sábado, 15 de enero de 2011

El Impulso de la Tormenta

I

Aquel joven robusto y de cabellos negros como la boca de una cueva miraba al exterior desde un pequeño ventanal situado a varios metros sobre la mojada superficie terrestre en un pequeño torreón de piedra grisácea.

Sus ojos marrón claro oteaban el horizonte buscando respuestas a los extraños fenómenos de la noche lluviosa a la par que la lluvia se estrellaba contra la superficie rocosa de la torre del castillo en que vivía. Y es que el joven barón de Röcken vivía espectante ese momento.

No había luna alguna en el cielo; todo era un cúmulo de nubes grisáceas tapando todo rayo de luz que pudiera provenir de los astros nocturnos. ¿Todo? No... Todos no.

En mitad de la noche, mientras la lluvia se veía reflejada los ojos claros de Alexander, el barón de Röcken, una especie de rayo plateadoo surcó los cielos hasta dejarse caer en un bosque de forma rápida pero delicada, como si el cielo quisiera depositar una muñeca de porcelana en la tierra de forma instantánea pero que esta no se rompiera.

¡Era tan extraño! Un haz de luz aquella noche tan negra, tan oscura, tan lluviosa... ¡Una noche mágica para todos! ¿Para todos? ¿O sólo para Alexander?

El joven barón se giró ipso facto al escuchar el singular ruido de unos zapatos por las cercanas escaleras que conducían de la torre a las inmediaciones del castillo y vicebersa.

El eco se hacía cada vez más evidente y cercano aunque seguía siendo igual de lento que en sus comienzos. Los truenos rompían con gran estruendo el eco de la  monórrima melodía de los zapatos al entrar en contacto con el suelo mientras que, muy de vez en cuando, un rayo partía el cielo en dos y su hermoso destello se colaba por el estrecho ventanal de la torre y la lluvia seguía muriendo al contacto con la roca mate del feudo y constituían una especie de fondo musical torpe que no cesaba ni un momento de sonar como si fuera un tambor repicando ante la ejecución de un reo bajo garrote vil.

Segundos más tarde, al caer un rayo e iluminar la fría estancia, una gruesa puerta de madera se abrió y dió paso a un hombre bastante mayor que lucía una frente despejada y que no tenía más pelo que el que le colgaba de la nuca y que no suponían más que un pequeño brote de cabellos blancos semejantes a una brizna de hierba alta en medio de un prado.

Los ojos marrón oscuro de aquel alma escueta que respondía al nombre de Otto escudriñaron la pequeña sala y estudiaban con precisión al hombre que reposaba cerca del ventanal.

Otto llevaba una especie de candelabro cuyas velas iban muriendo conforme pasaba el raudo tiempo y cuya anterior vida quedaba resumida a pequeñas gotas de cera que silvaban al caer al suelo frío del castillo.

-Señor... ¿Qué haceis aquí? ¡Vamos a dormir que ya es tarde! -Aconsejó Otto.
-No puedo dormir, Otto.
-¿Por qué causa?

Alexander miró por la ventana una vez más mientras pronunciaba unas palabras a su fiel y servicial criado:

-He visto caer del cielo un haz de luz, Otto, y esto ocurre cada vez que llueve.
-¿Y le dáis importancia a ello? ¡Será un rayo que cae del cielo! ¡Pasa siempre!
-¡No era un rayo! ¡Es imposible que fuera un rayo! ¡Ni serpenteaba ni fulgía de forma amenazante como él! ¡No! Era como una mujer...-Contestó Alexander mientras volvía lentamente su mirada hacia Otto.
-¿Qué? ¡Desvariáis! ¡Una mujer decís! -Exclamó Otto sorprendido llevándose su mano derecha libre hacia su costado.-Señor, vamos a dormir, es tarde y el cansancio le hace ver cosas que no son.
-Sí no es una meujer, entonces es un ángel caído.-Dijo convencido Alexander.
-Señor, el único ángel caído que existe es Lucifer y que Dios lo aleje de aquí. Está cansado. Vamos.

Otto hizo una señal para bajar y agarró de forma amistosa a su señor por el brazo mientras este caminaba de forma lenta cuando de repente, el barón de Röcken quedó petrificado ante su criado y le lanzó una pregunta:

-Dime pues, ¿Qué crees que es?
-Será un rayo de luna, señor.
-Sí... Un rayo de luna... Claro...

La decepción se apoderó del rostro de Alexander mientras bajaba cabizbajo tras la delgada figura de su criado y amigo. Pero dentro de sí, había algo que negaba las racionales palabras de Otto. -No. -Pensó Alexander- Tiene que ser otra cosa...

Y con este pensamiento, Alexander van Wescher, barón de Röcken, se dirigió lentamente hacia sus aposentos en el castillo para comenzar una larga e insómnica noche donde el pensamiento sería el principal protagonista... Y su principal tortura.

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