jueves, 14 de marzo de 2013

Charcos


Me gusta mirar en los charcos porque me parecen el reflejo de un mundo paralelo al de aquí. Allí todo cambia. Lo pequeño parece grande, lo lejano está más cercano, lo claro se vuelve más oscuro, lo secundario allí es único.

Cuando miras en él, a través de él, la realidad parece cambiar, y las verdades pasan a ser mentiras. Sólo tiene cabida la nostalgia de los recuerdos, la contradicción de un universo lleno de posibilidades y de sueños rotos que jamás podrán ya cumplirse.

Allí me veo reflejado. Te veo reflejada, dulce tormento, y converso contigo como si te tuviera delante de mí. Explícame, ¿por qué otro y no yo? Aún tengo la esperanza de oír una contestación de tus labios, pero tu rostro permanece inmutable. Dime, ¿en qué falle? Pero hoy decides parpadear y sonreír. Permaneces muda ante mis preguntas. Háblame, ¿qué hice mal? Ni si quiera hallo la respuesta en tus ojos opacos. No eres más que un fantasma del pasado incapaz de articular alguna palabra que alivie mi incertidumbre… Pero eres tan hermosa que la sola alusión de tus rasgos basta para alegrarme, para evocar los recuerdos más felices que he vivido contigo, junto a ti. Bella herida abierta… no te vas nunca de mi memoria. Te tengo siempre presente. Tal vez por eso te veo ahí reflejada. Tal vez es eso lo que quiero, que no te vayas nunca, que no me abandones jamás, pero no eres más que un espíritu, un aura incorpórea e intangible.

Todo es de una ilusión casi ofensiva, demasiado vano para ser verdadero, demasiado real para ser ficción, pero todo está impregnado de una esencia nostálgica que me resulta incluso irrespetuosa con el ayer. Y creo que se debe a que me parece un mañana, pero sé que no son más que reminiscencias de un tiempo pretérito que ya no volverá.

Me gusta mirar en los charcos, a través de los charcos, porque te veo, nos veo juntos, pero tantas esperanzas tan malévolamente auto infundadas hacen verdaderos estragos en cualquier corazón.

Me gusta mirar en los charcos, a través de los charcos porque desviando la vista se apaga una creación efímera que ya nunca volverá porque, realmente, nunca existió más que en el interior de cualquier conciencia, inducida por la esquizofrenia de un suceso ficticio aún latente en el presente, siempre vivo, siempre muerto… siempre agonizante, eterno, con un principio inexistente, con un final inventado.

Me gusta mirar en los charcos, a través de los charcos porque te veo, pero, ¿a quién quiero engañar? No me hacen falta gotas agua de lluvia acumuladas para pensarte porque siempre te tengo presente. Me gusta mirarte en los charcos, porque igual que el llanto de Dios; te evaporas y es como si nunca hubieras existido, pero dentro de mí, algo sabe que estás ahí, que siempre estuviste ahí, y que algún día volverás a tomar forma, como los pensamientos en los que te deseo. Como los charcos en los que te miro.

sábado, 2 de marzo de 2013

Habitación 134

Bruno estaba sentado sobre la silla de aquella lujosa habitación de un hotel de San Francisco. Llevaba una camisa blanca remangada, una corbata ancha roja, y un chaleco clásico negro, igual que los pantalones. Su pelo azabache y corto estaba repeinado hacia un lado, y sus ojos castaños oscuros estaban posados y absortos sobre un vaso de whisky que sujetaba con la mano derecha y que estaba apoyado sobre la mesa. No había iluminación mayor que las luces que procedían de las calles. Todo allí estaba en la más completa oscuridad y el más absoluto de los silencios. Fuera sólo se escuchaban coches. Ni si quiera el triste graznido de un ave. Aquella atmósfera le deprimía.

Suspiró y se levantó, no sin antes beber un largo trago de su vaso. Se paseó por la habitación dando vueltas  en círculos buscando algo con lo que entretenerse. Algo con lo que hacer desaparecer esa extraña tensión que le sobrecogía y que le oprimía el pecho. Necesitaba distraerse.

Reconoció en la penumbra una especie de tocadiscos sobre un pequeño escritorio caoba. Esparcidos a su alrededor había varios discos en vinilo de música jazz y blues. Se aproximó a ellos y comenzó a leer y observar sus nombres detenidamente: King Oliver, Eddie Condon, Duke Ellington… Los conocía a todos. Había tenido el placer y el privilegio de saborear su música en varias ocasiones. Alzó el brazo y acabó de beberse el último trago de whisky que quedaba. Ojeó de nuevo los discos y escogió uno de Louis Armstrong que colocó habilidosamente sobre el tocadiscos haciéndolo girar. Situó la punta del tocadiscos sobre el vinilo y se dirigió a la mesa en la que había estado bebiendo anteriormente. Agarró con fuerza una botella de contenido marrón y lo vertió cuidadosamente sobre su vaso cuidando de que no se cayera una sola gota fuera del recipiente. La música comenzó a sonar. Era un blues precioso. Lo había oído multitud de veces en pubs y bares de New York y Chicago. Depositó la botella de nuevo sobre la mesa y bebió un trago largo. Suspiró. y caminó hacia la ventana.

