martes, 1 de enero de 2013

La danza de los lobos

Se había hecho de noche. Selene había iniciado su viaje por el cielo, con un carro plateado tirado por bueyes sustituyendo a su hermano Helios que ya había terminado su habitual recorrido.

 Hacía frío. Mucho frío. Las nevadas de los días anteriores al 31 de diciembre habían dejado temperaturas glaciares. Las cumbres de las montañas lucían nevadas, el suelo estaba completamente blanco, y los ríos arrastraban un caudal cristalino abundante propio de las frías noches invernales. 

James miraba por la ventana. Sus hijos jugueteaban frente a una chimenea encendida cuyo fuego comenzaba a morir. No había más leña dentro de la casa. Tendría que salir a por madera para no morir congelados allí dentro. Se aproximó a la entrada de la puerta y cogió un hacha enorme aunque gastada por el tiempo. Sus hijos se aproximaron a él y le dieron sendos y sonoros besos en la mejilla. Su esposa, sonriendo, se acercó a él mientras limpiaba sus manos llenas de carne de pavo sobre el delantal. Había estado preparando la cena. Lo abrazó y le propinó un tierno beso en sus labios carnosos. Sus ojos se cruzaron.-Vuelve pronto, el año acabará enseguida.-Dijo ella.-Tranquila.-Añadió él.-Sólo cortaré un poco de leña en el bosque, creo que en media hora o así estaré ya aquí.-Ambos volvieron a sonreír con ternura y se besaron de nuevo. James abrió la puerta y se marchó.

Aquel hombre llegó al linde del bosque. Tras él, se alzaban, majestuosas, las cimas de las montañas completamente blancas. Sus piernas se hundían casi hasta la rodilla en la nieve. Tiritaba de frío. Lo único que tenía para darse calor era un abrigo grueso y marrón claro y el vaho que su boca despedía en aquella noche helada. En la lontananza, un lobo aulló rompiendo el silencio nocturno, elevando sus quejidos hasta la propia Luna que miraba, impasible, desde sus negros dominios, más allá de la bóveda celeste. Parecía tener hambre, pues, el bramido desgarrado, a pesar de la lejanía, se oía débil, casi moribundo. James no le dio importancia y se aproximó al primer abeto que vio bueno para sus propósitos y comenzó a hundir el hierro del hacha en el tronco del árbol. Los quejidos de aquellos perros salvajes comenzaba a multiplicarse, pero aún sonaban lejanos. Demasiado lejanos como para levantar cualquier sospecha de un ataque. 

James miró al cielo. Había varios trozos de madera repartidos sobre la nieve. Con eso sería suficiente para pasar lo que quedaba de noche. Al día siguiente volvería a por más, y se aseguraría de llenar el almacén de madera de nuevo para evitar cosas como la de esa noche. Miró hacia su casa. Aún salía humo de la chimenea. Sonrió y cogió los trozos de leña con sus dos fornidos brazos y colocó el hacha sobre estos. Mientras tanto, tras las sombras, unos ojos amarillos lo espiaban. Unas fauces de colmillos afilados emitían leves gruñidos tras los árboles mientras observaban a su presa que permanecía tranquila y ajena a cualquier peligro. Pasaban su lengua larga por entre sus dientes. Se relamían ante el distraído manjar que tenían delante. 

James comenzó a andar hacia casa cuando escuchó tras de sí un rugido que llamó su atención. Se giró rápidamente y allí observó una comitiva numerosa de lobos grises que lo miraban con gula. Comprendió de inmediato que él sería su cena. Arrojó los pedazos de madera hacia el suelo nevado y blandió el hacha por el mango agarrándola reciamente. Un nuevo quejido salió de entre los árboles, detrás de los lobos, y de ellos salió un hermoso ejemplar de pelaje blanco y ojos oscuros, de porte noble y de una mirada tan helada que congelaría al propio fuego. La frialdad de sus ojos sólo podían compararse a los glaciales antárticos, y sus colmillos, sus afilados colmillos, eran similares a dagas de marfil. Se paseó entre los lobos y quedó delante del aterrorizado James. Aquella bestia también expulsaba vaho de su hocico a la par que su garganta gruñía con fuerza. Se relamía mostrando su sonrisa maléfica e inquietante. Entonces, y sin previo aviso, el animal blanco, junto con el resto, comenzó a dar vueltas alrededor de su víctima atemorizada. James comenzó a ponerse muy nervioso. Mirase hacia donde mirase había lobos cortando su camino, observándole, calculando sus ataques y la situación en la que estaban. Eran perfectos cazadores que danzaban alrededor de James en plena armonía, como si fuera una coreografía. Ninguno alteraba su ritmo. Ninguno alteraba su monótono recorrido alrededor de su trofeo. Cada vez que James se movía, uno de los animales gruñía y le enseñaba las fauces. 

