Marméladov charlaba con Raskólnikov en una taberna de San
Petersburgo antes del asesinato de la vieja y su hermana, aunque más
que a una conversación se asistía a una especie de monólogo entre
un borracho y un aspirante a asesino. Los alcoholizados clientes del
lugar se divertían con los desvaríos y las confesiones del pobre
exfuncionario, del miserable Marméladov, quien no cesaba en su
parafernalia.
Conforme más se encontraba bajo el influjo del brebaje de Baco, más
evidentes se hacían sus mortales heridas y protoberancias, y
emergían de su boca conforme afloraban a su conciencia. Los
feligreses, como público de un espectáculo romano circense,
disfrutaban de la humillación, en parte autoinflingida, del
miserable Marméladov; pero a Marméladov aquello le daba lo mismo.
Señalaba a la botella y amargamente afirmaba ante su interlocutor y
el tasquero que no bebía por gusto, sino para provocarse
sufrimiento. Podría decirse que aquella práctica era una penitencia
para él. Ciertamente, Marméladov era un ser digno de compasión.
Raskólnikov escuchaba. El exfuncionario hablaba de su vida, de su
antigua posición y de su descenso hacia aquel infierno: las hienas
mostraban sus dientes con las pupilas dilatadas y el aliento
pestilente a causa de la ingesta de alcohol.
Pero, como se había dicho antes, Marméladov no bebía por placer,
sino por refugio, para sufrir, porque para aquel el sufrimiento era
ya una guarida donde el maltrato a su conciencia también
proporcionaba cierta desinhibición, cierto placer
digno de un miserable o un masoquista psicológico.
En ese
estado de embriaguez el fantasma de la elocuencia desató la
lengua de Marméladov. Y Marméladov habló. Habló ante un auditorio
ingrato que, sin embargo, consiguió cautivar con su dialéctica
mística, como si el mismo Cristo se hubiera precipitado desde los
Cielos y le hubiera inspirado. Así, hasta el final, los borrachos
que actuaban de público y jurado quedaron enmudecidos.
En aquel momento el maltratado
exfuncionario y miserable Marméladov parecía más un profeta
bíblico que un ruso alcoholizado. Expresaba una voluntad divina
basada en un nuevo perdón hacia los impíos, hacia los puercos y los
indignos; contraposición bestial frente los castos y puros que ya albergaban
la esperanza del Reino de Dios. Porque Marméladov sufría y se
creía, se sabía
indigno de la Salvación. Y sin embargo de su boca, y no de la de un
moralista, hubieron de salir palabras de esperanza, que si bien, se
pronunciaron en un discurso, podrían sintetizarse en:
“Bienaventurados los que se creyeron indignos de Dios, porque el
Altísimo los acogerá entre sus brazos”.
“Bienaventurados los que aman, porque en su Amor, el Padre perdonó
sus pecados”.
Pero a pesar del aura, aquello seguía siendo en una
taberna y no Jesucristo en la Montaña. Marméladov continuaba igual de miserable, Raskólnikov aún
era un aspirante a asesino y los borrachos volvieron a mofarse. La
dicha había pasado de largo, ¡como si se hubiera gritado en medio del
desierto! Sería, quizá, porque aquellos miserables se sentían,
efectivamente, indignos, y en su risa se escondía un amargo
interrogante que sólo las carcajadas podían hacerlo llevadero.
Porque, al fin y al cabo, ¿cómo nosotros, los impuros, podríamos
pensar, si quiera, que tenemos un hueco en el Reino de los Cielos?
Inspirado en el monólogo de Marméladov, aparecido en Dostoyevski, F.M. (2004). Crimen y castigo, Rodesa: La Maison de l'écriture, p. 21-22. Traducción de R. Cansinos Assens.
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