sábado, 1 de diciembre de 2018

Mi amor, mi vida


Mi amor. Mi vida. Aún no te tengo entre mis brazos y ya comienzo a quererte. A decir verdad, ni siquiera eres un proyecto. Solo emerges de mis pensamientos muy de vez en cuando, pero no puedo evitar imaginarte jugando, corriendo, sonriendo o tomándote un helado. Y sin embargo, ¿sería lo suficiente mal padre como para arrancarte del vacío y traerte al sufrimiento?

Tú solo eres un pequeño ángel que planea allá, al otro lado, entre el antes, el después y el ahora, ajeno a todo lo que sucede aquí. Pero dime, ¿cómo podría quedarme tranquilo viéndote aquí, iniciando tu marcha hacia un final absurdo e inevitable? ¿Qué haría si te sucediera algo, si llegase el día en el que no viera aparecer tu figura por la puerta nunca más? ¿Qué clase de bálsamo podría curar semejante angustia y miseria? Te imagino postrado en una cama, tosiendo, y se me encoge el pecho. No sé lo que tienes ni qué remedio puedo proporcionarte para aliviar tu dolor, solo camino pasillo arriba y pasillo abajo buscando respuestas en medio de un bloqueo e ideas en bucle.

Pero tampoco puedo evitar ser egoísta. No puedo dejar de verte en una cuna, con los puñitos cerrados, el rostro sonrosado y tus ojos clavados en los míos mientras sonríen tus encías; te veo girar la cabeza con un casco azul y una bicicleta blanca mientras te alejas en dirección al ocaso, calle arriba. “¡Mira, papá!”, me gritas. “¡Sin manos!”. En las aceras hay naranjos en flor. Casas encaladas custodian tu pasacalles.

Mi amor, mi vida... ¿Qué hacer, qué decirte? Perdóname. Ahora mismo solo alcanzo a pensarte y ya me dueles. Créeme que me angustia, que sufro y padezco. El hecho de traerte aquí, a morder el ilustre pecado de la existencia, ya me resulta insoportable. ¿Sería mejor padre si te dejase allí, donde nunca pasa nada, en el vacío? Allí jugaríamos sin temor; me enseñarías tus dibujos. “¡Anda, qué bonito!”, exclamaría, aunque sólo fueran cuatro rayas azules sobre un folio inmaculado. “Este eres tú”, respondes, señalando con el dedo índice. Estás melleto. “Y esta es mamá”. Sales corriendo a jugar con tus amigos a una plaza que está justo delante de nuestra ventana.

Haríamos allí todo lo que aquí me da miedo que hiciéramos. Supongo que no tengo la seguridad de traerte. Te admito que me da pánico no ser un buen referente para ti. Me daría miedo acabar pasándote todas mis fobias y frustraciones, verte llorar por cualquier motivo o saber que hay una posibilidad de que te marches antes que yo.

Mi amor, mi vida...Espérame allí. Ámame. No importa que no te haya visto antes. Te reconoceré porque en tus ojos no habrá sitio para el odio y el rencor. En tus manos sostendrás un juguete y me mirarás con curiosidad, con un brillo en los ojos. Y entonces yo lloraré. “Te estaba esperando”. Dirás mientras me abrazas. “¡No perdamos tiempo! ¡Vamos a jugar!”.

