viernes, 31 de mayo de 2024

Apatía

Lo siento. No me apetece sonreír ni poner buena cara. Tampoco soy capaz de arrancar de mi pecho todo lo que me hace daño. No soy capaz de que mi cabeza deje de rumiar. Quiero estar solo y en mi casa. O paseando junto a la ría mientras escucho música. Pero quiero estar solo. 

Perdóname. No quiero hacerte daño ni hacerte sufrir. Pero es que no tengo ganas de nada. No es por ti y perdona si te contesto mal. Siento si me muestro lacónico y taciturno. Pero no quiero hablar. 

Estoy aburrido y cansado. Pero mi cansancio y mi aburrimiento no es el que dices que es. Es, más bien, algo psicológico; de aquí, de la cabeza. Es una apatía mental. Es una incomprensión hacia lo que me rodea. Es la sensación de que el mundo va demasiado deprisa para mí. Y yo me veo más y más alejado de todo y de todos. Y a veces me siento solo. Supongo que es normal.

Y no. Tampoco quiero hablar con nadie de lo que me pasa. Ni siquiera sé lo que me pasa. Y tampoco sé qué lo provoca. Así, aunque quisiera, no te lo podría contar. Y tampoco quiero hablar de ello. Déjame en paz. Por favor.


martes, 30 de abril de 2024

Canta

Canta, que la pena ha echado raigambre

en la tez de guitarras andaluzas,

y las cuerdas ahora buscan excusas

para cantarle a la luna su hambre

 y dar salida a las notas reclusas.

 

Canta, que al alba el jilguero maldice,

sobre la arboleda, el salir del sol,

 Que dice que es opaco el resplandor

cuando quema todas las cicatrices,

reseca la boca y daña la voz.

domingo, 31 de marzo de 2024

Dos haikus

I

Como la brisa

hiere, dulce, la hierba,

así voy al vacío.


II

En un ocaso

frente al mar, ¿no es más bella

la gris nostalgia?

jueves, 29 de febrero de 2024

Otra vez

         7:00. Suena la alarma. La pospongo. Me giro en la cama. Abrazo a mi pareja. La beso en el cuello. Emite un pequeño gruñido. “Buenos días” digo. “Buenos días, me contesta.

7:05. Vuelve a sonar la alarma. La apago. Suspiro. Me estiro. Salgo de la cama. Voy a la cocina. Me preparo el desayuno. Voy al baño mientras se hacen las tostadas. Me lavo la cara y las manos. Me visto. Bostezo. Vuelvo al cuarto de baño. Me lavo los dientes y me peino. Voy a mi habitación. “Me voy. Que tengas un buen día”, digo. “Igualmente”, me responde. Voy al salón. Cojo la mochila, la cartera, el móvil, las llaves de casa y las del coche.

7:38. Salgo de casa. Me aproximo al ascensor. Lo llamo. Subo y pulso el botón de la planta sótano. Salgo del ascensor, me dirijo al coche. Me subo. Lo arranco. Salgo del garaje. Enciendo los faros porque aún no ha amanecido. Suspiro. Enciendo la radio. Mujeres y hombres me dan los buenos días contándome algo de no sé qué guerra en no sé qué lugar. Han subido los tipos de interés en los bancos. La cesta de la compra también ha subido. Y el diésel también. Y los artículos de primera necesidad. Un político le ha dicho a otro no sé qué y no sé cuántos a otro político, que le ha respondido con otro no sé qué y no sé cuántos. “¡Pues qué bien!”, me digo. Suspiro de nuevo. Entre tanto, una vorágine de coches inunda las arterias de la ciudad y debo estar alerta. Miro el reloj. “Voy bien de tiempo”, me digo.

8:17. Llego a mi lugar de trabajo. Abro el WhatsApp. Busco el teléfono de mi pareja. “Ya llegué”, le escribo. Apago la radio. Me bajo del coche y cojo la mochila. “¡Buenos días!”, me saluda una sonriente compañera de trabajo. “¡A los buenos días!”, saludo yo con otra sonrisa, aunque no me apetece sonreír. La mañana ya va despuntando. Entro en mi lugar de trabajo y ficho. Se sucede una avalancha de buenas caras y holas. Algunos sostienen una taza de café. Otros se quejan de la carga laboral o de algunos aspectos relacionados con el trabajo. “Esos son los míos”, pienso. “¿Cuántos de nosotros sonreímos de verdad?”, me pregunto. Alguien suelta un chiste o cuenta algún chisme y sonrío.

