viernes, 21 de enero de 2011

El Impulso de la Tormenta Parte IV

Andaba Otto de un lado para otro totalmente nervioso mirando a ambos lados del sendero que conducía del castillo al extenso bosque embarrado. Una joven mujer de cabellos castaños y ojos expresivos y marrón claro seguía al criado con la mirada mientras mantenía las manos unidas sobre su delgado vientre.

-Padre -dijo la hermosa joven con voz dulce- habrá salido, no os lo toméis a mal, es joven y...
-¡Es joven, es joven!-exclamó Otto- ¡Anna, por el Altísimo, tiene labores que atender, y le juré a su madre, que Dios la tenga en su seno y gracia, que cuidaría siempre de él!
-¿Cuándo acaeció eso?-Preguntó un tanto atemorizada Anna.
-¿Qué? ¡En su lecho de muerte, hija mía! ¡Ni si quiera habías nacido! Pero nacerías pronto, angelito mío.

El padre se colocó delante de su hija y la miró con mirada tierna, pero aún nerviosa. Anna se dedicó a sonreír tímidamente y a mirar al suelo cuando adivinó en la linde del bosque, una extraña figura que surgía de entre los matorrales con un hermoso corcel blanco con una mancha en su hocico. El gallardo animal se dirigía con decisión y trote ligero a la posición en la que se encontraban padre e hija, criado y criada.

Anna hizo un tímido gesto con la mano señalando a su señor que se acercaba mientras su padre se giraba de forma enérgica y veloz para recibir y reprimir el comportamiento del joven e impulsivo barón de Röcken. La hermosa Anna, a penas puedo articular un susurro ante la presencia de su señor ante el que bajó la cabeza haciendo que su padre tuviera el honor y privilegio de abrir la conversación y darle una pequeña reprimenda al alocado Alexander van Wescher.

-¡Señor! ¡Señor! ¡A buenas horas llegáis! ¡Ya temíamos por vuestra vida!-Gritó enérgicamente Otto mientras acariciaba la cabeza del caballo y sujetaba las riendas del animal.
-¡Otto! No te esperaba, la verdad. Contestó el joven con una sonrisa a la vez que desmontaba de su ilustre montura.
-¿Qué no me esperabais? ¡Señor! ¡Nos habéis dado un susto de muerte! Espero que tengáis buen motivo para justificar vuestro comportamiento y haber realizado esta especie de aventura que habéis vivido.
-La tengo; ya sé qué es el rayo. -Dijo Alexander mientras sonreía y comenzaba a quitarle la montura al caballo.

Otto miró boquiabierto a su señor y durante unos segundos pareció quedarse sin palabras; como si su mente no estuviera ni allí, ni en condiciones de pensar, pues, aún estaba meditando las palabras de su señor barón cuando, con una leve negación, empezó a hablar con un leve toque de ironía.

-¡Qué misterio! ¡Un rayo de luna os enturbia la mente! Decidme pues, ¿Qué es ese rayo de luz? ¿Lucifer o un solitario haz de luz lunar?
-Ni lo uno, ni lo otro, Otto. -El joven sonrió complacido al dejar sin palabras a su criado y reanudo inmediatamente su parlamento tras contemplar, divertido, la cara de confusión que ponía su siervo-Es una mujer. Un ángel caído del cielo y con gallarda hermosura.
-¿Qué? ¡Deliráis! ¡La lluvia os ha trastornado sin lugar a dudas! ¿Qué clase de mujer podría caer del cielo y andar sola a esas oscuras horas?
-Un ángel.-Respondió Alexander con suma tranquilidad.

Mientras andaba con la montura a cuestas hacia el castillo, Alexander relataba y discutía su comportamiento y lo que vio anoche con el incrédulo Otto que no daba crédito a lo que sus oídos escuchaban. Le parecía todo una blasfemia y pensaba que el cansancio y la lluvia habrían hecho enfermar a su señor, y así, pues, se adentraron hacia el patio del castillo con esa especie de conversación matutina.

Anna, se quedó rezagada, y, como era habitual en ella, se quedó observando el suelo.

Muchas cosas la ruborizaban, y, a pesar de no creer todo lo que había salido de boca de Alexander, pues, parecía más un cuento de hadas que una historia verídica, ella estaba segura de que allá dentro, en el tenebroso bosque, habría visto algo que lo había trastornado, y no sólo la mente; también el corazón.

Ella, como mujer, se había dado cuenta. Sus ojos mostraban un brillo característico y parecía que nada pudiera enfadarle ni herirle a pesar de vivir ahora en una eterna herida de la que mucho costaba cicatrizar, pero pocos salían de ahí.

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