jueves, 23 de diciembre de 2010

Llanto bajo la aurora

Fulgía la luna nueva con renovado esplendor en el cielo mientras su constante y extraño brillo se veía interrumpido por el continuo ir y devenir de las nubes y sólo era eclipsada por las auroras boreales que pintaban el cielo de diversas tonalidades frías; azul, violeta, verde, celeste, y en los puntos donde éstas se unían se formaba un haz de luz blanco producido por el choque de los colores que embellecían a la luna en su punto más álgido haciendo parecer que las auroras no fueran más que una cama donde la luna se mecía y esperaba el venir de un nuevo día.

El hermoso cielo manchado contrastaba a su vez con el frío paisaje invernal que lo cubría todo con un velo blanco de nieve que no hacía sino relucir con el fulgor producido por las auroras y la luna convirtiendo el nevado ambiente en un espejo digno de los astros del cielo que adornaban la ya de por sí embellecida noche con sus pequeños destellos y sus uniformes figuras que manchaban la pulcritud del cielo.

Bajo este espectáculo de luces y colores, dos personas, un chico y una chica, ambos adolescentes, se miraban complacidos ante el evento presenciado. Ella era ojos expresivos y profundos, marrones como la corteza de un árbol y rasgados, muy rasgados con una pupila que se asemejaba a una esmeralda a causa de aquel brillo celestial. Sus largos y negros cabellos le caían por la espalda totalmente sueltos y lacios y su tez pálida contrastaba plenamente con el evento lumínico del momento. Él, por su parte, era de cabellos cortos y mirada tímida, aunque también sus ojos denotaban profundidad y su pelo no dejaba de ser más negro que la penumbra de una caverna.

Ella se le arrimó muy sigilosamente, buscando palpar con su mano la mano de su compañero y buscar en sus ojos algo más de calidez. Su corazón palpitaba como si se le fuera a salir del pecho y sabía que a cada segundo que no lo tuviera, era un segundo que permanecía muerta en vida. Necesitaba de su voz potente y anhelaba ser el beso que cayera por su garganta, la palabra que expiraba, el aliento que moría, el susurro que murmuraba, el sentimiento que debiera permanecer escondido en su pecho. Anhelaba su aroma, la frescura de su mirada y la calidez de su cuerpo. Se sentía completamente aprisionada en esa dolorosa cárcel de amor donde no gozaba ni de los grilletes de sus brazos, ni de la sentencia de sus palabras pues, él permanecía callado como si fuera una tumba que, de algún modo, a ella le daba sepultura en vida.

Él se levantó y se despidió sin más, premiándola con un simple y solitario beso en la mejilla y una sonrisa que, de haberla degustado, a ella le habría sabido a gloria.

Ella se sonrojó, y mientras se alejaba en la lontananza, no pudo evitar derramar lágrimas amargas, cargadas de tristeza y de celos por la distancia que se lo llevaba, llenas de furia por el tiempo que le privaba de él, llenas de melancolía, incertidumbre y nostalgia porque no sabía cuando lo volvería a ver...-¿Por qué tiene que ser tan complicado?- Se preguntaba mientras se hacía un ovillo y gemía en mitad de la noche como un cervatillo herido -¿Por qué no me quiere? ¿Por qué no me ama?- Se preguntaba una y otra vez mientras intentaba articular alguna palabra que pudiera perderse en la inmensidad del espacio.

-Te quiero.-Susurró ella mientras se secaba las lágrimas y se levantaba mientras miraba la luna que, de modo inconsciente, le traía el reflejo de su amado cuyo rostro era acariciado y besado por unas manos y bocas muy familiares: los suyos, contemplados ambos, en las estrellas y en la aurora que seguía emitiendo rayos de luz místico sobre su cabeza.

Fue en ese mismo instante en el que se sintió muerta, pero seguía viva, allí, en medio, postrada como una estatua de granito, sin pena ni gloria, sólo incomprendida ante tal adversidad que le parecía demasiado grande como para sortearla. Pero de la misma forma, sus ojos mostraban un brillo especial y esperanzador. Ella sabía que volvería y estaba dispuesto a esperarlo de por vida si era necesario. Sólo por un beso...

Por un triste beso...

sábado, 18 de diciembre de 2010

El Ruiseñor

Se encontraba el Sol en su crepúsculo y comenzó a rayar el fresco día en el verde campo que amaneció pintado con ciertos tonos rojizos de las flores que habían comenzado a abrirse y formaban dibujos abstractos en esa alfombra de hierba en plena quietud primaveral refrescada por unas incipientes gotas de rocío que colmaba el ambiente de cierta humedad agradable.

