domingo, 26 de agosto de 2012

El juego de la ruleta

Yuri y yo estábamos en la pequeña tienda de tela sobre dos sillas de madera. Detrás mía, al fondo, había un baúl donde reposaban nuestros enseres: dos puñales, dos escopetas y un solo revólver. El otro lo sujetaba Yuri. Lo miraba taciturno, casi somnoliento, encima de la mesa.

 Era de noche, pero seguían escuchándose tiros y gritos de forma esporádica dentro del campamento ruso. Yuri me miró y suspiró.

-Otra derrota más. Ya he perdido la cuenta de las veces que los alemanes nos han aplastado. Esto se nos está yendo de las manos.-Dijo rompiendo el silencio.
-Sí. Tienes razón. Nuestras tropas apenas pueden hacer algo contra los alemanes, y cada día que pasa es un día más que están desmoralizados. Un día más de sufrimiento, hambre y frío para ellos. Creo que hicimos mal en meternos en esta guerra.

Escuchamos una explosión bastante lejana. La paupérrima luz que procedía de una vela situada en uno de los picos de la mesa titiló durante unos efímeros segundos. Yuri y yo miramos por la apertura de la tienda. No parecían haber sido nuestros soldados. Tampoco parecía haber ocurrido cerca de nuestras trincheras, porque dentro del campamento no se le dio mucha importancia, aunque todos preguntaban qué había sido aquel estruendo.

Yuri y yo nos miramos. Coloqué los dos brazos sobre la mesa y fui yo quien suspiró esta vez. Yuri negaba con la cabeza en repetidas ocasiones. Le vi abrir el revolver y comenzar a sacar balas del tambor. Sacó cinco de seis.

-¿Qué haces?-Le pregunté.
-Voy a recuperar mi honra.-Me contestó.
-¿Haciendo qué?

Yuri me observó. Cerró el revolver y prosiguió su diálogo con una voz dolorida.

-Se lo he visto hacer a numerosos cargos del ejército durante las derrotas que hemos tenido. Cogen un revólver y dejan dentro una bala. Le dan un golpe al tambor para que ruede un poco y, cuando se para, deben apuntarse a la sien y disparar. Si no hay bala, no ocurre nada y la pistola pasa al otro hombre que debe realizar el mismo gesto hasta que uno de los dos dé con la bala y muera. Puedes hacer dos cosas durante tu propio turno: apuntar y disparar a tu acompañante, o dispararte tú. En el caso de que decidas dispararle, tienes que dispararte tú después en tu mismo turno. ¿Me has entendido?
-Sí, te he entendido.-Contesté temiéndome lo peor.
-Lo llaman el "juego de la ruleta".
-Curioso juego, ¿no crees? Acabando con la vida de las personas.
-Nosotros también matamos personas en la guerra. Últimamente tengo la certeza de que todo es un juego. Un juego del destino que se dedica a burlarse de nosotros, y yo estoy cansado de que el destino se burle de mí.
-En un juego la gente gana algo, Yuri, ¿cómo puedes llamar a eso juego? ¿Cómo puedes llamar juego a la guerra?
-En la guerra hay victorias y derrotas, ¿se te ha olvidado? Hay vencedores y vencidos, como en todo juego. Aquí también salimos ganando, Mijaíl, aquí también.-Le miré sin comprender a dónde quería llegar.-El que no libere la muerte, tendrá el premio de la vida. En tal caso, el que pierda, verá limpiada su honra, o, como mínimo, no será pisoteada más. El otro puede hacerse con los bienes del que muera, y viendo la escasez de armas será un lujo, por parte del que sobreviva, tener dos escopetas, dos puñales, dos pistolas y el doble munición. Mijaíl, ganamos los dos, tanto el que muere como el que vive, ¿no lo ves?

Negué con la cabeza. No quería escuchar sus palabras. Aquello no podía estar pasando. Yuri me miró esperando una respuesta de mis propios labios. Me observaba como un lobo a su presa malherida esperando rematarla hincando sus dientes en la débil carne del moribundo. Pero yo me negaba.

