jueves, 31 de marzo de 2016

¿Qué haremos?

Un empresario habla sobre igualdad laboral durante una entrevista de trabajo. Alaba la equidad entre hombres y mujeres dentro de su empresa. Critica el comportamiento machista y censura el heteropatriarcado, a la mujer como objeto; ante él, una fémina castaña de ojos verdes. Posee una figura perfecta. Mientras soporta el monólogo progresista de su interlocutor lee un contrato donde firma cobrar un 20% menos que sus compañeros varones por el mismo trabajo. El hombre sonríe: “dígame, ¿está usted libre mañana por la noche?”, pregunta. “No. Lo siento, estoy casada y tengo dos hijos”. Contesta la mujer de forma educada. Devolviendo el gesto. “Puta de mierda…” piensa el empresario mientras la luna creciente que se formaron en sus labios se transforma en una menguante hasta formar un horizonte de frustración imperceptible en su rostro.
“¡Tendamos puentes!” dijo una voz que se llevó murmullos de aprobación. “¡Construyamos un muro!” exclamó alguien. Y su grito quedó ahogado bajo el éxtasis de un mar de conformidad; miles de gargantas que sintieron el pavor del lenguaje del miedo.
En otros mares menos abstractos también se ahogan gritos, pero son gritos diferentes: aullidos de miseria y llanto, pobreza, desgracia y dolor… lamentos de muerte enmudecidos por el azul de un Mare Nostrum que se ha ido convirtiendo, poco a poco, en una fosa común mecida por las olas.
Je suis Charlie… Pray for ParisDías en los que la seguridad, la inocencia y la risa murieron: el mundo ya no era tan invulnerable; los problemas lejanos estaban más cerca y la intranquilidad latió con fuerza en el pecho de los indiferentes; lo que parecía tan extraño se había vuelto real; la desconfianza brotaba por las esquinas y el miedo humedecía los ojos del que ayer permanecía ajeno: todo es distinto cuando el horror llama a la puerta, cuando se personifica y se nota su frío abrazo.
En la otra parte del planeta, ese frío abrazo es la cotidianidad del que resiste estoicamente, con heroicidad. Alguien para quien el sonido y las consecuencias de una Kalashnikov no son excepcionales; para quien la supervivencia es un día a día; para quien, en muchas ocasiones, cruzar esa fosa común significa tener alguna oportunidad para ver las estrellas otra noche más, lejos de la humareda de las bombas y el polvo de los escombros: el silencio y unos segundos en el telediario, narrando su anónima tragedia y la de otros muchos con menos suerte, son su homenaje; sin embargo, para los medios no serán más que datos: números de cadáveres, desaparecidos o exiliados. Nada que hacer cuando el dolor es un factor común para aquella parte del mundo que sufre.
¡Kenia! ¿Dónde están tus estudiantes? ¿Qué ha sido de las niñas que raptó el Boko Haram? ¿Alguien recuerda los atentados en Ankara o Beirut? ¿Existe el recuerdo de aquella familia palestina que fue quemada viva en su casa? No hay noticias de los desaparecidos de Iguala; el Ébola sólo fue un problema cuando cruzó las fronteras de la miseria y al otro lado se conoció el dolor de lo miserable; ¿es que se ha dictado que el clasismo mediático exista también entre los que perecen?
Un chico de quince años viste una camiseta que ha cosido su homólogo asiático en alguna fábrica perdida percibiendo un salario de penuria; una chica llama a su novio desde un móvil hecho con coltán congoleño, extraído por un joven en una de esas minas donde los vapores tóxicos acechan su cada vez más corta esperanza de vida.
Un grado más es una esperanza menos. Sube el mar, bajan los salarios, aumenta el paro, crece la pobreza… pero no hay inconvenientes en acabar con la naturaleza mientras la bolsa de Wall Street no se desplome y el tablero de ajedrez siga teniendo piezas sacrificables para su rey. Nada importa mientras sigamos teniendo petróleo, aunque ello le cueste la cabeza a alguien.
No obstante: cuando la contaminación y la sequía hayan acabado con el agua; cuando no queden árboles y el aire se vuelva irrespirable; cuando no haya animales ni plantas que comer y nos demos cuenta de que el dinero ni se come, ni se bebe, ni se respira… ¿Qué haremos?



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