Lindaba este paraje con un camino de tierra algo pedregoso pero que aparecía y desaparecía de la vista conforme aparecían colinas verdes donde pájaros entonaban sus melodiosos cantos mientras iniciaban un vuelo sin rumbo hinundándolo todo con su ruido celestial a la vez que su oscuro plumaje contrastaba con el ambiente brillante de aquel idílico terreno de en sueño.

Caminaban por el sendero un grupo de hombres de actitud desafiante, fuerte complexión y perfectamente uniformados. Portaban a su espalda unos largos fusiles de culata marrón oscuro y un cañón negro que convinaban con el verde de sus camisas y con el negro de sus botas.

Caminaba delante de éstos, un hombre con un aspecto más fiero si cabe, con una mirada penetrante y una camisa también verde pero llena de condecoraciones en la parte derecha del pecho donde cabe destacar la presencia de una medalla con forma de ave; tal vez un águila imperial.

Y entre la maraña de autómatas sin nombres conducidos por el que parecía ser el líder de aquel pelotón, iba un hombre de camisa blanca y pecho descubierto, de treinta y pocos años y pelo negro intenso. Caminaba éste extraño personaje con la cabeza gacha por las inmediaciones del camino vigilado por los hombres de atrás cuando de repente todos se pararon y se metieron en medio de un campo donde la maleza les llegaba hasta los tobillos.

Caminaron durante varios minutos más, hasta que el sendero fue perdido de vista y quedaron solos los hombres y el campo. Empezó a mirar el hombre de camisa blanca, el campo con gran vehemencia, destacando todo cuanto podía por sus ojos; disfrutando del verde paisaje con un Sol crepuscular saliendo por el horizonte del panorama campestre mientras observaba maravillado como las flores recién florecidas hacían manchas y dibujos abstractos por toda la hierba y un pájaro aparecía de vez en cuando entonando una breve cancioncilla sin letra.

Resbaló una lágrima por el rostro de aquel hombre mientras daba la espalda al resto de su desagradable compañía quedándose sólo con la armoniosa naturaleza y entonando entre leves susurros, unos versos. Versos que comparaban aquel bello paisaje con la libertad hecha poesía mientras denotaba su rostro cierto aire nostálgico.

Escuchó a su espalda varios chasquidos y mientras seguía con el breve poema improvisado, cerró los ojos y llovieron de sus ojos muchas más lágrimas que antes. El tiempo se paró. La naturaleza se paró. Los pájaros ya no cantaban y miraban espectantes aquella situación. El Sol, había parado de ascender, y las flores habían dejado de mecerse con el viento que también había desaparecido.

Apuntaban los fusiles al hombre de blanco que les daba la espalda mientras un ruiseñor se posó en uno de los cañones ajeno al peligro que ésto traía como si de una rama se tratara.

El hombre de blanco cayó tras el clamor de los fusiles. Brotaban de su espalda unos pequeños riachuelos de agua opaca y roja que teñían la hierba como si fueran nuevas flores semejantes a las anteriores.

Acabó su poema tumbado en el suelo cerrando sus ojos cuando se fijó en la extraña presencia de un ruiseñor que se encontraba a escasos centímetros de su pálido rostro. El hombre sonrió para sí y el ruiseñor se elevó en un hermoso vuelo mientras retomaba la poesía finalizada por aquel hombre en forma de canto.

-Vuela, y llévale mis palabras al mundo.-Dijo el hombre... Tras cerrar los ojos.

Y en el horizonte cantando, se alejaba un hermoso pájaro. Tal vez un ruiseñor, que hacía salir de su pico la más hermosa poesía jamás pronunciada. Una poesía con ansia de libertad y un toque naturalista nostálgico, llevando unas ininteligibles palabras al resto del mundo que se estremecía ante el eterno canto del ave.

DEDICADO A: Ainhoa Alonso, a Manuel Díaz Vázquez y a Marta Pérez Villarán, por estar ahí cuando más falta me hacían y porque serán mis "ruiseñores" cuando yo me vaya. Dedicado también a tí, que estás leyendo ésto, y a todos los que de una forma u otra han sido un apoyo y supieron ser humildes y callados ya que sus acciones no han llegado hasta mis oídos y me han hecho un bien, les doy las gracias por ser mis "héroes del silencio", y por supuesto, a todo aquel que no para de soñar.

martes, 7 de diciembre de 2010

Un Sin-Corazón Entre Corazones

Ahí estaba mi fría mano, agarrando un bolígrafo de negra tinta y sujetando con supremo cuidado un papel blanquecino y vacío, como mi corazón en sí.