viernes, 31 de agosto de 2018

Las bienaventuranzas de Marméladov


Marméladov charlaba con Raskólnikov en una taberna de San Petersburgo antes del asesinato de la vieja y su hermana, aunque más que a una conversación se asistía a una especie de monólogo entre un borracho y un aspirante a asesino. Los alcoholizados clientes del lugar se divertían con los desvaríos y las confesiones del pobre exfuncionario, del miserable Marméladov, quien no cesaba en su parafernalia.
Conforme más se encontraba bajo el influjo del brebaje de Baco, más evidentes se hacían sus mortales heridas y protoberancias, y emergían de su boca conforme afloraban a su conciencia. Los feligreses, como público de un espectáculo romano circense, disfrutaban de la humillación, en parte autoinflingida, del miserable Marméladov; pero a Marméladov aquello le daba lo mismo. Señalaba a la botella y amargamente afirmaba ante su interlocutor y el tasquero que no bebía por gusto, sino para provocarse sufrimiento. Podría decirse que aquella práctica era una penitencia para él. Ciertamente, Marméladov era un ser digno de compasión.
Raskólnikov escuchaba. El exfuncionario hablaba de su vida, de su antigua posición y de su descenso hacia aquel infierno: las hienas mostraban sus dientes con las pupilas dilatadas y el aliento pestilente a causa de la ingesta de alcohol. 
Pero, como se había dicho antes, Marméladov no bebía por placer, sino por refugio, para sufrir, porque para aquel el sufrimiento era ya una guarida donde el maltrato a su conciencia también proporcionaba cierta desinhibición, cierto placer digno de un miserable o un masoquista psicológico.
En ese estado de embriaguez el fantasma de la elocuencia desató la lengua de Marméladov. Y Marméladov habló. Habló ante un auditorio ingrato que, sin embargo, consiguió cautivar con su dialéctica mística, como si el mismo Cristo se hubiera precipitado desde los Cielos y le hubiera inspirado. Así, hasta el final, los borrachos que actuaban de público y jurado quedaron enmudecidos.
En aquel momento el maltratado exfuncionario y miserable Marméladov parecía más un profeta bíblico que un ruso alcoholizado. Expresaba una voluntad divina basada en un nuevo perdón hacia los impíos, hacia los puercos y los indignos; contraposición bestial frente los castos y puros que ya albergaban la esperanza del Reino de Dios. Porque Marméladov sufría y se creía, se sabía indigno de la Salvación. Y sin embargo de su boca, y no de la de un moralista, hubieron de salir palabras de esperanza, que si bien, se pronunciaron en un discurso, podrían sintetizarse en:
“Bienaventurados los que se creyeron indignos de Dios, porque el Altísimo los acogerá entre sus brazos”.
“Bienaventurados los que aman, porque en su Amor, el Padre perdonó sus pecados”.
Pero a pesar del aura, aquello seguía siendo en una taberna y no Jesucristo en la Montaña. Marméladov continuaba igual de miserable, Raskólnikov aún era un aspirante a asesino y los borrachos volvieron a mofarse. La dicha había pasado de largo, ¡como si se hubiera gritado en medio del desierto! Sería, quizá, porque aquellos miserables se sentían, efectivamente, indignos, y en su risa se escondía un amargo interrogante que sólo las carcajadas podían hacerlo llevadero. Porque, al fin y al cabo, ¿cómo nosotros, los impuros, podríamos pensar, si quiera, que tenemos un hueco en el Reino de los Cielos?

Inspirado en el monólogo de Marméladov, aparecido en Dostoyevski, F.M. (2004). Crimen y castigo, Rodesa: La Maison de l'écriture, p. 21-22. Traducción de R. Cansinos Assens.

martes, 31 de julio de 2018

Derecho a la tristeza


Me resultan molestas las lecciones de moral de la gente que niega el sufrimiento sobre la faz de la tierra. Me molestan sus ademanes, las palabras que salen de su boca, arrastrándose bajo una falsa sonrisa. Degustan sus sílabas vacuas. Se recrean en ellas con una mirada más vacía aún, con ese pequeño alarde de superioridad que da la condescendencia o el maestro pedante que se pavonea ante sus alumnos porque cree transmitirles una verdad absoluta. Pequeños filósofos parafraseadores de aquellas frases virales descontextualizadas de Paulo Coelho que circulan por las redes sociales; pequeños filósofos parafraseadores de mentalidad positiva que achacan todo a la voluntad sin un análisis de la circunstancia. 

