jueves, 30 de enero de 2014

Elisa

Elisa se encaminaba con el pelotón de fusilamiento a la parte de atrás del cuartelillo de las afueras de Veritas cuatro meses después de ser apresada y dos y medio desde que comenzase aquella absurda guerra civil. En ningún momento se le había dicho por qué había sido apresada, y en ningún momento el juicio fue justo. En una guerra civil ningún juicio es justo. El día que la detuvieron cuatro hombres de negro entraron por la fuerza a su casa y la sacaron con violencia de la misma. Nunca más volvió a verla.

Elisa era periodista. Se dedicaba a sacar la verdad a veces jugándose la vida, y desde que la guerra había estallado jugarse la vida era similar a ganarse el pan de cada día, pero también entendió que el día que el conflicto comenzó la verdad dejó de tener sentido. Tal vez por eso la habían arrestado.

Aquella era la segunda vez que recorría aquel patio. La primera, el día que fue arrestada y la metieron en un calabozo. Nunca supo si en aquel lugar tan extraño había más gente. Nunca vio a nadie más que sus captores y a los guardias ataviados con su típica indumentaria militar, aunque suponía que, siendo el lugar que era y estando en la época que estaban, que hubiera más prisioneros allí sería lo más normal, y Elisa se preguntaba quiénes serían.

Aquella mañana hacía frío. No sabía si era porque estaban a mediados de diciembre o porque intuía su fatídico final o los dos a la vez. La situación era muy extraña, Elisa estaba acostumbrada a coquetear con la muerte a causa de su oficio, pero nunca la había visto así, tan cara a cara, tan de cerca, tan íntimamente como aquel día, porque ese día Elisa sabía que tenía una cita con la Parca donde tendría tiempo de intimar con ella todo el tiempo que quisiera, tendría toda la eternidad para ello. Todo era muy confuso en aquel amanecer.

Elisa pensaba que cuando se va a morir fusilada, el día podría ser todo lo radiante que quisiera, que el sol con su calor podría acariciar sus pálidas mejillas y brillar en lo más alto del cielo que la única tonalidad que existía para la víctima era el gris. O eso creía ella.

Una vez detrás del cuartel, Elisa vio una pared con manchas rojas que parecían recientes. Entonces supo que su existencia, su destino, acababa allí.

El pelotón de fusilamiento detuvo su marcha y ordenó a Elisa que colocara su espalda contra la pared. Cuatro hombres cogieron sus escopetas y la alzaron, apuntando al pecho de la joven mujer. El que parecía ser el militar de mayor rango se acercó a Elisa con una venda blanca y se la ofreció. Miraba al suelo avergonzado. Era un hombre joven y parecía no disfrutar con aquella situación.

-No la necesito.-Dijo Elisa mirando al hombre a los ojos. Eran marrones, como los suyos. El asintió y sólo alcanzó a susurrarle una pregunta mientras se marchaba dándole la espalda.
-¿Sabes por qué estás aquí?
-No
-Bien, porque yo tampoco.
El hombre se giró y encontró confusión en los ojos de Elisa, la misma confusión que había en los suyos. Él tampoco entendía por qué tenía que matar a alguien indefenso e inocente, simplemente seguía órdenes. Si no era él, sería otro, y entonces serían dos los asesinados ese día, Elisa porque sí y él por desobedecer una orden de un superior, pero aquello era una guerra, una guerra civil, una guerra que enfrentaba a familias enteras, a amigos de toda la vida, a padres contra hijos, a hermanos contra hermanos. Era horrible, pero era una guerra, lo extraño y lo horrible estaban a la orden del día.

Elisa pensaba en las palabras del soldado. La habían dejado pensativa, ¿a qué se refería exactamente? ¿A su destino final, o a su destino como soldado? Tal vez las dos opciones eran válidas porque también en la mirada limpia del hombre se vislumbraba un alma destrozada y llena de inseguridad.

-¿Y tú? ¿Por qué estás?-Preguntó Elisa.
-No lo sé.
-Pues yo tampoco.-Respondió Elisa con una media sonrisa. Estaban empatados, y sólo una cosa quedaba clara: ambos iban a perder aquel día. Y fue entonces cuando Elisa se dio cuenta de por qué estaba allí, de por qué estaban allí. El hombre alzó la mano por segunda vez y los soldados cargaron las armas. Elisa elevó la voz. Quería que la escucharan:

-¿Sabes por qué estamos aquí?-Consiguió atraer la atención del militar que la miraba con interés-Porque hay gente que tiene que solucionar con la fuerza lo que no han sabido solucionar con palabras. Estamos aquí por el capricho de unos pocos a los que no les hemos puesto barreras, de unas pocas voces intolerantes que no han conseguido ponerse de acuerdo porque para ellos era más importante el afán de revanchismo, la satisfacción de ver conseguidos sus deseos y sus metas personales, de haber favorecido sus intereses a costa de las ilusiones y las falsas promesas de bienestar común que no han sido cumplidas. Estamos aquí, tú tras un fusil, y yo delante de él porque nos han mentido.-Los soldados miraban a su líder de reojo que estaba a punto de bajar la mano y pronunciar la orden final, pero dejó a Elisa proseguir con su parlamento.-Nos han mentido, y nos hemos creído esa mentira. Vivimos en una época en la que el acto de decir la verdad se convierte en un acto revolucionario.-Elisa era consciente de que había parafraseado a Orwell.-Y la revolución, la verdad, en época de conflicto, se paga con la muerte porque la gente no quiere, la verdad, quiere la mentira, saber que viven bien en la mentira, matando por la mentira porque es lo que les han enseñado, en lo que creen. No hay palabras para una verdad, porque las palabras, la verdad, hoy, han sucumbido.-Elisa suspiró y una lágrima salió por sus ojos marrones conmoviendo a los hombres que tenía delante suya.-Lo que no han conseguido con argumentos, quieren conseguirlo ahora por la fuerza.-El mundo enmudeció. El tiempo parecía haberse parado en aquel instante para escuchar a Elisa.


El militar miró hacia el suelo y bajó la mano. No salió una sola palabra de su boca. Cuatro rugidos se escucharon detrás del cuartel aquella mañana. Nuevas manchas de sangre habían salpicado la parte de atrás del cuartelillo. La verdad había muerto. Y Elisa con ella.