Los hombres de papel
nacen en una fábrica sin misión específica alguna. Solo escribirse; sin
embargo, algunos no llegan a garabatear una sola letra. Por suerte, son los
menos y muchos tienen una vida longeva, y muchas cosas que contar.
A pesar de que son de
papel, tienen conciencia y sentimientos, aunque algunos empiecen a escribirse
por los pies. Adoran la nostalgia y sonríen cuando leen las anécdotas que han
escrito en su rodilla derecha, en uno de los muslos, o en parte del cuello
cuando ya van rellenándose.
Aunque sonríen, he
de decir que no tienen boca. Ni nariz, ni orejas… son rostros planos preparados
para apuntar cosas. En verdad, todo en ellos es plano para favorecer el arte de
la escritura; si bien, los hay más gruesos, más delgados, más altos o más
bajos… pero todos son, en esencia, planos.
Ningún hombre de
papel tiene género. Los llamo hombres porque yo lo soy, así que realmente cada
uno puede llamarlos como quiera; su interior no está definido más que por lo
que viven; en su fuero interno, han despreciado las reglas que los determinaban
según la forma.
El color que
utilizan es indiferente, aunque reflejan su personalidad: rojo para los
pasionales y los más iracundos; verde para los esperanzados; azul para los
serios y tranquilos; negro para los pesimistas y elegantes… aunque, por otro
lado, no están atados a ninguno de manera específica: usan unos más que otros,
pero pueden emplearlos de manera aleatoria, dependiendo del día. Pero hay algo
que tienen en común: cuando quieren eliminar algo con tippex o borrador, saben
que, aunque todo parezca corregido, tienen una marca imborrable pero imperceptible
que los acompañará siempre. Y muy pocos serán conscientes de esa marca si no les
hablan de ella. Así intentan suprimir el daño que algo les causa… pero les
acompañará toda la vida.
No existen clases sociales entre los hombres de papel. Unos son grandes magnates con ambiciones más grandes que sus fortunas; otros, gente que no tiene absolutamente nada. Por ende, unos pueden vivir mejor que otros, pero ninguno se ve ni se siente superior porque la misión de todos sigue siendo la misma: escribirse. Y ellos ni poseen, ni comen, ni beben, ni respiran… solo se escriben porque es para lo que han nacido. Pero no hay que confundirse: ellos no están vacíos: están llenos de pensamientos y vida, de recuerdos... son, muy sensibles a los daños ajenos, muy espirituales, muy profundos y reflexivos… y ese es su combustible.
No existen clases sociales entre los hombres de papel. Unos son grandes magnates con ambiciones más grandes que sus fortunas; otros, gente que no tiene absolutamente nada. Por ende, unos pueden vivir mejor que otros, pero ninguno se ve ni se siente superior porque la misión de todos sigue siendo la misma: escribirse. Y ellos ni poseen, ni comen, ni beben, ni respiran… solo se escriben porque es para lo que han nacido. Pero no hay que confundirse: ellos no están vacíos: están llenos de pensamientos y vida, de recuerdos... son, muy sensibles a los daños ajenos, muy espirituales, muy profundos y reflexivos… y ese es su combustible.
Pero también a los
hombres de papel les llega su hora. Y esa hora llega cuando ya están
completamente escritos. Aún pueden aguantar el máximo tiempo posible en un rincón,
apurando los pocos huecos que le quedan antes de desaparecer.
El final para todos
es el mismo, independientemente de la forma y el contenido que tengan. A unos
los rompen y los descuartizan en pequeños pedacitos antes de tirarlos a la
basura o de reciclarlos para hacer confeti casero. Es posible que este último
final sea el que les resulte más cómodo porque mueren rodeados de rostros
conocidos. Gente con las que han compartido papel y tinta.
Con otros hacen avioncitos y los hacen volar un pequeño trayecto, pero muy ilusionante; van a estrellarse, y a pesar de que ése puede ser su último viaje… les da igual. Mejor así: muchos no son conscientes ni de que se van porque continúan escribiendo. A otros, simplemente los arrugan y hacen con ellos una bola; los individuos más serios los arrojan, inconscientemente, a la papelera; los más joviales los usan como pelota y se divierten encestándolos en repetidas ocasiones. Tienen muchas maneras de acabar, muy diferentes; no obstante, el final para todos es el mismo: un negro cubo de basura donde pueden llegar a coincidir con otros hombres de papel que ya estaban allí antes.
Con otros hacen avioncitos y los hacen volar un pequeño trayecto, pero muy ilusionante; van a estrellarse, y a pesar de que ése puede ser su último viaje… les da igual. Mejor así: muchos no son conscientes ni de que se van porque continúan escribiendo. A otros, simplemente los arrugan y hacen con ellos una bola; los individuos más serios los arrojan, inconscientemente, a la papelera; los más joviales los usan como pelota y se divierten encestándolos en repetidas ocasiones. Tienen muchas maneras de acabar, muy diferentes; no obstante, el final para todos es el mismo: un negro cubo de basura donde pueden llegar a coincidir con otros hombres de papel que ya estaban allí antes.
Una vez llegado el fin,
la gran mayoría los recuerda durante un tiempo, pero antes o después, todos
acabamos cayendo en el olvido. Sin embargo, ¿hasta qué punto lo que “hemos
escrito” nos ha hecho inmortales?
¿Hasta qué punto, hombres y mujeres de papel, lo que hemos compartido nos ha
hecho felices?
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