-No, Yuri, no jugaremos. Guarda eso y vamos a dormir, mañana será otro día.
-¿Qué mañana, Mijaíl? ¿Qué mañana?-gritó estallando en ira, golpeando la mesa con la mano que tenía libre. La luz volvió a temblar de nuevo ante los puñetazos de Yuri. Parecía que ella también le tenía miedo.-¡Para nosotros ya no hay mañana! ¡Mira a tu alrededor! ¡No hay nada! ¡Nada! ¿Me oyes? ¡Nada! ¡La guerra está perdida! ¡Un día moriremos, tal vez a las puertas de la mismísima Moscú con dos tiros en la cabeza, pero moriremos! ¡Seremos pasto de los gusanos! ¡No tenemos mañana! ¡La guerra nos consumirá! ¡El campo de batalla será nuestra maldita tumba! ¿Quieres morir así? ¿Eh? ¿Como un perro tirado en el barro? ¿Como los animales? ¿Quieres eso, o morir como un hombre?-Su voz sonaba ahora más apagada, pero un frío sudor, y un temblor, recorrían la mano en la que sostenía el arma. Me miraba de forma inquisitorial. Me tendió la pistola esperando a que la cogiese.-Acabemos con esto, Mijaíl.-dijo con más tranquilidad.-Acabemos con esto, y el que gane, que prosiga su vida.

Suspiré. Tenía razón. Para nosotros no existía un mañana, y si lo había, no estaba carente de vergüenza, como si llevásemos la palabra "derrota" escrita con sangre en nuestra frente. Cogí el arma con ambas manos y la miré. No quería morir, pero tampoco quería la vida que llevaba. No quería que me señalasen como a un cobarde inútil y humillado. No quería que me recordasen por haber conducido a la derrota y la muerte a un pelotón de hombres inocentes. Tal vez por eso decidí jugar.

Temblando, puse el cañón sobre mi sien. Volví a mirar a Yuri. Puede que esa fuera la última vez que le viese. Cerré los ojos. Apreté el gatillo sigilosamente retrasando, todo lo que podía, el momento final. Se escuchó un chasquido. Nada. Suspiré aliviado y tendí el revólver a mi contrincante. Éste realizó los mismos gestos que yo. A pesar de todo, adiviné en su fría mirada azul que él tampoco deseaba abandonar este mundo. Apretó el gatillo. Nada. Seguía con vida...

Cerré los ojos. El sudor empapaba mi frente. Ambos habíamos superado el primer asalto, pero cuanto más pasaba el tiempo, más me pesaba el arma, y más se reducían nuestras posibilidades de vivir. Apunté con el cañón a mi sien de nuevo. Deseé con todo mi corazón que no estuviera la bala alojada en la recámara para el nuevo disparo. Apreté el gatillo. Nada. Respiré con alivio y le pasé la pistola a Yuri. La aceptó y no se mostró tan vacilante esta vez. Incluso me miraba con una sonrisa. Apretó el gatillo y... nada. Me tocaba a mí de nuevo...

Los nervios invadieron cada centímetro de mi cuerpo. El tiempo que pasó hasta que me volví a colocar el cañón de la pistola sobre mi cabeza me resultó eterno. Tras ello, me mostré bloqueado. No sabía que hacer. El miedo atenazaba mis músculos y provocaba convulsiones en todo mi ser. Miré a Yuri. Parecía impacientarse. El tiempo se había ralentizado para mí. Miré la tienda, otra vez. La propia lentitud con la que mi mente procesaba la imagen de los objetos me causaba mareos y vértigo. La tienda me pareció enorme en aquel momento. Observé a Yuri de nuevo. Parecía estar gritándome algo que no entendía. Golpeaba la mesa insistentemente con ambas manos mientras me miraba con odio. No escuchaba lo que decía. No existía el sonido para mí en aquel instante.

-¡Haz lo que tengas que hacer! ¡Hazlo ya, maldita sea! ¡Vamos! ¡Hazlo! ¡Te estoy diciendo que lo hagas! ¡Hazlo!

