miércoles, 19 de enero de 2011

El Impulso de la Tormenta Parte III

Heracles corría como si fuera un demonio impulsado por los latigazos del propio Lucifer por aquel austero y sombrío paisaje.

La noche, que todo lo tornaba en misterioso, estaba totalmente cerrada y tan siquiera el fulgor de alguna estrella podía notarse en el cielo porque los nubarrones de tormenta habían cubierto absolutamente todo el cielo y nada se dejaba ver entre su aura oscura y grisácea que despedía miles y miles de gotas de agua de forma continua y fuerte.

Los árboles dibujaban en la noche un sin fin de formas sepulcrales, muchas de ellas terroríficas y góticas, pero, al fin y al cabo, todas ellas siniestras. Todas las formas parecían sacadas de un libro de terror y donde había árboles secos que servían de leños, ahora parecía que todos eran rostros agónicos situados entre la inmediación de la vida y la muerte. Los silbidos del viento traían consigo los lamentos de muerte arrancados de las ramas de los árboles al pasar entre ellos, y de vez en cuando, se le sumaba al tétrico espectáculo el aullido de algún lobo o el chirriante sonido de alguna bestia nocturna.

A pesar de todo, Alexander seguía expectante a todo cuanto le rodeaba, sintiendo como la fría lluvia le mojaba sus ropas y su hermoso pelo despeinado por la velocidad hasta llegar a los huesos y despertar la confusión y la curiosidad hacia lo extraño en su corazón que se reflejaban en su fiero rostro cuya clara mirada no cesaba de posarse en todo cuanto se movía.

Anduvo perdido varias horas hasta que, lo que parecía ser el Sol del crepúsculo, empezó a despuntar y clareó un poco el oscuro paisaje nocturno.

La luna, dama de la noche, se iba a acostarse ya y el astro rey asomaba ya por entre alguna de las nubes de invierno; pero seguía lloviendo con una potencia sobrenatural y la tierra había comenzado a vomitar toda aquel agua que no había podido ser absorbida dejando un enfangado paisaje vespertino.

Mas, ya con toda esperanza perdida, siguió Alexander en su búsqueda y fue a topar con una especie de claro minúsculo, formado apenas por un par de metros y justo al lado suya, había una gran superficie de agua que el barón Wescher de Röcken había identificado con un estanque cercano a su casa, lo que le hizo suponer que estaba en el corazón del bosque... Pero su corazón se paró y su rostro perdió todo color ante la sorpresa que se llevó.

No, no fue el estanque revuelto cuyas aguas cristalinas estaban ahora ennegrecidas a causa del barro y de las gotas de lluvia que seguían cayendo sin cesar. No. no fue la lluvia ni el paisaje; fue una presencia que nunca antes había visto.

Esa persona era una mujer alta que portaba un vestido de seda blanco totalmente seco y que estaba acompañada por un aura mágica y dorada que destellaba en todo el paisaje haciendo que lo muerte pareciese vivo de una extraña forma. Sus cabellos dorados y semi rizados emitían un leve brillo que iluminaba y volvía cálida parte de la gélida y oscura atmósfera del amanecer, mientras que sus ojos... Sus ojos eran unas puertas del alma hermosas: eran de un azul profundo con más claridad que los luceros y de mayor profundidad que los amplios e infinitos mares, parecían unos lagos gemelos en calma, un pedazo de cielo en una mirada... Unos ojos que no parecerían ojos si no fuera por la pupila, pues el hermoso iris de aquella joven muchacha eran unos verdaderos zafiros que no le hacían falta las luces de nada para brillar ya que constituían un hermoso destello azulado por si mismos.

¿Era aquello un ángel, o un demonio? Sea lo que fuera, Alexander sintió especial atracción hacia ella y tras bajarse de su gallardo caballo avanzó unos pasos. Era aquello, sin duda, un ángel caído, y poco le importaba al barón que fuera un diablo con forma de mujer, que un bello guardián de las puertas del cielo o un alma en pena, pues, había quedado prendido de su belleza tan sólo mirándola.

-¿Quién eres?-preguntó Alexander.-¿Cuál es tu nombre?

Pero ella no contestó... Por que básicamente, ya no estaba allí. Se había evaporado. Se había ido, y lo había echo de una forma fantasmagórica pues, el rayo de luz que la había traído, también vino a buscarla como si propiedad suya fuese, y ella, sumisa, dejó que el haz de luz la transportase de nuevo hacia el cielo del que había caído. Y ella se alejaba amórfamente... El bello cuerpo de la mujer se transformaba ahora en una especie de vapor plateado que subía sin detenerse.

Miró Alexander, cómo se alejaba la hermosa fémina que acababa de ver, y, aunque no pudo saber su nombre, el asintió convencido mientras se subía al caballo y retomaba su camino de marcha a su castillo con la lluvia cayendo con violencia sobre él.

-Te llamaré... La Dama de la Tormenta, ángel caído. Tus ojos constituirán mi legado, tus cabellos, mi tesoro... Y tu aliento... Será mi único motivo de existencia. Volveré, Dama de la Tormenta, volveré a buscarte... Ángel Caído.

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