Esta vez el vaso recaía sobre su mano izquierda. La mano derecha estaba apoyada en el dintel de la ventana. Observó la ciudad. Era de noche, pero la ciudad no parecía dormir. Desde allí podía ver el Golden Gate Bridge, construido hacía poco tiempo, iluminado por las farolas y las luces que emanaban de los edificios. La ciudad bullía de vida aún en horas de somnolencia. Bebió contemplando ese hermoso paisaje urbano.

Notó unos brazos cálidos y húmedos envolviéndole la cintura. Sintió después unos labios recorriendo su cuello y miró de reojo hacia atrás. Era Giovannona, su amante. Tenía puesta una bata blanca de terciopelo que parecía ser cara. Sus ojos verdes centelleaban en la oscuridad como si fueran los de un gato callejero y su pelo castaño y mojado caía con sensualidad por sus hombros. Acababa de salir de la ducha.

-¿Ya has acabado de ducharte?-Preguntó Bruno.
-Sí. Ya he terminado.-Contestó. Paseó su dedo índice por el cuello de aquel fornido hombre y éste pareció no sentirse a gusto. Apartó su mirada de la calle e ignorando a Giovannona camino hacia el centro de la habitación. La puerta del cuarto de baño estaba abierta y Bruno miró al suelo mientras bebía un breve trago de su bebida.
-¿Qué te pasa?-Preguntó Giovannona.-Estás distante hoy.

-No me pasa nada.-Contestó Bruno de forma áspera. Sintió después las manos de su amante posadas sobre sus caderas y notó cómo el corazón se el aceleraba.-Para… por favor…
-¿Ya no me encuentras atractiva? ¿Es eso, Bruno?-Aquella hermosa mujer se encontraba ahora susurrando a su oído.
-No, no es eso, Giovannona.
-¿Entonces?
-No sé explicarte lo que me pasa exactamente.-Dijo mirando su vaso.
-Será que has bebido demasiado.
-Será… será... el alcohol nubla la mente del hombre.

La mujer masajeo suavemente los hombros de su amante mientras éste notaba cómo sus músculos se desataban y se relajaban poco a poco. Giovannona siempre había sido sinónimo de felicidad y alegría para él, pero aquella noche era distinta a todas las demás sin duda alguna. Sin previo aviso, sus manos dejaron de tocar los hombros de Bruno y ésta se encaminó a una cama totalmente desecha. Conforme avanzaba dejó caer la bata al suelo. Bruno se giró y contempló su cuerpo desnudo mientras ella se tumbaba en la cama. Sonrió mientras daba un nuevo trago de whisky. Conocía todas y cada una de las sensuales curvas de su bella anatomía. Todas y cada una de sus debilidades. Giovannona también conocía las suyas.

-Tendré que irme a dormir. Ya veo que hoy no estás por la labor de complacer a una dama.-Giovannona sonrió. Las sábanas cubrieron su cuerpo hasta la altura de su pecho y le dio la espalda a Bruno. Escuchó los andares del hombre que se aproximaba a ella lentamente. Sintió sus labios sobre su cuello y ésta se giró para besar suavemente su boca y acariciar su pelo. El corazón parecía que iba a estallarle en el pecho. Tenía el pulso acelerado.

-Voy al baño un momento si me disculpas.-Un último beso cayó por la garganta de Bruno mientras su amante miraba cómo se adentraba en el servicio aún con el vaso a medio acabar en su mano. El blues seguía oyéndose de fondo.

Bruno encendió las luces del servicio y se miró al espejo. No entendía cómo ni por qué había llegado a ese extremo. No sabía siquiera cómo había llegado allí. No se acordaba de casi nada. No se reconocía a sí mismo. Besar a Giovannona, a su Giovannona ayer habría sido motivo de júbilo donde hoy apenas quedaba una pasión gélida de un amor prohibido. Seguramente se debería a la propia naturaleza de su visita. Bebió un trago de whisky para envalentonarse y volvió a contemplar su reflejo. No veía vida en su rostro ojeroso. Apoyó ambas manos sobre el borde del lavabo y agachó su cabeza abatido, buscando una respuesta a todo aquello.- ¿Cómo he llegado a esto?-Se preguntaba. No entendía el origen de su nerviosismo. Había hecho aquello decenas de veces. Tal vez sería porque, lo que iba a hacer ahora, se lo iba a hacer a una persona que de verdad le amaba. Una persona que, para él, había tenido una importancia capital en su vida, había sido su punto de inflexión, su antes y su después. Sus ojos se posaron en el reflejo de su cara demacrada. Suspiró y bebió lo que quedaba de whisky en su vaso en dos sendos y largos y tragos. Dejó el vaso con fuerza sobre el lavabo y, metiéndose una mano en el bolsillo derecho de su pantalón salió del cuarto de baño.