Mi muñeca se giró y el cañón se encontraba ahora apuntando a la cabeza de Yuri. Este contuvo la respiración. Le miré aún mareado. Mi dedo índice se deslizaba por el gatillo, echándolo cada vez más hacia atrás, cada vez más, cada vez más...

Se escuchó un chasquido. El humo salía del cañón del revólver. Yuri estaba tendido boca arriba. La bala le había perforado el lóbulo frontal. Su silla estaba tirada en el suelo. Yo estaba de pié. No recordaba en ningún momento haber hecho tal acción, pero ésa era la postura que tenía ahora. La luz se apagó. Caí rendido sobre la silla respirando con suma dificultad. Estaba vivo, como quería, pero me faltaba el aire. Miré el revólver. Yo podría haber sido el cadáver, pero la suerte, el destino, caprichoso, había querido que Yuri ocupase mi lugar. Arrojé el revólver al suelo y coloqué la cabeza sobre los brazos encima de la mesa ocultando mi rostro.

En Yuri no había un ápice de odio ni de ira. No. No había expresión en su rostro. La sangre emborrizaba su cara, pero sus ojos, aún abiertos, no irradiaban sentimiento alguno. Supuse que eso era así porque era lo que él deseaba desde un primer momento. Morir. Morir para evitar caer en la humillación. Para evitar que lo señalasen con el dedo y escupieran sobre su persona palabras como vergüenza o derrota. Y yo seguía vivo. Allí. Observando a Yuri. A un Yuri sin vida. Una vida que yo le había arrebatado con su propio revólver.

Suspiré. Yuri tenía razón. Aquello era un juego con vencedores y vencidos, y el destino, el cruel destino, se reía de nosotros una y otra vez. La vida era un juego de muerte, y Yuri había perdido la partida.

viernes, 10 de agosto de 2012

Una última llamada

Intentaba verla tras la ventana de su cuarto en aquella mañana gris de otoño. El frío atenazaba mis músculos y calaba mis huesos traspasando mi chaqueta marrón de cuero raída por el tiempo. A mis pies, descansaba Colmillo Blanco, un husky siberiano que había encontrado hace tiempo en la calle metido en una cajita de cartón. Recuerdo que le puse así porque estaba leyéndome "Colmillo Blanco", una novela del célebre escritor Jack London cuyo protagonista era un lobo que se llamaba igual que el título del libro. Si hubiera sido hembra, le habría puesto Kiche, como la madre de Colmillo. Estaba jugueteando con una mochila despintada, de mis tiempos en el instituto. 

Pasaron las horas hasta que vi una figura femenina andar delante de la ventana que vigilaba. Era ella. La persona a la que esperaba ver. Suspiré, me armé de valor y me dirigí hacia una cabina telefónica que había justo delante de la puerta de su casa. Desde allí también se veía su ventana. Eché algunas monedas y comencé a presionar los números de su móvil. Me los sabía de memoria de la cantidad de noches que había pasado mirando aquellas cifras sin aparente coherencia entre ellas, pero de un gran significado para mí. El teléfono comenzó a emitir pitidos. Estaba comunicando. Observé por la ventana y la vi cogiendo su móvil, un Nokia blanco. Miró con cara rara el número. Suspiré y me mordí el labio inferior deseando que no pasara de él, que lo cogiera... pero en vez de eso, bajó el móvil y miró al techo. Miré hacia el suelo exhalando todo el aire que había en mis pulmones mientras dirigía el teléfono hacia la cavidad de la que lo había extraído. Estaba abatido. Cerré los ojos intentando pensar que no estaba allí y que eso no había ocurrido. Casi había colgado cuando escuché una voz femenina al otro lado del teléfono. Elevé rápidamente la mirada y mis ojos se dirigieron hacia la ventana donde estaba ella. Había cogido el móvil. Estaba sentada encima de su cama, como solía colocarse cuando la llamaban. 

-¿Sí? ¿Quién es?