8:30. Suena la alarma y el trabajo comienza. Voy de aquí para allá con mi mochila. A veces hago esto y otras aquello. Hoy hay algunas reuniones programadas. Suspiro. Entre tanto pienso que me gustaría retomar el piano, que me gustaría aprender algún idioma, a tomar fotografías o a escribir alguna poesía.

10:45. Primera reunión. Suspiro. Me llega un mensaje al móvil. Factura del banco.

11:30. Fin de la primera reunión. Vuelvo a mi puesto de trabajo. Correo de no sé quién. Suspiro. “A ver si saco tiempo y lo respondo”.

12:03. Hora de desayunar. Dejo mis cosas en mi puesto de trabajo. Suelto algún chiste. “Me voy a desayunar”, apostillo. Esta vez nadie me acompaña. Salgo solo. Entro en la cafetería y pido lo de siempre. Suspiro recordando la agenda de hoy. La camarera me sonríe y hablamos un rato. Es un momento agradable. Devoro mi tostada con aceite y tomate y me bebo poco a poco mi descafeinado de máquina con leche. Miro la hora. Las 12:34. “Hora de volver”, me digo. Me acerco a la barra. Pago en efectivo el importe total del desayuno. Suspiro. “¡Me voy!”, grito mientras doy la espalda a la barra para salir por la puerta. “¡Que tengas un buen día!”, me dicen. “¡Igualmente, que te sea leve!”, respondo mientras me giro y levanto la mano.

12:40. Vuelta al trabajo. Suspiro. Mensaje al móvil: factura de Internet.

13:00. Nueva reunión. Compruebo cuánto dinero me queda en la cuenta. No es mucho. Suspiro.

14:00. Vuelvo a mi puesto de trabajo. Suspiro. “Ya queda poco”, me digo. Y entre tanto pienso que me gustaría hacer un viaje por Europa del Este, que el sábado debo ir a ver a mi prima, que está enferma. Y que no se me olvide felicitar al tío del primo del amigo del cuñado… que es su cumpleaños. Pienso en el correo de esta mañana. “¿Cuándo le contestaré?”. Suspiro.

15:07. Fin de la jornada laboral. Suspiro. “¡Menos mal que esta tarde no hay formación!”. Ficho. Me subo al coche. Enciendo la radio. Mismas voces dando las mismas noticias. “Salgo”, escribo a mi pareja por WhatsApp”. Suspiro. Pienso en el día de hoy y en todo lo que me queda por hacer en casa. Entre tanto, voy por las mismas arterias de antes hasta que, por fin, encuentro un aparcamiento. Ahora no hace falta que prenda las luces.

15:47. Llego a casa. Suelto la mochila. Voy al servicio. Me lavo las manos. Voy al comedor. Hoy mi pareja me ha dejado fideos chinos para comer. Sonrío. Me siento en el sofá. Enciendo la televisión. Paso de las noticias y me pongo una serie nueva que estoy viendo. Es sobre la yakuza. Pienso en cuánto me gustaría ir a Japón, a China o a Mongolia. Sonrío ante la remota posibilidad. Me tumbo. Veo los mensajes que me han llegado. Nuevo grupo de no sé qué, mi madre diciendo no sé cuánto, mi pareja diciéndome que tengo que ir a no sé dónde a comprar tal o cual cosa. Que no me olvide. Suspiro. Cierro los ojos unos minutos…

16:30. Me despierto. Miro el reloj. Suspiro. Pienso en todo lo que me queda por hacer y el correo que debo responder. “A ver cuándo lo hago”, me digo. Voy a la cocina, friego los cubiertos, los platos, las sartenes y las ollas. Pulverizo quitamanchas sobre la vitrocerámica y la encimera de granito. La limpio. Luego le toca al suelo. Lo barro y lo limpio. Suspiro. Me pongo de mala leche porque no me gusta limpiar. “Al menos no has tenido que cocinar”, me digo. “¡Como si fuera un consuelo!”. Suspiro.

17:16. Miro la hora. Me siento a trabajar. Suspiro.

19:00. Termino de trabajar. Miro el reloj. Cojo una bolsa de la cocina. Pienso en que quiero retomar la escritura. Voy al supermercado. Compro. El cajero me dice el importe con un semblante indiferente. “¿Quiere bolsa?”, me pregunta. “No, gracias”, respondo. Meto las cosas sin orden alguno en las bolsas de plástico. Suspiro.