Giovannona le miraba impaciente sentada sobre la cama.

-Has tardado mucho, ¿no crees?
-Demasiado poco, créeme. Demasiado poco.-Contestó con tono melancólico.  

Giovannona dirigió su vista hacia la mano derecha de su amante. Sujetaba una pistola Star de 7,65 milímetros.

-Ahora lo entiendo todo.-Dijo levantándose de la cama y poniéndose la bata de nuevo.- ¿Quién lo manda?
-Don Alessandro Cavaglieri.
-Entiendo.-Contestó agachando la cabeza.
-No deberías haber jugado con quien no debías, Giovannona. Tal vez las cosas hoy serían distintas.-La voz de Bruno se volvió más trágica y triste.
-Tal vez, Bruno, tal vez.-Giovannona se aproximó a él y le miró a los ojos mientras sonreía.
-Perdóname.
-Estás perdonado, amor mío. La culpa es mía. Como tú dices, no debí haber jugado con quien no debía. Si aún me quieres, acabemos con esto.

Giovannona agarró suavemente la cabeza de Bruno y comenzó a besar a su asesino tiernamente en los labios. Disfrutaba de su último beso. Bruno no se atrevió a pararla. Tampoco sintió la necesidad. Ése sería el último beso que daría a la persona que más adoraba en el mundo. Mientras aún andaban fundidos en el beso, Bruno elevó su mano derecha y puso el cañón de su pistola cerca de la sien de Giovannona. Mientras la acariciaba y su corazón ardía de lujuria, contó hasta tres en silencio y apretó el gatillo. Giovannona cayó al suelo totalmente fulminada. Su arma humeaba. Todo había acabado. De la sien de su amante corría un líquido rojo que se mezclaba con su pelo y caía al suelo manchando la habitación con su sangre. El blues había acabado. Aún muerta en medio de la habitación permanecía hermosa como una noche parisina.

Bruno se puso su chaqueta negra, colocó su sombrero sobre su cabeza, y se vistió con su gabardina gris oscuro. Antes de salir le dedicó una última mirada al único amor que había tenido en la vida.

-Hasta siempre, Giovannona.

Bruno cerró la puerta de la habitación 134. Un camarero se aproximó hacía la habitación portando varios platos de comida y una copa sobre una bandeja plateada. Cuando se dispuso a abrir la puerta, Bruno le paró interponiendo su brazo entre la puerta y el individuo trajeado.

-¿Es para la señorita Della Victoria?
-Sí, me ha pedido que le trajera la cena tarde y a su habitación, señor.
-Lamento importunarle, buen hombre, pero la señorita Giovannona Della Victoria se encontraba indispuesta y me ha pedido que le diga que cancele su cena. Ha decidido acostarse. Tenía un fuerte dolor de cabeza. Puede marcharse.
-Vaya…Gracias por avisarme, señor. Buenas noches.
-A usted.-Dijo elevando un poco su sombrero en señal de agradecimiento.

El camarero dio la media vuelta y desapareció por una de las esquinas del pasillo. Bruno bajó las escaleras con tranquilidad y salió a la puerta de aquel hotel, cerca del Golden Gate Bridge en la bulliciosa ciudad de San Francisco. Ya en la calle sacó un puro de su gabardina y lo encendió con una cerilla que traía en una cajita en su bolsillo izquierdo. Aspiró la primera bocanada de humo sin disfrutarla. Ya no tenía a Giovannona a su lado para disfrutar del aroma de su puro. Dirigió un último vistazo a la ventana que daba a la habitación 134. Suspiró y su corazón se llenó de dolor. Había perdido lo que más amaba en el mundo. Para siempre. La había matado con sus propias manos por capricho de don Cavaglieri porque había desobedecido y deshonrado a la familia. Con esos pensamientos y un hondo sentimiento de culpa se hundió en la oscuridad de las calles de San Francisco mientras fumaba y deseaba no haber nacido para presenciar aquella tragedia.-Giovannona.-Se repetía a sí mismo mientras negaba con la cabeza. Bruno agachó su cabeza y continuó andando sumido en el silencio de sus reflexiones mientras daba largas caladas a su puro pensando en qué haría ahora, en todo lo que dejaba atrás… en todo lo que había perdido.