viernes, 30 de diciembre de 2011

Feliz Navidad

Una tenue luz despertó a María del letargo en el que andaba sumido. Sus bellos ojos azules se abrieron poco a poco, hasta que alcanzó a ver a la perfección una habitación en la que nunca antes había estado. ¿Dónde estaba? ¿Qué hacía allí? ¿Cómo había ido a  parar allí?  La habitación estaba completamente vacía, y la semipenumbra la convertía en un lugar sobrecogedor. No era capaz de ver nada más allá de la luz que irradiaba una bombilla colgada de un cable medio pelado en el centro de la alcoba que emitía destellos de forma intermitente, apagándose y encendiéndose sin previo aviso, dejando la habitación en la más completa de las oscuridades en intervalos de tiempo que le parecían eternos y que le causaban un profundo temor.

-¿Hay alguien ahí?-Gritó aterrorizada. No obtuvo mayor respuesta que el eco, seguido de un silencio espectral.

Sentía frío. Mucho frío. El aire, completamente helado, abrasaba sus pulmones, y el viento, gélido, pasaba por su garganta hiriéndola como si le estuvieran clavando miles y miles de puñales de hielo en su blanco cuello. Blanco, como la nieve. ¿Sería su corazón de la misma forma? El frío aterido causaba temblores en su pecho, mas, ¿temblaba por el frío, o por el miedo? Jamás había estado en esa situación, no obstante, algo había allí dentro que le llamaba la atención. Sentía que no estaba sola. Ese presentimiento, lejos de tranquilizarla, la aterraba aún más. Escuchaba pasos en la oscuridad. Ojos observándole. Ojos demoníacos. Ojos inyectados en sangre, rabiosos, que la miraban con odio. Ojos que, a cada mirada de aversión lanzada, sentía que le perforaban el alma. Un alma que, llena de pánico, comenzaba a sangrar miedo. Sentía cómo se le escapaba la vida muy poco a poco, sin embargo, sin saber por qué, una parte dentro de sí, se negaba a aceptar ese final. Tenía la esperanza de que alguien la escuchara. ¿Acaso no había nadie más en la habitación? ¿No era cierto su presentimiento?

-¿Hay alguien ahí? ¡Por favor! ¡Que alguien conteste!-Obtuvo la misma respuesta que antes. Silencio. Agónico silencio. Por sus mejillas, comenzaron a deslizarse lágrimas de la más infinita y amarga de las desesperaciones. Nada, ni nadie más que la tortuosa afasia respondía a sus gritos de socorro.

Intento, en vano, levantarse y buscar una salida de aquel sitio, sucio, mugriento, pero apenas consiguió dar unos pasos antes de sentir un obstáculo que impedía su esperanzador avance. En su tobillo derecho, casi dormido ya por las temperaturas glaciales de la habitación, desnudo por completo, colgaba una cadena gruesa y grisácea. Se agachó para intentar quitársela, pero las fuerzas le comenzaban a fallar. Fue entonces cuando escuchó unos pasos acercándose. No quería mirar. Sentía miedo. Mucho miedo. Por primera vez en su vida, sus ojos no querían elevarse para contemplar lo que pasaba, hasta que, su vista, anclada en un punto del suelo, alcanzó a ver unas botas completamente negras y, como movida por un resorte, su cuerpo se movió y se colocó de pie rápidamente, retrocediendo hasta chocar con la pared. Para su sorpresa, encontró a un hombre vestido de rojo, con larga barba blanca, y una sonrisa tranquilizadora

-¿Quién eres?-Preguntó. Nadie respondió. Volvió a formular la pregunta.- ¿Quién eres? ¡Contéstame, por favor!-Siguió sin obtener respuesta. Empezó a llorar nuevamente, y agachó la cabeza sobrecogida y como símbolo de impotencia. Hasta que, una voz, ronca y masculina, brotó como el agua brota de la fuente, mas, salió una voz amenazante y ello le hizo levantar la cabeza para contemplar la figura del Papa Noel que le miraba con una sonrisa satánica y un cuchillo largo en su mano derecha:
-Feliz Navidad, y próspero año nuevo.

El último recuerdo de María fue esa imagen del Papa Noel sonriendo. El último recuerdo de María fue en una sala, sucia y mugrienta cayendo de rodillas y sujetándose el cuello con ambas manos, mientras de su garganta salía un líquido rojo y caliente que la llenó por completo. El último recuerdo de María, fue ver su rostro desencajado y pálido en una hoja plateada con el filo manchado de sangre.

Para Ainhoa Alonso Chicharro. 

lunes, 14 de noviembre de 2011

A los pies de la Giralda

Pasos en la lejanía se escuchaban por entre las tortuosas calles de la Judería sevillana en una noche donde, si algo abundaba, era el olor al miedo y la lluvia incesante. Los truenos rompían el sonido monótono de los pasos sobre las calles, mientras el agua estallaba con violencia en el suelo, formando charcos similares a espejos, iluminados, cada cierto tiempo, por la palidez de algún relámpago que rasgaba el cielo durante unos segundos, y que quedaba reflejada en la mirada profunda y asustada de un hombre, cuyos ropajes, de cierta tonalidad oscura, eran dignos de un noble castellano, mas, sus facciones, duras como rocas, no podían evitar ocultar el creciente terror que se cocía en sus entrañas.

