lunes, 21 de febrero de 2011

El Impulso de la Tormenta Parte XI

Otto caminaba de un lado a otro del espacioso salón. La penumbra se había adueñado de la sala, y tan solo la luz de la chimenea calentaba e iluminaba la fría estancia con sus chisporroteo entre las llamas y su constante crepitar de la madera ardiente. Anna, se encontraba parada, a escasos metros del fuego brillante, mirándolo perdidamente, buscando un consuelo entre las llamas, un aviso, un presagio de que su amo iba a volver sano y salvo... algo en lo que mantener su esperanza y privarle del llanto que, poco a poco, junto con el desconsuelo y la tristeza se iba apoderando de su ser.

Hans, en cambio, reposaba en una silla con un codo apoyado en la mesa mientras con su mano sujetaba la cabeza. También miraba absorto el fuego, sin embargo, éste no buscaba el consuelo de la gimoteante Anna. No. El buscaba respuestas a la desaparición ilógica de su amigo y compañero. En su contra, Ángela Christel, en pie, parecía la más tranquila de los allí congregados, no obstante, su corazón no dejaba de latir con la misma fuerza que un martillo golpea el hierro para darle forma y, cada segundo que pasaba, era un suplicio dentro de su mente. Poco le gustaba a la hermana de Hans exteriorizar sus sentimientos.

-Debemos de hacer algo.-Dijo Otto parándose en seco delante de la chimenea. Juntó sus dos manos gruesas por detrás de la espalda y cerró los ojos buscando una respuesta que no tardó en llegar.
-¿Qué quieres que hagamos, Otto? ¡no podemos salir! llueve a cántaros!.-Gritó Hans.
-¡Es mi señor el que vaga fuera con esta vasta tempestad!.-Gritó el criado volviéndose hacia Hans.
-¡Y es mi amigo el que se está jugando la vida allá fuera!.-Respondió con dureza el hermano de Ángela Christel que se levantó y se encaminó hacia el criado, con el que no tuvo reparo en encararse y mirar por encima del hombro.

Ambos sintieron una delicada manos separándolos por la parte del pecho, mientras escuchaban una fina voz femenina a medio camino entre el sollozo desconsolado y la súplica.

-¡Por favor! ¡mantened la calma! -era la hermosa Anna- ¡no os peléis! ¡os lo suplico! ¡por el amor de Dios!.

Las ojos esmeralda del joven Hans se toparon con los llorosos de Anna que hacían brotar pequeños diamantes de sus glándulas lacrimales que resbalaban por su mejilla y estallaban en su ropa igual que la lluvia contra la apocalíptica vidriera. Hans sintió compasión por ella y volviéndose hacia su sitio se palpó la frente a la par que suspiraba fuertemente.

-Está bien, está bien, está bien. Vamos a serenarnos.-Dijo Hans.-Ahora mismo no hay absolutamente nada que podamos hacer. Llueve a mares y salir ahora es perdernos nosotros también.-Todos asintieron. Incluso Otto, más reaccio ante la pasividad del joven.-Propongo quedarnos aquí hasta que amanezca. La pobre luz del sol ente las nubes nos proporcionará algo más de claridad para buscar a Alexander y volver sanos y salvos con él.
-¿Y quedarnos quietos mientras tanto? ¡jamás! ¡tiene qué haber otra solución! ¡tiene que haberla!.-Gritaba el desconsolado Otto.
-¿Se te ocurre algo mejor a tí?.-Desafió Hans.

Otto apretó los puños de forma fuerte. No. No se le ocurría nada mejor. Por desgracia para él, Hans tenía toda la razón, y hasta el nuevo amanecer, no podrían hacer nada. Se lamentó de todo en silencio mientras bajaba la cabeza y negaba de forma leve, lo que supuso la sonrisa y el regocijo de tanto de Hans como de su hermana, que contemplaba orgullosa como su hermano se había llevado aquella disputa dialéctica como si hubiese sido un juego de niños. Anna se abrazó a su padre y este rompió a llorar.

Si algo tenía asegurado Otto, es que con la primera luz del alba iría a buscar a s señor. Si algo tenía claro Anna, es que no iba a dejar a su padre solo... ¿qué tendrían claro Hans y Christel?...

viernes, 11 de febrero de 2011

El Impulso de la Tormenta Parte X

Todo se había parado ante esa voz angelical. La lluvia cesó. Los árboles, muertos antes, con aspectos lóbregos y tétricos de antaño, ahora lucían verdes y hermosos como si estuvieran en plena primavera, las marchitas flores, mostraban una alfombra multicolor de diversas tonalidades donde abundaba el rubí de las amapolas que destacaban sobre el esmeralda de la hierba donde yacían como si fueran heridas de la tierra.

