Adoraba el silencio
que creaban sus labios al hablar de lo cansado de su día, pero yo no me cansaba
de ver el sonido de sus palabras vibrando en su garganta porque así los colores
parecía que cantaban. Y de hecho cantaban. O al menos yo los veía más vivos
cuando se tumbaba en el sofá a leer una poesía. La miraba y la echaba de menos,
¡estaba tan lejos allí sentada, al alcance de la mano! Pero su mente siempre
estaba distante, hablando de sus cosas, cercana al mundo pero lejos de la
ventana por la que entraban los rayos del sol que tostaban la piel desnuda de
su ropa.
No era capaz de
apreciar la belleza de un mar verde donde nadaban los ciervos porque prefería
observar la tierra donde andan los delfines y los peces, siempre en fila india
para confundirse y mezclarse entre ellos. Pero aquello también era hermoso,
pero no más que ella.
Ella tenía una
gracia especial que sólo se encuentra en las piedras y los jarrones de
porcelana, llenas de un dinamismo monótono y de un caos ordenado meticulosamente,
como si alguien hubiera cincelado con un férreo y fuerte martillo de cristal de
bohemia un débil bloque de diamante.
Pero ciertamente me
daba mucha pena la velocidad con la que, para ella, pasaba la vida, pues sufría
la misma endeble mutabilidad que una estatua romana o una anciana montaña, y yo
quería para ella la eternidad de una gota de rocío, o la larga duración que
tiene escribir una frase sobre la arena del mar, lejos del agua: a diez centímetros
de la orilla y con un mar turbulento. Y eso lo quería así porque sabía de la inmortalidad
de la vida cuando acecha la muerte: la infinitud para dormir es demasiado corta
comparado con el parpadeo de sus pestañas.
Pero el caso es que
yo la quería. Así. Mutable e interminable. Como una brisa marina deslizándose
por el fondo de una montaña, como si por la cara del océano nunca se hubiera
deslizado una roca. Como si los colores nunca hubiesen cantado cuando ella leía
una inquieta poesía en un libro aún por escribir.
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