Apenas le quedaban ya fuerzas para seguir, cuando, a su vista, alcanzó a ver un hermoso almenar junto a una especie de mezquita almohade. Un almenar iluminado intermitentemente por rayos blanquecinos que sacaban a relucir el carácter tétrico de la bella estructura. Giralda, la llamaban los moros, y a ella fue a parar apenas unos segundos para recobrar el aliento, que, vigente quedaba que andaba falto de él en el continuo resuello de su pecho, y en la boqueadas que profería mientras buscaba, cabizbajo, y apoyado en la pared del almenar, un soplo de aire que llenase sus pulmones y le permitieran recobrar las escasas fuerzas que le quedaban antes de continuar su carrera hacia ninguna parte.

A penas estuvo parado unos segundos cuando algo llamó la atención tras su espalda. Una sombra cruzó por detrás suya. Otra más en los siguientes segundos. Se escuchaban los pasos venir y alejarse de él. De la frente mojada del castellano, comenzó a brotar un sudor frío, acompañado de un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Otra sombra volvió a cruzar tras su espalda, mientras éste miraba de reojo lo que acaecía tras de sí. Se giró tan deprisa como su cuerpo lo permitía, a la par que, con un hábil gesto de mano, sacó a relucir una espada con empuñadura de oro que fue iluminada por un nuevo rayo que rompió el cielo lluvioso. Nada. No había nada allí. El noble, aún con la espada en la mano, suspiró aliviado tras el breve fulgor del relámpago. "Habrá sido mi imaginación" pensaba, a la par que guardaba, tranquilizado, su espada en la vaina y avanzaba unos pasos hacia el frente, alejándose levemente de la pared de la Giralda.

Una sombra volvió a pasar tras su espalda, y, como movido por un resorte, el hombre volvió a sacar su espada y se giró lo más deprisa que pudo. Una nueva sombra volvió a verse a los pies de la Giralda para desvanecerse más tarde. Pasó otra por detrás suya. Una más. Otra por delante. Percibió algo que se movía por su izquierda. Algo corrió por su derecha y desapareció tras su espalda para, sin previo aviso, volver a aparecer por delante. El hombre, completamente aterrorizado, se giró y fue retrocediendo poco a poco hacia el almenar de nuevo, lanzando improperios y amenazas contra enemigos invisibles a los que tomó por entes sobrenaturales.

-¿Quiénes sois? ¡Dejaos ver!-Gritó desesperado.

Una sombra quedó parada en seco, a varios metros suya. La lluvia continuaba cayendo sobre el suelo, mojando la ropa del castellano, cuya mirada, se centraba en reconocer la extraña figura que permanecía inmóvil a lo lejos. Percibió una especie de destello lejano. Un destello plateado que se acercaba poco a poco y que, sin previo aviso, desapareció de su vista para hundirse en el hombro derecho, haciendo caer su espada contra el suelo, produciendo un ruido sordo y metálico que se perdió junto con el sonido ensordecedor del trueno. Se arrancó de su hombro el objeto culpable de su dolor cuando, en su rostro, se dibujó una expresión terrorífica, casi cadavérica. Sujetaba su mano un puñal pequeño, con una empuñadura negra y una hoja plateada cubierta con su sangre. Dejó caer el puñal al suelo, tal y como había hecho con su espada, para, dolorido, llevarse la mano izquierda hacia el punto donde se había clavado, de forma certera, el arma arrojadiza. Notó en sus dedos la calidez propia de la sangre, y, en su sangre, la frialdad propia de la muerte, a la cual, parecía estar sintiendo ahora mismo. Cerró los ojos para aguantar el dolor que se acentuaba mientras pasaban los segundos, mas, sin duda alguna, en aquel preciso instante, soñó con no haberlos
 abierto.

Se posicionaban delante de sí tres hombres, uno de ellos, jugueteando con una daga similar a la que había dejado caer, los otros dos, portando dagas más grandes que la de su compañero, una en cada mano. No podía mirarlos a los ojos. La oscuridad se lo impedía. Portaban una especie de capa con capucha negra, como sus ropajes, similares a los de él, mas, llevaban brazaletes y grebas de cuero propias de los militares.

El hombre continuó retrocediendo hasta chocar contra la pared de la Giralda mientras miraba, completamente asustado, a sus agresores, inmóviles los tres, de pie, observando como lobos hambrientos a su presa herida, pero sin moverse. Sólo la lluvia tenía la osadía de romper el tétrico silencio en aquella noche sevillana.

Una sombra más apareció tras estos, acercándose con el sigilo propio de un felino, con la misma vestimenta que estos, mas, sin portar, en apariencia, arma alguna con la que dañar su ya herido cuerpo. Se adivina bajo la capucha de este, un mentón fuerte y afilado de una tez un tanto morena, cubierto de una especie de barba incipiente, y, bajo la oscuridad de su capucha, se revelaban dos ojos verdes tan centelleantes como el fuego. Sus compañeros le abrieron paso, mientras le miraban. Uno de ellos asintió. El hombre, entonces, avanzó hasta el castellano sin hacer ningún comentario. Sus pisadas sonaban fuertes, como el martillo golpeando el hierro en el yunque, y sus pasos eran firmes y seguros, como los del diablo en el infierno.

Miró el noble desconfiado al hombre que quedaba delante suya, y, con un infinito desprecio, pronunció una palabras con una tonalidad hiriente y asustadiza.

-¿Quiénes sois? ¿Qué queréis de mí?

No obtuvo mayor respuesta que un gruñido del hombre que tenía delante de sí. Intentó escapar, echar a correr, pero sus esfuerzos fueron en vano. El que acababa de llegar, con un gesto tan veloz como el rayo, lo había agarrado del brazo sano y lo había arrojado contra la pared.

-¡Iros al infierno, malditos!-Gritó con más fuerza que nunca el castellano.
-De allí venimos.-Respondió el recién llegado con una media sonrisa maléfica que heló la sangre del noble.

Hizo un leve gesto con el brazo derecho y, de la túnica del hombre, resbaló un cuchillo largo, cuya empuñadura, plateada, contenía rubíes engarzados, semejantes a gotas de sangre, en las cuales, se vio reflejado en rostro aterrado del castellano.

Un grito despertó a toda la plaza a primeras horas de la mañana. No había amainado el temporal, pero el grito bastó para alertar a todos los campesinos que iban a su trabajo. A los pies de la Giralda, descansaba un hombre con expresión de terror en su rostro, totalmente blanco, como el mármol, cuyos labios tenían un color morado y, sus ropas, de tonalidad oscura yacían sobre un charco de sangre enorme, sangre mezclada con el agua caída del cielo la noche anterior, y que se fundía con el líquido rojizo del hombre, de cuyo cuello, seguía saliendo la poca sangre que quedaba de su cuerpo a través de una herida espantosa.

Se congregó una gran multitud de personas para ver al noble castellano que, venido con el Rey Fernando III de Castilla, había muerto degollado a los pies de la Giralda.

Mientras, detrás de la multitud, quieto, con vestimenta negra, contemplaba la escena macabra un hombre custodiado por tres encapuchados más. Un hombre, sonriente, cuyos ojos, verdes, centellearon cuando un relámpago iluminó el cielo sevillano en aquella lúgubre mañana, de la misma forma que lo había hecho otro rayo poco tiempo atrás, durante la noche, en el mismo sitio en el que se posicionaba.

domingo, 16 de octubre de 2011

Lágrimas de desconsuelo

Hace demasiado tiempo de eso, pero no lo olvidaré jamás. Fue un día eterno, parecía que nunca iba a acabar, mas, cuando acabo, me pareció todo demasiado efímero. Sigo entrando todos los días en el mismo sitio deseando hablarte, pero sé que no estás ahí. Sé que tu voz ya no acudirá al reclamo de la mía, y que, por más que llore, por más grite tu nombre al cielo, el vació se lo tragará y caerá en el olvido, porque ya no hay nadie para escucharlo. No hay nadie al otro lado. Ya nadie responde. ¿Quién devolverá el beso de mi beso si no es la brisa rozando mis labios? ¿Quién retornará a mi abrazo si no es el viento ignorándome al pasar? Todo es distinto ya. Todo. Todo marcó un antes y un después, y es desgarrador ver cómo todo aquello que soñé contigo se vio inmediatamente pulverizado por la nada, destruyendo mi corazón por dentro, porque es duro ver cómo tu propio mundo se derrumba y pasa a la prisión del recuerdo.

¿Por qué tuviste que darme a probar tus labios si después te irías como si nada? ¿Verdaderamente te importé algo? Cambia tanto el desconsuelo... cambia tanto la nada... aún me acuerdo cuando te observaba de arriba hacia abajo, comiéndote con la mirada, léntamente, igual que el agua erosiona a la roca con su continuo pasar. No me olvido de ninguno de los besos que me diste, porque cada uno me pesa en el corazón como si fuera una cordillera, y en mi mente, se dibuja un recuerdo tan largo como la eternidad de la que ahora se me ha privado y quitado el privilegio, y, sin embargo, me pareció todo tan corto en ese momento... es tan lejano, pero el recuerdo me hace sentirlo tan dolorosamente cerca que, muchas veces, no sé qué es lo que vivo, lo que estoy viviendo, y lo que he dejado de vivir. Era preciso arrojarte fuera de mi mente y de mi alma de una vez por todas, pero, ¿cómo es posible decirle al corazón que deje de latir? ¿Cómo es posible coger el viento con las manos sin que se escape por entre los dedos? ¿Cómo se le pide a ciego que llore? ¿Cómo se le pide a un enamorado que deje de amar? 

Te profesé un amor tan religioso que, incluso Dios se sentía ofendido ante tal osadía, ¿ha habido algún hombre que haya sido capaz de elevarte a un altar y adorarte como si fueras una diosa? ¿Ha habido alguien que te haya querido como yo? Pero el tiempo pasa, y no perdona a nadie. Cambiamos, te seguí amando, y no lo entendiste, preferías no pensar en esto, no pensar, ni en la distancia, ni en el tiempo que nos alejaba, mas, ¿cómo puedo culparte si yo también pensaba lo mismo? ¿Cómo no odiarme, si acabé por escuchar a mi corazón demasiado tarde? ¿Cómo no odiarme? ¡Dime! ¿Cómo no odiarme si antepuse la razón a un sentimiento que cambió mi mundo? No. No puedo odiarte. Ni siquiera merezco que me digas nada, pero, es todo tan duro...

Aún así... me pregunto aún, ¿cómo no pedirle a mis ojos que sigan llorando tu ausencia, si es lo único que me llena, y de la única forma de la que puedo vaciarme de este odio corporal? ¿Cómo privarme del consuelo de las lágrimas del desconsuelo? Pero ya es demasiado tarde. Acuden lágrimas a mi pupila para vaciar de odio mi cuerpo, para intentar eliminar un recuerdo que, a cada lágrima vertida, se hace más fuerte y potente, como un volcán en erupción. Son las lágrimas del desconsuelo, la que colman mi alma de consuelo, porque, podré llenar la tierra estéril de ellas, pero, será la última que derrame mi mayor consuelo, y mi mayor desconsuelo, porque en la última de mis lágrimas, va el recuerdo más doloroso y hermoso que jamás soñé, y, por ser la última, será la que más perdure, la que más haga en mí volver la mirada al dañino pasado, y, cómo no, la última que acabará por secarse, porque esa lágrima... ¡esa lágrima durará eternamente!

jueves, 13 de octubre de 2011

Rima "IV" La Tormenta

Oscuras nubes negras son traídas,
Mecidas con violencia por el viento,
Y en el ocaso, ¡puñales de plata!
Degollan al Sol sangriento.

Cubren de luto al azul firmamento
Poniéndole a la Tierra un negro velo,
Teñida queda su faz con las aguas,
Deja el trueno herido al cielo.

La Tormenta, trémula, trae el quejido
Lejano del viento en el horizonte,
Y en la lontananza rasga un destello
Que el cielo quiebra del monte.

¡Hermoso rayo, imponente relámpago!
¡Inspiración quejumbrosa y mortal!
Contigo traes suspiros de Muerte
En el frío de la Tempestad.

(Antigua y provisional)

miércoles, 5 de octubre de 2011

Rima "VIII"

Cuando te besé, y vi que tus labios ya no estaban,
Vi que tus besos eran mentiras encubiertas,
Aprendí que tu verdad es vana esperanza, y que
La Vida es Sueño... que con la Muerte se despierta.

Por petición expresa de Alicia Moya Cera.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Cuando dos almas

Cuando dos almas se juntan
y sentir pueden su aliento,
es porque solas estaban,
y solas permanecieron.

Cuando dos almas responden
al fugaz beso de vida,
es porque muertas se hallaban,
como el verso sin la rima.

Cuando dos almas palpitan
con violencia al abrazarse,
es porque la soledad
ha tardado en apagarse.

Cuando dos almas se unen,
sea por distancia o por tiempo,
es porque estuvieron ambas
heridas por los encuentros.

Pero, cuando dos almas, al
responder con un beso
se encuentra el Amor confuso,
ese beso ya es un verso...
y aquel Amor ya es un mundo.

Dedicado a Marta Pérez Villarán

martes, 20 de septiembre de 2011

Las Tentaciones del Diablo

De nada me sirvió envenenar
ni de mentir a mi débil cuerpo
al contacto dulce de unos labios
que apagaran de mí el sufrimiento.

Apenas probé el néctar del Diablo
cuando, encendiose en mí una llama,
y acudieron ángeles, del Infierno
avivando recuerdos del alma.

Como los espíritus del Hades,
castigados con el fuego eterno
y, como Baudelaire, ¡"Flores del Mal!"
encontré un castigo en cada beso.

Me encuentro, embotados, cuerpo y mente,
¡Espíritu perdido y sin rumbo!
-¿Quién eres? -¿Quién soy? -Soy Confusión.
-Y si lo soy... ¿qué hago en este mundo?

Ruborizado ante la ternura
quedé de los bellos ojos tuyos,
tan limpios, tan pulcros y tan claros...
y, como el Dios de Amor, ¡siempre puros!

Pero a mi desgracia, batallando
prosiguieron mente y corazón,
alejose el Dios de tu mirada,
y Lucifer trajo su canción.

Pero dime, ¡Oh! ¿cómo luchar
contra el infierno y sus Tentaciones?
¿Cómo alejarme del triste verso?
¿Cómo interrumpir mis emociones?

Confundí el Amor con la lascivia,
las falsas sonrisas con el llanto,
¡Besos nostálgicos! Siempre fríos
Privome de tu cálido abrazo.

Fueron tantos besos como mentiras,
y tantas mujeres como engaños,
mas, fueron alivios del dolor
que, al recuerdo, agravaron el daño.

Y fue de la misma forma en la que
mis labios rozaron otros labios,
y el Impulso tumbó la Razón,
¡Igual se inclinó Dios ante el Diablo!

¿Do quedó la corte celestial?
¿Dónde está el Dios de Amor del pasado?
Me contesta una voz a lo lejos...
-Dios está muerto... y tú... ¡olvidado!

Miro a mi alrededor y no hay nada,
estoy tan solo como los muertos,
sin nadie... ¡incluso sin Soledad!
¡Ni siquiera el consuelo del verso!

¡No puedo ni mirarte a los ojos!
¡Ahora maldigo mi fugaz Sino!
¡Sed malditas, sucias Tentaciones!
¡Sed malditas, como mi Destino!

Así, me alejé yo de ti igual que
me alejé de Dios muy poco a poco,
pero, a cada beso... a cada lágrima...
¡Siento que me estoy quedando solo!

Ya ves que de mí no queda nada,
sólo el remordimiento, el frío...
ahora sólo me sacian tus besos...
la caricia al labio confundido.

martes, 6 de septiembre de 2011

Corazón perdido

Lágrimas brotan de las almas heridas por el amor desengañado. Mis lágrimas cayeron sobre las rimas de Bécquer, por ser un enamorado rechazado. La oscuridad borraba todo rastro de mi rostro mientras contemplaba, confundido, todo cuando me rodeaba, pero estaba más que seguro que, aunque hubiese luz, mi vista seguiría sin ver más allá del poema que tenía entre mis manos.

No me acuerdo de mucho de esa noche. Sólo me acuerdo que escuchaba voces conocidas de amigos míos hablando de forma animada a mi alrededor. Sólo me acuerdo de que estaba sentado en una silla y la trémula luz de un foco alumbraba el lugar en el que estábamos. Sólo me acuerdo que miraba a las estrellas y no podía parar de dibujar tu cara. De dibujar tu nombre. Sólo me acuerdo del murmullo de la brisa trayéndome, endiabladamente, el sonido de tu nombre colándose por mis oídos, y el suave perfume que tanto te gustaba usar. El rumor de unos besos confundidos entre las palabras de mis amigos que nunca llegaron a impactar sobre mi mejilla... ni a rozar un milímetro de mi cuerpo... ni ha colarse por mi boca para caer por mi garganta. Sólo me acuerdo de que, a pesar de ser una noche de verano, yo sentía frío. Un frío atroz y violento. Me acuerdo que, estaba acompañado, pero ha sido uno de los momentos en los que más solo me sentí. En los que más buscaba pasión y consuelo y no encontré más que risas burlonas y tristeza.

Sólo me acuerdo de que recitaba en voz alta un poema. Las palabras brotaban de mi boca como brota la sangre de la herida abierta, y, a cada palabra que soltaba, más morir me sentía, como si las letras fueran puñales de palta clavándose en mis costados... pero también más necesitado de la poesía. Encontré en aquel poema un refugio para mi alma enamorada y atormentada, pero, las estrofas, antes estructuradas y bien separadas con sus versos, se confundían unas con otras. Apenas sabía dónde empezaba la una y donde acababa la otra, pero, poco a poco, y sin yo quererlo, fue apareciendo una iamgen. Un retrato que me resultó familiar. Un retrato tuyo. Sentí nostalgia y morir. ¿Por qué se comporta el destino conmigo así? Me pregunté, mas, no obtuve más respuesta que el silencio del sordo solitario, y las palabras del poema que me hablaba.

Pero si maldije al poeta por escribir los versos y dibujar tu cara, mi corazón dio las gracias a Dios por encontrarse de tal forma con lo más profundo de tu alma. Así, a medida que avanzaba el poema, mi corazón daba botes dentro de mi pecho al igual que mis ojos saltaban de palabra en palabra para leerla. Se recreaban tanto por verte...

Pero si maldije al poeta por escribir esos versos y hacer el retrato de tu rostro, más maldije su final, porque con la última letra de la última estrofa desapareciste, y la leve compañía de tu dibujo, se desvaneció y me dejó solo, para volver a caer en el abismo de las tinieblas y las sombras del que, probablemente, jamás debí salir para conocerte, por desde que acabé el poema, no sólo salieron más lágrimas de mis ojos, sino que, además, me di cuenta de que había perdido el corazón, y no era porque no lo sintiera latir... sino porque me di cuenta de que se había ido contigo.

[...]
"¡Ay! es verdad lo que me dijo entonces:
verdad que el corazón
lo llevará en la mano..., en cualquier parte...
pero en el pecho no."

Sólo entonces comprendí lo verdaderamente importante que eras en mi vida. Sólo entonces, cuando, mi corazón perdido, huyó de mi pecho.

Dedicado a ti, por robarme el corazón, y dedicado a Bécquer, por traer a mi mente tu recuerdo y por ser mi refugio.

domingo, 14 de agosto de 2011

El Maestro De Marionetas

No había más luz en la pequeña habitación, que la de unas velas mal dispuestas sobre una mesa vieja y tortuosa. Coja de una pata, la mesa rectangular presentaba un aspecto totalmente lamentable, sucia y con diversos manchones  rojizos y con un recipiente donde descansaban, amenazantes, un cuchillo afilado y ensangrentado cuyo mango, de madera marrón, sobre salía del ovalado contenedor negro donde reposaban, con la punta hacia arriba, varios clavos, largos listones de madera fina, y multitud de rollos de cuerda gruesa. Un silencio sepulcral y de ultratumba recorría toda la minúscula habitación casi en la más completa penumbra. A duras penas se podía ver más allá de un metro.

Irrumpió en la habitación un hombre alto y calvo, enfermizamente delgado y pálido, con unas ojeras negras, tan oscuras como sus ojos y con un ropaje semejante al de un enterrador. ¿Sería esa su profesión? Portaba sobre sus hombros una especie de saco grande y ancho que, con gran estruendo, arrojó sobre la mesa, a la par que comenzaba a abrirlo por uno de los laterales. El silencio quedó inmediatamente roto por el rasgar de la tela que, poco a poco, iba mostrando su contenido. Fue primero un brazo blanco, después, una cabeza rubia de mujer con labios amoratados y, finalmente, cuando ya estaba todo el saco abierto, apareció el resto del cuerpo. No llevaba la mujer más atuendo que el de un camisón largo y blanco, y no cesaba de temblar. Apenas podía moverse, y su rostro reflejaba el trance caótico del miedo. Sus ojos, desencajados. Sus manos, temblorosas. Su boca, entreabierta, dejaba escapar una especie de vaho, suspiros por donde la vida se le escapaba por momentos. Y su cuerpo, su hermoso cuerpo, quedaba totalmente rígido y paralizado, sin mayor movimiento que las leves convulsiones de sus temblores que recorrían cada centímetro de su anatomía.

La mano pálida del hombre agarró el cuchillo, y comenzó a pasear su ensangrentada hoja por el cuerpo de la mujer, la cual, se estremecía con el contacto del afilado puñal sacándola de su trance. Ella no cesaba de mirar de un lado para otro, buscando su salvación, algo que pudiera ayudarla a escapar, pero sus miembros continuaban rígidos. Deseaba correr. Gritar. Hacer algo para llamar la atención de alguien, pero, ¿quién la socorrería? ¿Serían vanos sus esfuerzos? No podía mover sus estáticas extremidades aún, y el frío de la habitación, con mucha humedad, impedía el grito de la mujer que respiraba con dificultad. Casi ni se elevaba su pecho. El aire gélido de la estancia helaba sus pulmones causando un horrendo dolor en sus costillas a cada bocanada de aire.

El hombre, ajeno a todo el dolor de la mujer, agarraba fuerte el cuchillo y se aproximaba a la mano derecha, la cual, fue cogida con delicadeza y, tras unos segundos, fue besada con delicadeza. Quedó aquel extraño totalmente extasiado ante los ojos azules de la mujer, ¿es que acaso la había deseado alguna vez? La lujuria era dueño de sus ojos… pero el dolor de su mente y, recobrando la noción del tiempo, el hombre, sin vacilar, hundió su cuchillo en la mano que sujetaba provocando un grito desgarrador. De la mano comenzó a brotar sangre de forma lenta pero continua, y él siguió hundiendo su cuchillo más y más, hasta que, finalmente, la punta se dejó ver después de haber atravesado de parte a parte la mano agarrada.

Grande era el deleite de quien se dedicaba a torturar a la mujer, y gran dolor era el de la mujer que no dejaba de gemir y gritar. En el éxtasis sádico de la acción, el hombre giró el cuchillo mientras lo sacaba de forma tranquila. Acto seguido, depositó el cuchillo de nuevo en el recipiente y cogió ahora dos clavos y un gran trozo de cuerda. Mientras gritaba la mujer y sus manos echaban sangre, el hombre ataba los clavos a la cuerda con una velocidad sobrehumana. Aproximó después los clavos hacia la mano de la mujer, quien, de nuevo, se estremeció con el contacto de la mano fría del hombre quien, poco a poco, introducía los clavos en la profunda herida hecha por el puñal. La mujer volvió a gritar de dolor mientras el hombre introducía los clavos en su mano hasta que pudo sacarlos por la palma de la misma, disponiéndolos ahora en cruz, quedando uno en horizontal y el otro en vertical mientras que la cuerda quedaba en la otra parte de la mano.

Mismo procedimiento siguió con los pies y la mano, cogiendo trozos de cuerda más o menos largos para las diferentes extremidades del cuerpo mientras se recreaba con los gritos de la mujer cuyo aspecto, ahora, parecía mucho más lastimero y lamentable que en momentos anteriores.

Cogió ahora dos listones de madera, los cuales, fueron unidos por varios clavos en su centro con la fuerza que el hombre ejercía a través del mango del puñal, usado antes para abrir las heridas a la mujer, usado ahora como martillo para hundir los clavos en la madera que, igual que los dispuestos en las extremidades, también quedó en forma de cruz. Apenas duró unos segundos este procedimiento cuando comenzó a atar los cabos sueltos de las cuerdas de las extremidades a los listones, quedando cada cabo en uno de los extremos de estos.

Cuando hubo acabado la operación, el hombre tiró de una cuerda y se elevó una mano. Realizó el mismo procedimiento con cada uno de los miembros del cuerpo que estaban atados a una de las cuerdas mientras la mujer chillaba de dolor. Los listones de madera quedaban por encima de la cabeza de la mujer y, usándolos de la manera adecuada, también podía moverla a su antojo.

Los ojos de la mujer, llenos de lágrimas, buscaban la respuesta en los ojos inertes del hombre. Los globos oculares muertos del hombre, se deleitaban ante el horror del rostro de la mujer. Incomprendida ella, él, tranquilo. Se quedó largo tiempo mirando el rostro bañado en lágrimas de la mujer y, elevando una de sus manos, con total delicadeza, le secó las lágrimas de sus ojos mientras negaba con la cabeza. La mujer se estremeció ante el contacto de la mano, fría como la de un muerto, y su corazón se aceleraba ante el odio y la rabia que le causaba esa sensación. No quería estar allí. No quería verle, pero… ¿qué hacer? Cerró los ojos mientras su garganta emitía un leve sollozo acompañado de no pocas lágrimas que seguían cayendo de sus glándulas lacrimales. Ahora parecía relajarse a pesar de que el dolor seguía ahí, acompañándola en sus extremidades maltratadas y agujereadas, como si fuera un Cristo recién crucificado, pero sin cruz alguna.

Sintió la mujer un tirón y al abrir los ojos, observó cómo el hombre la depositaba de nuevo sobre sus hombros y la llevaba hacia otro lugar. Sólo Dios y Lucifer sabían cual, y aquel extraño se parecía más a un enviado de las tinieblas. ¿Es qué no había tenido bastante con aquello? ¿Es qué necesitaba más dolor? El hombre la llevaba por una escalera de caracol, igual de fría, húmeda y mal iluminada que su habitación, la diferencia es que cada vez iba más hacía abajo, como si quisiera descender al infierno con ella. Una eterna bajada al abismo de las tinieblas y la oscuridad, donde el miedo y la rabia hacían que su corazón latiese con violencia debajo de su camisón blanco, el cual, tras la cruel tortura, presentaba ahora diversos manchones de sangre, igual que sus manos y sus pies, totalmente empapados en aquel líquido rojizo semejante a los rubíes y al sol del ocaso.
El hombre paró en seco y se dispuso a abrir una nueva habitación, mucho más grande que la anterior, pero igual de mal iluminada, aunque, esta vez, en vez de con velas, con antorchas. El hombre andaba ahora con tranquilidad y parsimonia mirando la pared, la mujer, mientras tanto, trataba de averiguar dónde la había traído, pero sus ojos llorosos no llegaban a ver más allá de dos metros detrás del hombre.

Tras unos minutos de espera y de sollozo, el hombre se paró bruscamente y bajó a la mujer de sus hombros, aproximándola poco a poco a una pared hasta que quedó colgada de una especie de percha por la parte de los listones, los cuales, habían sido arrastrados durante todo el camino hasta la nueva habitación. La mujer quedó suspendida en el aire durante unos segundos, hasta que sus pies tocaron el frío suelo. Allí olía a putrefacción y a muerte, y presentaba el mismo silencio sepulcral que la anterior habitación y el mismo frío propiciado por una pequeña ventana abierta al fondo de la habitación. Era de noche, mas, no alcanzaba a ver la luna.

El hombre, en ese momento, arrancó las primeras y únicas palabras que ella escucharía, mas, desearía no haber escuchado esa voz nunca. La voz penetrante, tranquila y dolorosa del hombre, penetraba por sus tímpanos provocando un insoportable dolor de cabeza. Una voz que rebotaba en las paredes y producía un eco sobrenatural y terrorífico que heló la sangre de la mujer una vez más.

-Debes de darme las gracias. Acabo de ofrecerte la inmortalidad. Serás mi marioneta preferida. Harás lo que yo te diga y como yo quiera. Serás tranquila y sumisa.

Tras decir estas palabras, el hombre abandonó la habitación. Ella había escuchado la palabra marioneta… ¿marioneta de qué? ¿Marioneta preferida? ¿Es que había más como ella? Cerró los ojos un momento intentando olvidar todo lo acaecido hasta el momento, pero le era imposible. El hedor a muerte de la sala no la dejaba pensar con claridad. Segundos más tarde, escuchó una especie de alarido a su izquierda. Por su derecha otro. Atrás suya varios, Dos por delante. Eran semejantes a los aullidos de lobos. Gritos desgarradores incapaces de pedir ayuda. La mujer decidió abrir los ojos, y estos se llenaron de espanto y horror cuando encontró la sala iluminada por la tétrica luz de la luna, tan pálida como los muertos, llenando de haces de luz la habitación.

Descansaba muerta, a menos de un metro suyo, el cuerpo de una mujer, de la que no quedaba más que el pelo y la calavera, y tanto las manos como los pies, presentaban también los clavos y heridas que ella poseía… casi parecía una marioneta macabra. Una marioneta que no dejaba de mirarla a través de unas cuencas oculares sin ojo alguno, pero sentía como si aquel esqueleto pudiera entrever los más oscuros entresijos de su alma. Los alaridos los provocaban más personas como ella, en su misma y penosa situación agonizante. Algunas estaban ya para morir. Otras, como ella, acababan de ser llevadas y tardarían aún en desaparecer y hundirse en el regalo de la muerte. El privilegio otorgado por el más allá. Un descanso eterno. Pero allí no sólo había mujeres: también había hombres y niños, a cada cual, más macabro y terrorífico.

Desde ese momento estaba condenada a permanecer allí hasta el fin de sus días. Como una marioneta macabra, sin vida propia, sumisa, obediente a cada movimiento, esperando la llegada de la Parca en un lugar donde la noche siempre se cernía sobre las cabezas de aquel enclave, donde no existía más luz que la de la esperanza, y donde no existía más esperanza que la de una muerte cercana, pero, por desgracia para muchos, esquiva. Ahora no era más que un alma en pena, condenada a vagar en aquella sala hasta el día de su trágico final. Tal vez eternamente, mientras el Maestro de Marionetas seguía presenciando aquel espectáculo sádico y sangriento y hacía de ellos lo que quería. ¿Acaso no eran sus marionetas? ¿Acaso no habían perdido sus vidas para dárselas a él?... ¿es que ahora tenían vida quizás? No. Ahora los vivos estaban muertos, y los muertos podían decir que estaban vivos. Ahora no era más que una pieza más de un rompecabezas, una diversión, una actriz en un teatro sin público ni escenario… no era más que una marioneta esperando su trágico final.

lunes, 16 de mayo de 2011

Eneas

Se alejaba ya el barco sin rumbo de los restos de la humeante ciudad de Troya. Pocos eran los que habían conseguido salir por el puerto evitando las concavas naves de negras velas. Profería aún la ciudad gritos de la cólera de Agamenón, victorioso rey que había vuelto a recuperar a Helena y reducir la hermosa ciudad a escombros. Se respiraba el miedo allí dentro. Gritos de espanto y horror llenaban la recargada atmósfera mientras la ciudad se consumía lentamente en las eternas cenizas del tiempo y el nombre de sus reyes era olvidado para siempre en los libros de Historia. Ardía Troya como si fuese rastrojo, trigo seco de los dorados campos de la Hélade, como un árbol en un jardín de llamas, y, allí, a lo lejos, mientras ardían las murallas y las casas, se veía el monstruo culpable de nuestra desgracia. El caballo con el que fuimos atacados también ardía, mas, deshonroso era que se quedase junto con el cuerpo de los nobles y engañados troyanos, traicionados cruelmente por el destino y el capricho de los dioses del Olimpo. ¿A quién dirigiremos las súplicas? ¿A la sabia Atenea? ¿A la hermosa Afrodita? ¿Al dorado Apolo? ¿Al omnipotente Zeus? Todos y ninguno de ellos nos escucharían. 

Podía escuchar el sonido de la risa de Hades en el recibimiento de los caídos que no podrían pagar a Caronte para atravesar el lago y estarían condenados por la eternidad a vagar sin rumbo por las llamas del Averno, porque jamás recibirían un entierro digno por parte de los dánaos al mando de Agamenón. Y aún así... ¡todo había sucedido tan deprisa! ¿Dónde quedará ahora la grandeza de Héctor? ¿Qué será de la tristeza de Príamo? ¿Qué acaeció con el amor de Paris? Todo yace reducido a escombros, cada vez, gracias a Poseidón, menos visible, cada vez, gracias al tiempo, más lejos.

A espaldas mía queda lo que fue una antigua ciudad de tejedores y bravos soldados que ha sido castigada por esta absurda batalla entre héroes y dioses del Olimpo. Nadie jamás volverá a saber de la inexpugnable Troya, ciudad dorada y próspera, patria de Héctor, Paris y Príamo, también tumba de todos ellos.