Y ella estaba ahí, con su semblante serio pero angelical, con sus manos blancas de porcelana y su alta y delgada figura dándole a todo un hermoso brillo que las cosas no tenían antes, y a eso, hay que sumarle que todo cuanto se observaba a su alrededor, estaba seco... ¡seco! a pesar de la gran tormenta que había caído.

El dorado de sus cabellos proporcionaba una luz más celestial que la del propio sol, que la luna llena, que las huestes celestiales bajando de los cielos. Era una luz que insuflaba fuerza y tranquilidad, que proporcionaba descanso y seguridad a todo aquél que se veía embriagado por la fragancia y el aroma de la mujer de la que emanaba dicha maravilla lumínica.

-¿Quién eres?.-Preguntó Alexander.
-¿Quién lo pregunta?.-Contestó ella.
-Alguien que os ama.-Respondió Alexander convencido.
-¿Amáis lo incorpóreo y lo intangible? ¿Tenéis predilección por lo imposible? Dadme vuestro nombre, caballero, y os prometo, os daré el mío.-Alegó la joven con una hermosa sonrisa en la cara.

Salían de su boca, las palabras más bellas que jamás hubiera escuchado el barón. Cada sílaba representaba una nota musical, y cada palabra, era una melodía de ensueño... Y mirándola a los ojos, a esos bellos pozos azules sin fondo alguno, Alexander dio respuesta a la pregunta de la joven.

-Yo, me llame Alexander Van Wescher y soy el barón de estas tierras que pisáis. ¿Y vos? ¿Quién sois?
-Me llaman Sturm en la tierra de los anglos, Isla de los Poderosos y antigua Britania, en España, me denominan Tormenta, y aquí, donde vos vivís y de donde os proclamáis barón, me llaman Sturm.
-¿Tormenta? ¡Extraño nombre para una mujer! ¿De dónde sois?
-De un reino que supera todas las posesiones que puedas acaparar, Alexander.
-¿A qué os referís? ¡Me tenéis confundido!
-No soy de este mundo.
-¿Sois diablo? ¿ángel tal vez? -Preguntó Alexander con mucho interés.
-Ni lo uno, ni lo otro.-Contestó ella riendo-Soy un espíritu, noble Alexander, y mi reino no es de este mundo. Yo, vivo allá donde me lleva la tormenta, donde las nubes se levantan y las gotas de agua caen. ¡Ése! ¡Ése es mi hogar! Ninguna parte.-Añadió sonriendo.
-¡Extraño lugar ése del que habláis! Mas, siendo un espíritu, me resulta raro que tengáis un nombre, y más, uno tan feo como Tormenta siendo la damisela más hermosa que mis ojos hayan podido ver.
-¿Quién os dijo que tenía nombre? Os he dicho como me llaman, mas, yo no tengo nombre.-Dijo la Dama divertida.
-¿Me permitís entonces que os ponga uno?.-Dijo interesado Alexander.
-¿Cómo te gustaría llamarme?
-Ángela...-Contestó Alexander saboreando el nombre.
-¿Por qué Ángela, Alexander?.-Quiso saber ella.
-Por que vuestra faz se asemeja a la de los ángeles del Señor, y es por ello, por lo que os deberíais de llamar Ángela, si no os importa.
-No me importa, me gusta el nombre y tus halagos... pero dime ¿Qué es un nombre sino una palabra que se lleva el viento? No importan los nombres, Alexander... sólo los sentimientos y el corazón.
-Entonces, dejadme que os llame Ángela, por que es lo que mi corazón ansía y lo que mis sentimientos me llevan a deciros...

Y en esto estaba Alexander cuando una duda apesadumbró su corazón y nublo su mente todo recuerdo de la Dama... ¿Sería un sueño eso que vivía? No lo sabía... pero lo que sí sabía, es que pasaría por el mismo calvario noche sí y noche también con tal de vivir este hermoso sueño que parecía más real que imaginario, aunque, para él, aquéllo parecía más un sueño que una vivencia... Era todo tan perfecto... Tan perfecto...

lunes, 7 de febrero de 2011

El Impulso de la Tormenta Parte IX

Caminaba Anna indecisa por el vestíbulo del castillo a pocos metros de la entrada principal. Su semblante se presentaba nervioso a pesar de que se había arreglado en demasía para recibir a los ilustres invitados que no tardarían en llegar a la casa de los barones Wescher.

