Somos
pedazos de eternidad arrojados a las atlánticas aguas del tiempo;
gotas de agua con nombre y apellidos que proceden del mismo mar, que
se evaden de él formando olas que sueñan con llegar a la costa.
Así nos estrellamos, y juntos y juntas emponzoñamos de espuma la
orilla que, inmutable, presencia nuestra expansión por entre sus
granos de arena. De este modo llegamos al mediodía, a la medianoche
de nuestras vidas cuando, tras invadirlo todo, empezamos a retroceder
lenta e imperceptiblemente; nuestro plenilunio dura unos segundos y
nuestra luna mengua; nuestro sol agoniza en un rojo atardecer.
Sólo cuando nos vamos retirando, poco a poco, algunos y algunas
descubren que todo estaba vacío; que en realidad nunca hemos
abandonado el mar al que pertenecemos, y que éste nos recibe,
nuevamente, con sus inmensos brazos azules. Nada sigue igual, aunque,
inevitablemente, nada permanece diferente.
Pero entonces todo vuelve a su cauce y la vida sigue fluyendo,
inconsciente, como si nada hubiera ocurrido.