¿Cómo se puede sobrevivir sin sentimiento alguno en un mundo de sentimientos? Yo también me lo pregunto... Sería de las pocas personas a las que le habían arrebatado el corazón y se habían llevado consigo todo lo que éste acaparaba incluyendo mi propia alma y mi capacidad de sentir algo. Sí. Era un sin-corazón en el reino de los corazones. Un ánima atormentada en todo un paraíso de emociones que no podían ser sentidas por mí y que hacían aflorar dentro de mi cabeza los pocos resquicios imaginables de un recuerdo cada vez más menguante, como la luna de aquella noche.

Y bajo la luz del satélite soltar terráqueo en su punto más álgido, sin estrellas que la custodiasen y sola, como una amapola entre campos de trigo, sentí la necesidad de plasmar en aquel papel lo poco que ya sentía; quería dejar morir mis recuerdos en el papel a la par que moría mi alma inexistente dentro del hueco que había dejado mi corazón robado. Corazón perdido. Corazón partido.

Incliné la cabeza sobre el papel y lo observé mientras meditaba el inicio de mi última carta. De un testamento de sentimientos sin sentimientos, de palabras vacías e inconexas sólo entendibles por aquella persona que me robó mi vida, y por mí, la persona que estaba sufriendo ese cruel tormento.

El árbol que atrás mía estaba y hacía las veces de respaldo, susurró un leve siseo promovido por el paseo de la brisa entre sus ramas. Lo miré extrañado y tras fijarme en el reflejo de la luna en el ancho lago, comencé mi último calvario a lo que sería mi último aliento. Aliento que pondría de sobre manifiesto en aquel maldito papel si las fuerzas me permitían llegar hasta el final, pero ante todo ¿Cómo comenzar algo que es incomenzable? ¿A quién quería engañar? A nadie... Entonces, ¿Por qué escribir? Se apesadumbró mi mente ante esta duda, y volví a meditar en silencio mientras los prados plateados se reían de mi torturante soledad y la luna se mofaba de mi triste figura.

Elevé la vista al cielo para encontrar cobijo en el negro de la noche y mi mano se deslizó sola sobre el papel.

No era una historia. No era un testamento. Era una carta sin mayor destinatario que el que la encontrase y la leyese aunque dejé un nombre puesto en el inicio de esta especie de epístola de despedida.

El rasgar de mi bolígrafo con el papel llenaba mi mente como si se tratase de una armoniosa melodía mientras que cada frase que escribía era como si me clavaran puñales en el hueco donde anteriormente había tenido un corazón y este había latido a verdadero golpe de sentimiento antes de que ella se lo llevara. Se había acelerado con la presencia de aquella mujer, se había ralentizado al contacto con aquella mujer. Ella me lo había pedido. Yo se lo había entregado. Ahora, ella me lo había robado y muy probablemente, lo habría roto. Maldita sea mi suerte desde el día en que te vi y me enamoré de las verdes puertas de tu alma. De día en que tu pelo despedía olor a rosal y sus manos se mostraban delicadas como los pétalos de una flor y ahora me resultaban dañinas como las espinas de un rosal marchito. Maldita sea mi suerte por haberte querido, y más maldita sea por haberte amado y deseado como nadie más te deseó en este descolorido mundo de maldad.

Y fue en ese momento cuando ya echaba la firma y ésta adornaba mi papel, cuando mi mano soltó sigilosamente el bolígrafo y se deslizó lentamente hasta tocar con la punta de mis dedos la hierba mojada mientras que mi cabeza se echaba hacia atrás para ver el infinito de una eterna noche una vez más.

Mirando el lejano horizonte noté como todo había acabado, pero aún tuve fuerzas suficientes para recordarla una vez más y derramar una lágrima por ella aunque de poco me valiera ya.

Y ahí se quedó mi cuerpo, junto con mi mente, y un hueco al que aún osaba nombrarlo "corazón" y no era más que un agujero negro como la noche.

Y mientras cerraba los ojos, y la lágrima caía por mi mejilla, pronuncié su nombre una vez más...

¿Que cuál es su nombre?

Su nombre es...

jueves, 2 de diciembre de 2010

En Mil Pedazos

Aquel alma en pena corría como azotada por un látigo invisible en el letargo de la oscura noche portuaria y cuanto más se aproximaba a su objetivo, mucho más corría hasta alcanzar la desconchada esquina de un viejo almacén en el que se paró y se tomó un respiro.