Afuera, arreciaba un temporal enrarecido por las lluvias y la abundante humedad del ambiente. Las gotas que caían del cielo, golpeaban las piedras negras del castillo y la gran puerta del mismo produciendo un eco ensordecedor en el vestíbulo que poseía amplios ventanales con vidriera incluida representando, esta vez, paisajes más idílicos y armoniosos, pero, como era habitual en aquel castillo, seguía los preceptos mitológicos de la Biblia, y, a la derecha, fielmente representado, quedaba un Cristo con las manos abiertas que no cesaba de mirar al frente, y a la izquierda, una representación de la Virgen María ascendiendo a los cielos.

En frente de la puerta, había una gran escalera de granito recargada a lo gótico con dos gárgolas; una a cada lado de la escalera que tenían la forma de dos dragones con la boca abierta y con una fiel apariencia demoniaca que solía causar pudor y respeto a los que osaban adentrarse en la morada de los barones de Röcken.

Se produjeron tres sonoros golpes en la puerta que interrumpieron el sonido de la lluvia al estrellarse en las paredes. Anna, dudó en sobremanera si abrir o no la puerta y se quedó unos segundos meditando y observando indecisa la puerta; ni cabe decir, que, Anna, a pesar de no ser una mujer miedosa, sí que lo era discreta y segura. Su cabeza comenzó a barajar posibilidades...-Podría ser la visita, pero el camino está embarrado... O igual, mi padre y el gran barón que vienen ya e su caza-. Una nueva ráfaga de golpes, llamó su atención y se dirigió con paso firme pero indeciso hacia la puerta. Acarició el tirador de bronce que aparentaba ser el cuerpo de un cisne que era bañada por la tenue luz de unas antorchas que yacían debajo de los ventanales, al lado de las puertas, bajo las gárgolas al principio de la transitada escalera, y otras dos al final, junto a la pequeña puerta. La criada estiró su brazo y la puerta empezó a abrirse. De las sombras, salieron dos figuras empapadas y encapuchadas con sus capas que entraron como el rayo en la sala, una de ellas, era una mujer de pelo negro y ojos verdes como el campo en primavera, y el hombre que estaba al lado suya, representaba las mismas facciones que su acompañante, si acaso, más endurecidas, mas, ambos poseían rasgos felinos que embellecían su rostro: eran Ángela Christel Van Thiele y su hermano, Hans Van Thiele.

-¡Santo Dios! ¿Dónde estabas Anna?-Dijo Ángela con aires de superioridad-¿Es qué querías que nos muriéramos haya fuera?
-Fue un desliz, señora, estaba alejada del vestíbulo y no os oí llegar.-Mintió Anna para evitar represalias por parte de su amo.
-Presta más atención, Anna, estamos empapados y todo por tu culpa, pero olvidemos este pequeño incidente.-Pronunció Hans de forma firme, tajante y potente- Dime, ¿dónde está mi amigo Alexander?
-Salió a cazar con mi...-Anna, meditó su respuesta y continuó con una ligera variación-con su criado, Otto.
-¡Vaya! ¿Tardará en llegar? ¡Estoy empapada! ¡Quiero un poco de calor! ¡Sentarme al fuego!-exclamó Ángela.
-No, no tardarán, es de noche ya y hace un temporal malísimo, seguramente, ya estará de vuelta.
-Más te vale, porque sino...-Comenzó Hans que se vio interrumpido por un golpe en la puerta ahciendo que éste girase en redondo para recibir a un nuevo e inesperado invitado; Otto, que jadeaba incesamente y cuyo rostro, mojado por la lluvia, presentaba facciones preocupantes y nerviosas.

-¿Qué?-preguntó Hans-¿Qué demonios? ¿Dónde está Alexander? ¡Dime! ¿Dónde está mi amigo?
-¡Alexander está en el bosque! ¡Se ha perdido! ¡Se ha perdido!-Gritó Otto llevándose las manos a la cara y comenzando a llorar.