James perdió la noción del tiempo mientras, con su hacha, señalaba, amenazante hacia sus cazadores. Debía ser más de la medianoche. Su familia ya habría celebrado el fin de año sin él. En estos pensamientos estaba cuando su visión se cruzó con la del lobo blanco, visiblemente más grande que el resto de sus acompañantes. Éste lanzó un aullido y James sintió un profundo dolor a su espalda. Gritó y, con violencia, agarró a uno de los animales que se había enganchado a su espalda y lo lanzó contra el suelo. Su espalda comenzó a manar sangre que caía, caliente sobre la nieve. Varios arañazos y zarpazos eran ahora visibles en su cuerpo. Su pecho subía y bajaba con violencia. El dolor se apoderaba de sus músculos. La cacería había comenzado. La danza se había convertido ahora en una tormenta de saltos, bocados, gruñidos y heridas  para ambos contrincantes. James, la víctima, se negaba a ceder, pero el hambre de los lobos y la promesa de llenar sus estómagos era más fuerte que la esperanza de supervivencia de su presa moribunda. Un lobo gris corrió hacia él de frente y James se preparó para asestarle el golpe fatal con el hacha, pero, de imprevisto, el lobo giró hacia su izquierda y, por la derecha, otro de aquellos inteligentes animales saltó hacia la mano de James y le propinó un fuerte mordisco. El hacha cayó al lado de éste y su mano comenzó a sangrar. Se apretó el miembro afectado con fuerza para aliviar su creciente dolor. Los lobos estaban inmóviles. Sonreían. James dirigió su vista al suelo y comprendió que estaba perdido, aquel sería su final. No podía volver a coger el hacha. No podía bajar sus defensas y exponer sus heridas mortales. Sólo podía correr. Llenó de aire sus pulmones y lanzó un puntapié al primer lobo que vio y comenzó su huida. El lobo gimió de dolor, pero sus compañeros comenzaron una persecución contra su agresor. Se habían separado en dos grupos que corrían a ambos lados de su caza sin atreverse a atacar. James no entendía por qué.

Conforme pasaba el tiempo notó que los lobos aminoraban su marcha y volvieron a formar un solo grupo detrás de él. James vio su casa. Estaba cerca. Sus esperanzas aumentaron. Un esfuerzo más y estaría en casa pero... ¿dónde estaba el lobo blanco? ¿Dónde se había metido? Tras él sólo quedaban los ejemplares grises que continuaban mostrando sus dientes. James negó con la cabeza.-No pienses en eso. Tienes tu casa delante. Ya da igual. Se habrá quedado rezagado.-Pensó. 

Quedaban menos de veinte metros para llegar a su morada. Sonreía. Ya casi estaba... pero algo le hizo precipitarse hacia el suelo de espalda. La nieve helada se coló entre las heridas abiertas de su espalda y sintió un gran escozor. Abrió los ojos y el miedo se apoderó de su rostro. Allí delante estaba el lobo blanco, hundiendo sus garras en el pecho de James. Sus ojos centellearon y sus enormes fauces desgarraron el cuello de su presa. James no podía gritar ya. Sintió una fuerte presión sobre sus brazos y piernas y vio que el resto de lobos ya estaba festejando su festín comiéndose su carne cuando aún estaba vivo. Aquello era espantoso.

Ana se impacientaba. James aún no había vuelto y hacía más de dos horas que se había marchado a por leña. Dentro de la casa comenzaba a hacer frío y la fiel esposa decidió salir a buscar a su marido. Repitió el mismo proceso que su esposo había realizado a la hora de marcharse y observó, a menos de veinte metros de su casa un bulto gigante. Se aproximó hacia aquella masa fofa y no pudo, por menos, que contener sus lágrimas.-¡James!-Gritó mientras abrazaba a su inerte marido. Su rostro se llenó de la sangre procedente del pecho de su cónyuge. Tenía heridas en los brazos, en las piernas, en la garganta... todo su cuerpo estaba lleno de dentelladas. Ana se lamentaba de lo sucedido mientras lloraba sobre el cuerpo de su compañero cuando detrás de ella escuchó un gruñido. Se giró y contempló una manada de lobos grises presididas por un enorme lobo blanco. Sus hocicos estaban rojos. Entonces, sin previo aviso, comenzaron a andar en círculos alrededor suya. Sólo Selene era testigo de aquel baile macabro.

2 comentarios: