lunes, 17 de enero de 2011

El Impulso de la Tormenta Parte II

Aquella noche parecía que la cosa estaba algo más calmada. La lluvia no irrumpía con tanta fuerza en los techos del castillo de Alexander quien, por una noche más, no podía dormir y se quedó postrado en un amplio y cómodo sillón de tela roja en medio de un gran salón.

La estancia era iluminada por la luz de una moribunda chimenea casi sin leños que echar y la semipenumbra dejaba entre ver varias antorchas y candelabros predispuestos de forma ordenada por la habitación siendo todos ellos de cobre. En las inmediaciones del ya mencionado salón, descansaba una gran mesa rectangular que cubría un amplio espacio de la sala y quedaba custodiado por dos sillas; una a cada extremo siendo ambas de madera de roble muy delicadamente pulidas con hermosos adornos en los banzos que acababan en una especie cabeza de dragón y en los enormes espaldares de la silla sobresalía por la parte de arriba lo que parecía ser una cabeza de lobo con las fauces abiertas.

Había tres puertas en la sala; la principal, una puerta rectangular acabada en semicírculo y que presentaba un gigantesco picaporte de oro con la forma de un cisne que contrastaba con el elegante tono marrón oscuro de la puerta, y para acabar, dos humildes portecillas, una de las cuales, daba a la cocina y la otra a una estancia mayor que conducía al cuarto de los criados.

Custodiaban la puerta principal, dos tapices con la heráldica familiar bordado en él con hilo de oro y fondo azul, destacando también el hermoso tapiz que yacía arriba de la chimenea cuya figura era la de un dragón que parecía volar. Y si algo seguro hay, es que la familia de Alexander van Wescher era muy aficionada a los cuentos de trovadores y juglares y a la fantástica mitología germana, razón por la cual, en aquella habitación habían hecho al lado derecho una especie de vidriera que cubría una mínima parte y daba directamente al jardín del castillo.

La vidriera representaba un pasaje del Apocalipsis donde se veía un halo de luz bajando desde el cielo y varios ángeles descendiendo del mismo con una espada en ristre y bajo estos, una especie de herida en la corteza del suelo del que salía un dragón acompañado de algunas llamas y cuatro jinetes tras de sí.

Contemplaba Alexander absorto dicha imagen y reflexionaba sobre ella cuando de repente, y sin creerlo, vio bajar del cielo un haz de luz semejante al de la lujosa vidriera y su cuerpo se estremeció instantáneamente.

Relacionaba todo cuanto acababa de acaecer en su mente y a su cabeza venían varios versículos del Apocalipsis y se temió lo peor; tal vez los ángeles estuvieran bajando del cielo para librar una nueva batalla contra el mal y los demonios que se propagaban a través de las mentes y corazones de los hombres haciéndolos malvados y crueles con su prójimo. Pero algo dentro de sí llamó su atención y sintió plena curiosidad por saber que era aquello que sus ojos habían visto; si era un ángel o un demonio, quería verlo con sus propios ojos aunque ello le costase la vida.

Armose el valiente barón de Röcken y sin que nadie se percatara de su presencia por los pasillos, descendió deprisa como el haz de luz que acababa de ver y se precipitó corriendo hasta las caballerizas del castillo situadas justo en una esquina del patio donde estaban los jardines.

Allí, entre las pajas que comían las bestias y el relincho de los animales sorprendidos ante la presencia de su señor, buscó su corcel, un corcel blanco con una pequeña mancha marrón en su hocico y de crines larga y hermosas que era llamado cariñosamente por si amo como "Heracles", puesto así por la majestuosidad que mostraba en el trote el potente animal y por la velocidad que alcanzaba en campo través.

Una vez ensillado, golpeó suavemente la cabeza de su montura y se subió sigilosamente cruzando primero una pierna por encima del animal. Tras ésto, golpeó con los estribos a su montura y ésta, lejos de desbocarse, se colocó a dos patas para mostrar si cabe aún más la pureza de su sangre mientras lanzaba al aire un desgarrador relincho semejante a un fiero grito de guerra de los antiguos teutones.

-¡Corre Heracles! ¡Corre más raudo que el viento!-Animó Alexander a su montura.

No hay comentarios:

Publicar un comentario