Anna, se precipitó sobre su padre y abrazó a aquél con amor y ternura propias de una hija. Hans y Ángela, por su parte, se miraban consternados y confusos. ¿Sería aquélla la última noche que verían a Alexander?

miércoles, 2 de febrero de 2011

El Impulso de la Tormenta Parte VIII

Alexander cabalgaba, literalmente, entre las nubes. La neblina impedía cualquier visión correcta del peligroso camino y no veía más allá de la cabeza de su montura.

Trotaba inmerso en sus pensamientos, alejado de todos y todo cuanto lo rodeaba, tratando de comprender el porqué de tantas cosas que azotaban su cuerpo y alma que le pareció casi inexplicable la quietud y la tranquilidad que se respiraba en el cargado ambiente... ¡Caminaba tan ajeno a todo! que no se dio cuenta de que se había separado de Otto y alterado su destino de forma considerable, mas, ni aún así conseguía salir de su ensimismamiento.

Pensaba en la Dama de la Tormenta, en el ente que bajaba de los cielos cada vez que llovía, y en la única mujer que conseguía cautivar su corazón hasta la fecha.

Conservaba en su recuerdo, la hermosa cabellera dorada que parecía tejida por hilos divinos por la propia Afrodita, de sus hermosas y blancas manos que parecían de blanca porcelana, de su faz resplandeciente en medio de una oscuridad que a él le parecía perpetua... de sus ojos: un lago sin fondo alguno, un océano de ternura, un mar de sensaciones.

Cuando pensaba en ella el tiempo parecía ralentizarse hasta el punto que parecía que la noche jamás llegaría, que no saldría la luna, que no cantaría el ruiseñor su alegre melodía... Moría por ella, realmente... Pero algo le sacó de su ensimismamiento y se enrabietó con el caprichoso destino que le privaba de pensar en su amada cuando sintió una sensación extraña pero reconocida a la vez: estaba lloviendo; sin embargo, la neblina seguía en el suelo y no se divisaba disipamiento alguno.

Su corazón comenzó a latir con fuerza, a rugir como si el de una bestia enjaulada se tratase. Miró al cielo con renovado interés y buscó entre su cielo empañado por la niebla, alguna señal, algo que pudiera delatar que Ella había bajado, que la Dama estaba en tierra y que se disponía a ir a su encuentro cuando entonces lo vio; el rayo de luz nocturno había cruzado el cielo y se había hundido en el suelo terráqueo a apenas unas decenas de metros de donde se encontraba Alexander, quien, con fuerza y esperanza sobrenaturales, espoleo con violencia su caballo que sintió en las tiernas carnes de su tripa el clavo de los estribos que llamaba a una carrera veloz.

Corrió el caballo con su caballero, y el caballero a por su Dama entre árboles grisáceos cuyas ramas no alcanzaban a verse por culpa de la niebla y cada vez llovía con mayor potencia, igual que latía el corazón del joven barón de Röcken.

Galopaba el caballo con toda fuerza, y con más fuerza espoleaba Alexander a su montura para que se diera prisa en llegar: tenía unas ganas intensas de verla otra vez, de espiarla entre los verdes arbustos y las firmes rocas del lugar. Atravesó una gran arboleda que le hicieron costar varios arañazos en el rostro, y tuvo que sortear un pequeño riachuelo; parecía que esa noche todo había de jugar en su contra... ¡y él tan entusiasmado! pero el tiempo corría y corría, y el caballero no daba con su dama y cada vez andaba más desesperado. Las lágrimas resbalaban por su rostro y se mezclaban con las perlas de la lluvia intensa y un rezo acudía a su pensamiento.

Corría tanto y tanto, y su carrera daba tan pocos frutos.

Pasaban las horas y él, ya con la esperanzas perdidas, aminoró el paso del animal hasta quedar en un leve trote que se traducía en descanso para su exhausto corcel.

Estaba empapado y desesperanzado: la misma lluvia que mojaba su ropa entristecía su corazón y su alma, y el fino velo de agua cayendo ante él, nublaba y disipaba de su vista toda fe de volver a verla. -¿Por qué todo tiene que ser tan difícil?- pensaba Alexander- ¿Por qué no vienes a mí?

-¿Por qué no quieres venir a mí?. -Grito Alexander que bajo su rostro apenado mientras daba la vuelta a su montura para emprender un funesto camino a casa...

-¿Por quién clamas, viajero sin rumbo, que su mera presencia quiebra tu voz, nubla tu vista, causa tus lágrimas, y te cautiva el corazón?