miércoles, 2 de febrero de 2011

El Impulso de la Tormenta Parte VIII

Alexander cabalgaba, literalmente, entre las nubes. La neblina impedía cualquier visión correcta del peligroso camino y no veía más allá de la cabeza de su montura.

Trotaba inmerso en sus pensamientos, alejado de todos y todo cuanto lo rodeaba, tratando de comprender el porqué de tantas cosas que azotaban su cuerpo y alma que le pareció casi inexplicable la quietud y la tranquilidad que se respiraba en el cargado ambiente... ¡Caminaba tan ajeno a todo! que no se dio cuenta de que se había separado de Otto y alterado su destino de forma considerable, mas, ni aún así conseguía salir de su ensimismamiento.

Pensaba en la Dama de la Tormenta, en el ente que bajaba de los cielos cada vez que llovía, y en la única mujer que conseguía cautivar su corazón hasta la fecha.

Conservaba en su recuerdo, la hermosa cabellera dorada que parecía tejida por hilos divinos por la propia Afrodita, de sus hermosas y blancas manos que parecían de blanca porcelana, de su faz resplandeciente en medio de una oscuridad que a él le parecía perpetua... de sus ojos: un lago sin fondo alguno, un océano de ternura, un mar de sensaciones.

Cuando pensaba en ella el tiempo parecía ralentizarse hasta el punto que parecía que la noche jamás llegaría, que no saldría la luna, que no cantaría el ruiseñor su alegre melodía... Moría por ella, realmente... Pero algo le sacó de su ensimismamiento y se enrabietó con el caprichoso destino que le privaba de pensar en su amada cuando sintió una sensación extraña pero reconocida a la vez: estaba lloviendo; sin embargo, la neblina seguía en el suelo y no se divisaba disipamiento alguno.

Su corazón comenzó a latir con fuerza, a rugir como si el de una bestia enjaulada se tratase. Miró al cielo con renovado interés y buscó entre su cielo empañado por la niebla, alguna señal, algo que pudiera delatar que Ella había bajado, que la Dama estaba en tierra y que se disponía a ir a su encuentro cuando entonces lo vio; el rayo de luz nocturno había cruzado el cielo y se había hundido en el suelo terráqueo a apenas unas decenas de metros de donde se encontraba Alexander, quien, con fuerza y esperanza sobrenaturales, espoleo con violencia su caballo que sintió en las tiernas carnes de su tripa el clavo de los estribos que llamaba a una carrera veloz.

Corrió el caballo con su caballero, y el caballero a por su Dama entre árboles grisáceos cuyas ramas no alcanzaban a verse por culpa de la niebla y cada vez llovía con mayor potencia, igual que latía el corazón del joven barón de Röcken.

Galopaba el caballo con toda fuerza, y con más fuerza espoleaba Alexander a su montura para que se diera prisa en llegar: tenía unas ganas intensas de verla otra vez, de espiarla entre los verdes arbustos y las firmes rocas del lugar. Atravesó una gran arboleda que le hicieron costar varios arañazos en el rostro, y tuvo que sortear un pequeño riachuelo; parecía que esa noche todo había de jugar en su contra... ¡y él tan entusiasmado! pero el tiempo corría y corría, y el caballero no daba con su dama y cada vez andaba más desesperado. Las lágrimas resbalaban por su rostro y se mezclaban con las perlas de la lluvia intensa y un rezo acudía a su pensamiento.

Corría tanto y tanto, y su carrera daba tan pocos frutos.

Pasaban las horas y él, ya con la esperanzas perdidas, aminoró el paso del animal hasta quedar en un leve trote que se traducía en descanso para su exhausto corcel.

Estaba empapado y desesperanzado: la misma lluvia que mojaba su ropa entristecía su corazón y su alma, y el fino velo de agua cayendo ante él, nublaba y disipaba de su vista toda fe de volver a verla. -¿Por qué todo tiene que ser tan difícil?- pensaba Alexander- ¿Por qué no vienes a mí?

-¿Por qué no quieres venir a mí?. -Grito Alexander que bajo su rostro apenado mientras daba la vuelta a su montura para emprender un funesto camino a casa...

-¿Por quién clamas, viajero sin rumbo, que su mera presencia quiebra tu voz, nubla tu vista, causa tus lágrimas, y te cautiva el corazón?

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