Somos capitanes de nuestro barco”, comentan, cuando la veracidad de esta sentencia lleva inherente un “eres el único culpable de tu situación”. Ilusos... niegan todo el espíritu de la libertad, que sólo es válida cuando les va bien. Han anulado el vértigo de la decisión y lo han confundido con el placer. Y en ninguna parte está escrito que la libertad sea placentera. Ni lo contrario, de hecho. Sólo que hay que asumirla por medio de la verdad. La Verdad nos hará libres, dice el Evangelio de San Juan, capítulo 8, versículo 32. ¿Y estos la poseen? ¿La posee quien niega el sufrimiento, quien niega esa otra mitad de la vida? ¿Alguien posee la Verdad de verdad?

No importa la vivencia de la persona que está delante; no importa qué les ha llevado a su estado de ánimo; no importa su tristeza, vetada, por cierto, en esos círculos emocionales. El ser taciturno es un ser errado para estos adalides de la felicidad. Y uno no puede por menos que sorber su café o lo que tenga delante y suspirar, cuando no fruncir el ceño y mirar a un punto fijo con la cabeza agachada o apretar la mandíbula en una mordida donde lo único que se mastica son las palabras del sabio maestro que lanza su sermón. Y siempre escuchando indolentes, asintiendo e hinchando su ego con cada “sí, tienes razón”. Y en el fondo, ese tienes razón no soluciona ni uno solo de nuestros conflictos. Continúan ahí, algo más escondidos, pero continúan ahí porque, en el fondo, la palabrería barata no contribuye a arreglar nada. ¡Nada! Pero no hay que preocuparse: estos rostros tan alegres por Facebook y tan felices cara a cara, por dentro, guardan un dolor similar al nuestro. Solo que no lo admiten en el momento. Todo el mundo tiene una parte de su ser destrozado. Todo el mundo tiene el derecho a la tristeza y al derrumbamiento, aunque nos digan que no. Aunque, hipócritamente, digamos que no.

miércoles, 28 de febrero de 2018

De la compasión y el orgullo


Supongo que aborrecí la compasión porque odiaba verme como un ser digno de lástima. Había ocasiones donde la pena, la caricia de la mano amiga, me resultaba más humillante que el odio de un adversario. Me decía a mí mismo que ese comportamiento, casi suplicante, era para perros y enfermos. Y ese pensamiento me atormentaba y engullía por dentro; me arrojaba, carente de piedad, a una habitación sin vanos, hermética, cuya sobria y estéril edificación sólo podían ser fruto de mis manos. Y en ese rincón me confinaba a un aislamiento autoinflingido. Y sin embargo, allí no estaba realmente solo: la soledad me carcomía por dentro; todos mis miedos me visitaban y acrecentaban mi pesar. Cada uno tenía un color distinto: rojo, amarillo, negro, gris... dependiendo de la fuerza y la nitidez con la que llegasen. Elevaban el nivel de ansiedad; ponían de relieve mis complejos que llegaban con la intención de golpearme una y otra vez. Y todo eso me volvía agresivo e insensible; me cegaba y era incapaz de ver más allá del daño.
La soledad y la impotencia eran rasgos que me agobiaban, aunque realmente no estuviera solo. La mano amiga siempre me acompañaba aunque yo no la quisiera ver o la despreciase porque me hería su afán de consuelo. Pero sabía que estaba ahí. A veces la tomaba, y me enjugaba las lágrimas, y me sentía a caballo entre la vergüenza y la rabia por haber despreciado -¡por haber herido!- unas manos dulces que también estaban llenas de cicatrices. Me cuestionaba, una y otra vez, si alguna de esas cicatrices las había provocado yo.
Supongo que el orgullo mal usado me hería, y a veces aún me hiere, irracionalmente, más que cualquier otro motivo, porque nada me hirió más que lo que dejé que me hiriese, que aquello que consideraba ridiculamente superfluo e insignificante me acabase superando. E, infantilmente, culpaba a mi alrededor cuando la hemorragia la tenía dentro y manaba dolor y, a cada segundo que pasaba, el corte se iba ahondando un poco más, llegando a lugares que jamás había sentido que existían.
Supongo que aborrecí la compasión porque, en el fondo de mi ser, la estaba pidiendo a gritos.