viernes, 31 de agosto de 2018

Las bienaventuranzas de Marméladov


Marméladov charlaba con Raskólnikov en una taberna de San Petersburgo antes del asesinato de la vieja y su hermana, aunque más que a una conversación se asistía a una especie de monólogo entre un borracho y un aspirante a asesino. Los alcoholizados clientes del lugar se divertían con los desvaríos y las confesiones del pobre exfuncionario, del miserable Marméladov, quien no cesaba en su parafernalia.
Conforme más se encontraba bajo el influjo del brebaje de Baco, más evidentes se hacían sus mortales heridas y protoberancias, y emergían de su boca conforme afloraban a su conciencia. Los feligreses, como público de un espectáculo romano circense, disfrutaban de la humillación, en parte autoinflingida, del miserable Marméladov; pero a Marméladov aquello le daba lo mismo. Señalaba a la botella y amargamente afirmaba ante su interlocutor y el tasquero que no bebía por gusto, sino para provocarse sufrimiento. Podría decirse que aquella práctica era una penitencia para él. Ciertamente, Marméladov era un ser digno de compasión.
Raskólnikov escuchaba. El exfuncionario hablaba de su vida, de su antigua posición y de su descenso hacia aquel infierno: las hienas mostraban sus dientes con las pupilas dilatadas y el aliento pestilente a causa de la ingesta de alcohol. 
Pero, como se había dicho antes, Marméladov no bebía por placer, sino por refugio, para sufrir, porque para aquel el sufrimiento era ya una guarida donde el maltrato a su conciencia también proporcionaba cierta desinhibición, cierto placer digno de un miserable o un masoquista psicológico.
En ese estado de embriaguez el fantasma de la elocuencia desató la lengua de Marméladov. Y Marméladov habló. Habló ante un auditorio ingrato que, sin embargo, consiguió cautivar con su dialéctica mística, como si el mismo Cristo se hubiera precipitado desde los Cielos y le hubiera inspirado. Así, hasta el final, los borrachos que actuaban de público y jurado quedaron enmudecidos.
En aquel momento el maltratado exfuncionario y miserable Marméladov parecía más un profeta bíblico que un ruso alcoholizado. Expresaba una voluntad divina basada en un nuevo perdón hacia los impíos, hacia los puercos y los indignos; contraposición bestial frente los castos y puros que ya albergaban la esperanza del Reino de Dios. Porque Marméladov sufría y se creía, se sabía indigno de la Salvación. Y sin embargo de su boca, y no de la de un moralista, hubieron de salir palabras de esperanza, que si bien, se pronunciaron en un discurso, podrían sintetizarse en:
“Bienaventurados los que se creyeron indignos de Dios, porque el Altísimo los acogerá entre sus brazos”.
“Bienaventurados los que aman, porque en su Amor, el Padre perdonó sus pecados”.
Pero a pesar del aura, aquello seguía siendo en una taberna y no Jesucristo en la Montaña. Marméladov continuaba igual de miserable, Raskólnikov aún era un aspirante a asesino y los borrachos volvieron a mofarse. La dicha había pasado de largo, ¡como si se hubiera gritado en medio del desierto! Sería, quizá, porque aquellos miserables se sentían, efectivamente, indignos, y en su risa se escondía un amargo interrogante que sólo las carcajadas podían hacerlo llevadero. Porque, al fin y al cabo, ¿cómo nosotros, los impuros, podríamos pensar, si quiera, que tenemos un hueco en el Reino de los Cielos?

Inspirado en el monólogo de Marméladov, aparecido en Dostoyevski, F.M. (2004). Crimen y castigo, Rodesa: La Maison de l'écriture, p. 21-22. Traducción de R. Cansinos Assens.

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