La luna resplandecía en lo alto de la negra y nocturna bóveda celeste haciéndose notar por encima del resto de los astros que la acompañaban por su eterno y místico fulgor haciendo que las demás estrellas quedasen en un segundo plano ante aquel espectáculo lumínico tan bello que quedaba relflejado en el agua del tranquilo y apaciguado mar sin que ni una sola nube alterara la parsimona presente en aquel armonioso lugar.



El chico, bajo una luz que estaba en aquella destartalada pared que hacía las veces de esquina, jugueteaba con un solitario colgante en el que había un nudo celta perenne del amor eterno y que tras contemplarlo ensimismado durante un breve lapso de tiempo, decidió darle un pequeño beso y tras éste gesto de amor particular, decidió cerrar la mano sobre él mientras se llevaba el puño con el colgante hacia su pecho y situarlo justo en el lado del corazón percibiendo así unos débiles latidos que golpeaban las paredes de su pecho y transmitía al colgante ese leve rastro de vida que aún quedaba en su pequeño e iluso corazón.



Al escuchar el ruido de unos zapatos de tacón, el chico observó oculto, qué clase de persona era la que se avecinaba por el oscuro paseo que cubría de un extremo a otro del puerto y regalaba a la vista un paisaje espléndido que solía tener como protagonista el infinito y tranquilo mar nocturno mientras la fresca brisa marina despejaba los pulmones y acariciaba los rostros de cuantos por allí pasaban. Era la persona que buscaba. Era ella, y estaba paseando sola en ese lúgubre, pero bello paseo junto al mar profundo. Lucía preciosa con ese vestido corto de verano y pintaba de forma más hermosa el ya de por sí idílico ambiente. parecía como si las estrellas girasen en torno a ella. Como si la luna hubiera perdido su protagonismo y su atracción para pasar ahora a ser una mera espectadora de los romances nocturnos del puerto.



Él, salió de su escondrijo aún con el colgante cerca de su pecho. Pero igual que él salía, alguien más se aproximó desde atrás corriendo y la chica se paró en seco y miró quién era el alma que había llamado su atención.



Ella sonrió, y un nuevo chico entró en escena. Comenzaron a hablar cálidamente y se abrazaron para más tarde, fundirse en un beso en el que hablaron todo lo que habían callado hasta entonces, riéndo una y otra vez. Besándose con suma vehemencia y placer tomando pues sus rostros una ligera mueca de felicidad y en sus miradas, un inconfundible destello de amor que incitaba a la más fiera de las lujurias y a la más sincera represión de la misma. Se respiraba cariño y amor en ese ambiente portuario.



Pero él... Él se quedó mirando perplejo y tanto los celos como la tristeza tomaron cuerpo, alma, corazón y mente que quedaron reflejados en una mirada que se perdía más allá del horizonte y en unas lágrimas que comenzaban a brotar de los oscuros ojos del chico.



Él, negó con la cabeza en repetidas ocasiones, pero ese momento quedó grabado en su retina para siempre, mientras notaba como todo a su alrededor se paraba y el tiempo se hacía su enemigo rememorando antiguos recuerdos con esa muchacha que no hacía mucho había estado reposando en sus brazos y degustando todos aquellos besos que antes habían caído por su garganta para llegar a su corazón en apenas milésimas de segundo.



Notó como el corazón se le paraba, y como su puño se abría lentamente mientras él bajaba la mano y la situaba cerca de su costado y se quedaba clavado en aquel lugar. El colgante cayó al suelo produciendo un tintineante brillo metálico mientras se partía en mil y un pedazos que nunca podrían volver a recomponer ese extraño símbolo a la par que el cielo estrellado con su luna llena comenzó a llenarse de fieras nubes de tormenta que correspondieron fielmente a la rotura del colgante con un fulgente relámpago que alumbró el cielo y se paseó de un extremo a otro del puerto de forma serpenteante mientras un poderoso trueno lo embargaba todo con su potente sonido anunciando una fuerte lluvia que no tardó en llegar.



El chico y ella sonrieron y comenzaron a correr buscando refugio.



Pero él...



Él... Se quedó allí. Quieto, sin que nadie se hubiera percatado de su presencia ni lo más mínimo mientras la lluvia caía y moría en su ropa y mojaba su pelo y su rostro mezclándose el agua de lluvia con las lágrimas del chico.



Se sentía como la fría luna: sola; sola allí en el cielo, sin nadie que la espere y la ame obstaculizada y tapada ahora por las nubes de tormenta.



Deseó con todas sus ganas estar muerto. Que su corazón dejara de latir para poder olvidar así el dolor y el sufrimiento. Pero al fin y al cabo ¿No estaba muerto ya?...