No podía responder. Me había quedado sin habla. Todo lo que le tenía que decir se había evaporado en el aire. Colmillo Blanco me dedicó una mirada tranquilizadora desde el suelo, pero de poco me sirvió. Mis labios no se separaban más que para tomar aire por la boca y no eran capaces de articular palabra.

-¿Hola? ¿Hay alguien ahí? 

Tenía tantas cosas que decirle que no sabía por donde empezar. Se me trababa la lengua, las ideas se negaba a ordenarse, los pensamientos se escapaban... no era capaz de decir nada.

-¿Hola? ¿Hola? ¿Sí?

Seguí mirando por su ventana. Se despegó el móvil de su oreja y miró la pantalla extrañada. Colgó. Un pitido nuevo salió del auricular del teléfono. Ella depositó con cuidado su móvil sobre la cama. Se dirigió hacia el armario y cogió ropa. Acto seguido, salió de su habitación para cambiarse. 

Suspiré. Agarré mi mochila y le hice un gesto a Colmillo Blanco. Éste se levantó con agilidad y caminó tras de mí casi sin despegarse. El olía mi decepción y mi nostalgia, mi amargura y mi soledad, mi tristeza y mi angustia... pero se negaba a irse de mi lado. Siempre había sido un perro muy bueno y fiel, y se lo agradecía. Suya era la mejor compañía en tiempos como éste. Era un alma pacífica y tranquila. Cada vez que me había echo falta alguien para que me escuchase, él estaba ahí, y sus lametones, a menudo, eran mejores que cualquier consejo, consuelo o abrazo de muchas personas con las que me había cruzado. Me quería más que a mucha gente a las que consideraba amigas Yo también le quería. Lo cierto es que teníamos una conexión especial.

Caminamos hacia un banco que había al otro lado de la calle, dentro de una especie de parquecito con muchos árboles, repleto de columpios para los niños pequeños que jugaban alegres desde muy temprano mientras sus padres, con caras largas y de somnolencia, los vigilaban de los peligros que pudieran acecharles. 

La gente me miraba mal. La verdad, es que no era para menos. Tenía una ropa similar a la de un vagabundo, y a ello había que sumarle un pelo sin peinar y semilargo, y una barba de diez días sin afeitar y desigual. No me importaba, la verdad, a pesar de vivir en un mundo lleno de apariencias. Ella salió de su piso con una sudadera negra con capucha y el pelo recogido en una coleta. Dobló la esquina de su calle y no la volví a ver.

No sé cuánto tiempo pasé allí, mirando su piso, admirando su ventana, sólo sé que, cuando elevé la mirada, el sol estaba ocultándose y con una intensa tonalidad naranja y Colmillo Blanco jugueteaba, tumbado en el suelo, con una hoja marrón que había caído recientemente de un árbol... y ella estaba entrando en su casa. La observé por última vez en la ventana. Suspiré. Miré a Colmillo, quien también me dedicó una mirada, y no pude por menos que sonreír. Acaricié su cabeza mientras él movía las orejas como gesto de aprobación y placer. 

Me levanté y cogí la mochila para colgármela del hombro derecho. Colmillo Blanco se quedó observando mis movimientos desde el suelo con gesto vigilante. 

-Ven, Colmillo. Nos vamos. Tenemos que hacer un viaje muy largo. 

Colmillo se levantó de un salto y caminó a mi izquierda. 

Nos dirigíamos hacia el horizonte, donde el sol había comenzado a ocultarse ya de nuestra vista. Cuando estábamos ya alejados decidí volverme para mirar su ventana por última vez. La luz estaba encendida. No conseguía verla, pero sabía que estaba allí. 

Ya no tenía nada que hacer en aquel lugar. Mi tiempo allí se había acabado. Continué andando. No sabía adónde iba. La verdad es que tampoco me importaba. Sólo sabía que teníamos que hacer un viaje largo. Muy largo. Sin fin. Siempre dirigiéndome hacia el horizonte, por donde el sol nace y el sol muere. Y Colmillo Blanco lo sabía, pero ahí continuaba. Al lado mía.