19:30. Llego a casa. Guardo cada cosa en su sitio, incluyendo la bolsa. “El correo”, otra vez. Suspiro. Abro la agenda. Mañana el día también estará cargado. Mensaje de WhatsApp. “Recoge la ropa”. Cojo la cesta, subo, recojo la ropa. Suspiro. Entre tanto pienso en las reuniones de esta mañana. Tengo los cascos y escucho música. Es un grupo nuevo de rock que he encontrado. Suspiro. Bajo las escaleras. Vuelvo a casa. Doblo la ropa. La guardo. Suspiro.

20:35 Termino de mis quehaceres. No quiero hacer absolutamente nada. Suspiro. Me tiro en el sofá. Más mensajes de WhatsApp. Mensaje al correo. Es del trabajo. Suspiro. Dejo el móvil en otro lado. Miro la hora “No me va a dar tiempo a hacer ejercicio hoy”. Y, francamente, tampoco tengo ganas.

21:17. Llega mi pareja. Calienta la cena. Mientras tanto, yo llamo a mi madre y a mi padre. Está todo bien por allí. Por aquí también. “Estoy cumpliendo la Cuaresma, sí”. De hecho, no estoy comiendo carne. “¿Vienes el fin de semana a casa?”. Suspiro. Hoy hay tortilla de patatas. Me encanta. Mi pareja y yo nos miramos. Su cara es de cansancio. Suspira. Suspiro. “¿Qué tal el día?”. “Bien, trabajando, ¿y el tuyo?”. “Bien. Igual”. Suspiramos. Vemos algo en la televisión.

22:22. Nos levantamos. Ella se va a duchar. Yo limpio los cacharros de la cena. Suspiro. Voy a mi despacho. Preparo las cosas para mañana. Suspiro. Se me ha olvidado hacer algo del trabajo. “Joder…”. Más WhatsApp. Miro las noticias y encima ha perdido mi equipo del fútbol. Apago los datos. Suspiro. “Mañana será otro día”.

22:45. Me ducho y me lavo los dientes. Suspiro. Vuelvo a pensar en el correo. Me noto muy algo cansado. Miro la hora. Suspiro.

23:15. “¡Al fin en la cama!”, pienso. Mi pareja ya se ha dormido. Cojo un libro. “Me encantaría escribir un libro”. Lo huelo.  Suspiro. Mientras lo leo se me van cerrando, poco a poco, los ojos. Leo una frase que me gusta. “Mañana la anotaré. Me gustaría tener un cuaderno o un algo donde apuntar estas citas”. Suspiro. Se me siguen cerrando los ojos. Pienso que debería retomar el ejercicio. “¿Pero a qué hora? Mañana seguramente pueda. No procrastinaré más”. Se me siguen cerrando los ojos. Pongo el marca páginas donde toca hoy. A penas he avanzado cuatro páginas y muy lentamente… pero el cansancio me puede. Suspiro.

00:06. Miro la hora. Cierro los ojos. Me giro. Abrazo a mi pareja. Luego nos separamos.

00:27.

7:00. Suena la alarma. Lo pospongo. Me giro en la cama. Abrazo a mi pareja. La beso en el cuello. Emite un pequeño gruñido. “Buenos días” digo. “Buenos días, me contesta.

 

miércoles, 31 de enero de 2024

Ahora, que nos sabemos heridos

Ahora, que nos alejamos de la impetuosa vitalidad de la juventud; que hace tiempo que nos desprendimos del ufano velo de inmortalidad que clareaba en nuestras miradas infantiles.

Ahora, que nos sabemos heridos y vulnerables por el curso de los acontecimientos; que las visitas de Tánatos suceden con una frecuencia cada vez más impertinente y molesta.

Ahora, que el invierno va tiñendo nuestras cabezas de nieve; que en las celebraciones se apilan, en un rincón sepia, las sillas vacías.

Ahora, que nos ensordece el mudo ruido de aquellas historias ajenas que debían atravesarnos; que las pantallas y los antidepresivos nos acompañan y sustituyen los ahogados murmullos de un café a media tarde.

Ahora, que comprendemos que las delicadas pinceladas en el lienzo acercan al artista a la conclusión de su obra; que las olas que rompen en la orilla mueren y nunca retornan.

Ahora, que entendemos todo esto, mírame. Llora conmigo y abrázame. Antes de que se agoten las manecillas de nuestros relojes. Antes de que nuestras voces se pierdan contra las paredes frías o el horizonte inabarcable. Antes de que sólo seamos un triste recuerdo diluido en la memoria del otro.