. Su último latido se llevó también su última pregunta, y en la habitación, no quedó más que su cuerpo inerte reposando en una fría sala, con un inmenso charco de sangre en el suelo, una hoja con un poema en una de sus manos, y la luna iluminando su cara con la última expresión de la muerte. 




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