El vaivén de las
olas choca contra las rocas, arranca la gravilla y se lleva la arena con su
espuma al fondo del mar. De la misma forma, el tiempo se lleva nuestros
problemas; de la misma manera, tenues reminiscencia de lo que fuimos van y
retornan; chocan y devoran pequeños pedazos de nuestra biografía que devuelven
y depositan en las cavidades arcillosas antes de retirarse. Así discurre todo.
Los charcos de las
hendiduras acabarán por ser absorbidos; los que no, se evaporarán, se irán con
el aire y nunca más volveremos a verlos.
Conforme se anda por
la orilla se va dejando un rastro. Si caminamos juntos es un solo el camino que
se forma al borde del mar. Si me detengo y observo las pisadas la violencia del
agua las va borrando poco a poco: al principio eran nítidas; luego tristes
huellas, y pasados unos segundos, ya no son nada. Es como si nunca hubieran
existido y la espuma se las hubiera tragado.
Al otro lado, lo que
la vista ofrece no es más esperanzador: bajo los nubarrones grises, nuestras
sendas se han bifurcado: mientras tú avanzas, yo continuo quieto. Las iracundas
olas ya empiezan a borrar tus pisadas y a mojar mis pies descalzos. A enfriar
el alma desnuda. Puedo continuar tras tus pasos, pero ya no serán nuestros
pasos. El agua seguirá deshaciendo tras de ti el mismo vestigio que yo iré
dejando y la brisa irá consumiendo; es la curiosa forma que tiene la eternidad
de decir que todo se ha acabado. Es la hermosa forma que tiene la infinitud del
mar, la inmensa e incomprensible infinitud del mar, de decir que a pesar de
todo, el mundo continúa y nuestro camino debe seguir aunque sea por separado. Y
de ello, el mar es el único testigo.
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