miércoles, 26 de enero de 2011

El Impulso de la Tormenta Parte VI

El impaciente Otto recorría las estancias del castillo vigilando que todo estuviera en orden mientras su hija continuaba limpiando las cocinas y demás dependencias del emplazamiento.

Tras finalizar su ronda particular por el que había sido su hogar desde siempre, se aproximó a la vidriera del salón.

Todo estaba más luminoso gracias al Sol del amanecer cuyos rayos traspasaban la vidriera creando una especie de cuadro de luces en el suelo gracias a los vistosos colores de la apocalíptica pero bella vidriera.
No estaba la chimenea encendida como era habitual en aquellos días tan gélidos y la mesa aún no estaba predispuesta para el abundante desayuno del barón quien había vuelto a salir la noche anterior.
Otto lo sabía y cada vez que lo volvía a ver le echaba una dura reprimenda a pesar de que sabía que el rebelde noble volvería a pecar de inocente y desecharía sus consejos una vez más, así, el tiempo le había dado la razón a su sabiduría y cordura y no había vuelto a mencionar nada más del asunto después de la cuarta salida pues, sabía del empeño de Alexander en encontrar a una dama que nadie más había visto y que había bajado del cielo en forma de rayo.

Estaba cansado ya de las mismas palabras y de la misma contestación insolente, mas, él también había sido joven y soñador y en el fondo de su corazón entendía al barón de Röcken y comprendía sus absurdas y frecuentes bravatas nocturnas. Todo para encontrar a algo que no yacía entre los vivos y que muy probablemente fuera producto de su imaginación... O eso pensaba Otto.

Escudriñando la vidriera, se percató de la presencia de una sombra de ropajes oscuros y caballo blanco que se movía a la velocidad del suspiro y que entraba por la puerta principal: era él, Álexander van Wecher, el barón de Röcken que volvía de otra de sus aventuras bajo el lluvioso manto de la noche.

Otto contempló impasible como el dueño del castillo dejaba al corcel en la caballería con mucho cuidado y como tras ello subía deprisa las escalinatas que conducían al vestíbulo del salón donde descansaba Otto.

Apenas unos minutos más tarde, el barón entró por la puerta grande del vestíbulo totalmente empapado pero con una sonrisa de oreja a oreja.

-¡Buenos días, Otto! -Dijo el entusiasmado Alexander.
-Gratos son, mi señor. Ya veo que volvéis contento de vuestra andadura nocturna, ¿Puedo preguntar a qué se debe?-Preguntó Otto mientras se encaminaba a una silla y se sentaba de forma lenta.
-Sí; la he visto esta noche. ¡Estaba tan hermosa como siempre!-Dijo el barón colocándose justo al lado de su criado.
-Interesante.
-¿No me crees?-Masculló Alexander a medio camino entre la voz y el susurro mientras se sentaba al lado de su criado.
-No puedo creer en lo que no veo, señor.-Contestó Otto.
-Entonces dime, Otto ¿Cómo es que creemos en Dios si no lo vemos?-Dijo Alexander con una sonrisa diabólica que pillo de improvisto a Otto.
-Es fe. Es por fe en lo que creemos.-Respondió con sequedad.
-Entonces, por el Altísimo, Otto, amigo mío, te suplico que me creas: ¡la he visto y es tan real como tú o yo!-rebatió con vehemencia-Si fuera una diosa de la antiguedad, sería Afrodita.
-¡Blasfemáis!
-¡Para nada! Acompáñame esta noche si quieres y te la mostraré.-Dijo Alexander.
-Tengo mejores cosas que hacer que perseguir mujerzuelas.-Declaró Otto rotundamente.
-Salgamos a cazar pues; las despensas están vacías, según me comentó Anna, y necesito de un fuerte y experimentado brazo que me acompañe. ¿Qué me dices a eso, Otto?.
-Si lo veis con buenos ojos... Tendré que ir, además, esta noche nos visitarán vuestro amigo Hans Thiele y su hermana, la señorita Ángela Christel y sería descortés no ofrecerles una buena comida recién cazada.
-¡Toda la razón, Otto! Nos veremos abajo dentro de media hora si así lo véis bien: quiero ponerme ropas secas antes de partir.-Exclamó Alexander mientras se levantaba y caminaba en dirección hacia sus aposentos con cierta alegría en el cuerpo.
-Bien lo veo si así lo precisáis.

Tras la retirada del joven nobilita, Otto contempló el cielo desde donde estaba sentado y se fijó en los nubarrones que se dirigían hacia el castillo de forma lenta pero ininterrumpida... Habría que darse prisa o les llovería, aunque algo dentro de su corazón, le decía que la intención de Alexander no era la de cazar... Y mucho menos, la de volver por la noche.

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