Surcaban ya el barco las negras aguas del mar en su total plenitud. No quedaba nada atrás. Ya no reflejaba el agua el color anaranjado de las destructoras llamas de la ciudad de Troya. Sólo reflejaba la tristeza de la noche, de una endiablada luna sonriente. Nada delante mía. ¿Qué patria acogerá ahora a los vencidos por la mano de Agamenón, rey de los helenos? Navegar ciego era mejor que navegar sin rumbo, si bien, el ciego es aceptado en cualquier lugar sólo por el hecho de tener una minusvalía, nosotros seríamos rechazados porque no éramos más que unos vencidos, cegados por las lágrimas, mudos por la historia.

Así pues, los pocos hombres que quedaban ajustaron las velas para ir a ninguna parte. A algún sitio donde no hubiera nadie y pudiéramos llorar a nuestros caídos. No quedaba más que atenerse a los augurios y voluntad del rey de los mares: Poseidón, y dejar que éste guiara a la última nave troyana a cualquier lugar del planeta, espero, al fondo del mar para reunirnos con nuestros nobles vencidos.

Cuenten pues, que viví en los tiempos de la Hélade, de Agamenón Atrida, de Ulises, del Pélida Aquiles y su compañero Patroclo, también caídos en las proximidades de la ciudad, así pues, también forman parte de ella, junto con los valientes Príamo, rey de reyes, Héctor, guerrero entre guerreros, el enamorado Paris, y yo, Eneas, pues, si bien mi cuerpo ha conseguido salvarse, mi alma continua allí, ardiendo en las eternas llamas del infierno de la dorada Troya ahora, como mi propio corazón, reducida a la nada.

sábado, 30 de abril de 2011

Claro de Luna

Una muchacha miraba por la ventana hacia un bosque cercano en el gran salón que había en la casa del hombre que la acogía mientras ésta aprendía a tocar el piano.

La estancia no dejaba de ser humilde a la par que lujosa, con grandes ventanales por donde entraba la luz de un claro de luna que bañaba toda la estancia de un blanco místico bastante pálido, tirando más bien para el plateado.

No contaba la estancia con más que un triste piano de cola de un negro brillante situado cerca de la enorme puerta de madera de roble oscura, aunque, con aquella luz, parecía tirar un cabo oscurecido por el tiempo, no así sus picaportes con la forma de un círculo, siendo éstos cobrizos y adquiriendo una tonalidad semidorada, aunque poco brillante en esos pomos esféricos que tenía delante una chimenea apagada y no muy recargada, que tenía en la parte de arriba una especie de cuadro de algún antepasado del dueño de la casa, y, justo delante, una alfombra roja que cubría todo el centro y la mayor parte de la marmólea y blanca sala.

Algo penetró en la habitación y, a pesar de que el sujeto en cuestión casi ni había hecho ruido, la chica se percató de inmediato de que alguien había entrado en la habitación en la que ella misma yacía.

-¿Es usted, señor?
-¿Eh?-Respondió una voz masculina.
-¡Qué si es usted!
-¡Ah!-Volvió a responder la voz.-Sí, sí, soy yo, ¿Qué haces aquí, querida?
-Quería mirar la luna.

El hombre, que tenía una especie de trompetilla acústica en las manos y que antes había estado en su oreja derecha para recibir la voz de la chica, meditó sus palabras y, acto seguido le lanzó una pregunta que, a él mismo le pareció dolorosa.

-Querida... eres ciega.
-Lo sé, señor.-Ella no pareció molestarse, aunque dibujó en su rostro una mueca de amargura.-Lo sé, pero siento tal tentación por verla... me la han descrito tantas veces y me han dicho que es tan bella que... ¡oh! ¡Sí usted supiera, señor! ¡Si usted supiera!.

Ella, inmediatamente, se puso a gimotear y a maldecir su suerte. Nunca vería a aquel satélite hermoso dando vueltas alrededor de la tierra. Nunca vería la belleza oculta de las cosas, pues, de la misma forma que no podía demostrar su odio llorando, tampoco podía ver aquella hermosa forma esférica que, la gran mayorías de las noches, se dejaba ver por el cielo despejado.

Él, no pudo más que acercarse y estrecharla entre sus brazos mientras ésta hundía la cabeza en su pecho, buscando el cobijo de un alma que no podía oír porque era sorda.

Él, miró la luna durante largo tiempo mientras ella continuaba inmóvil entre sus brazos. Verdaderamente, era bella y, a pesar de que no podía oír, si había tenido la suerte de poder ver las maravillas de la naturaleza, cosa que ella no.

Pensó en describirle cómo era el astro, pero, ¿de qué serviría? ¿Qué color era el blanco para un ciego? Y entonces, buscó cómo mostrarle la luna sin tener que usar el horrendo lenguaje que de nada le serviría a su huésped. Entonces, se fijó en las teclas del piano. Marfiles y negras incrustadas en un piano de cola negro. No lo dudó un instante. Sentándose en su banquillo, comenzó a tocar una melodía con todo el amor de su corazón, sin dejar de mirar la luna ni a la mujer a la que acababa de abandonar hacía menos de diez segundos y que, al contacto de la música con sus oídos, elevó la cabeza y se centró en la música que salía del instrumento, a cada golpe más bello, a cada tecla, más pasional.

Él, que sí podía llorar, dejó escapar algunas lágrimas que chocaron ipso facto contra las teclas que iba presionando para crear aquella música que llegaba tan bella a los oídos de su huésped, pero cuyo sonido le estaba prohibido a los suyos y sólo sabía lo que tocaba a través de la vibración de una tapa de madera situada debajo del piano y que le mostraba sólo la duración de las notas... pero él, ya se sabía todas y cada una de las teclas del piano porque las había logrado escuchar más de una vez cuando había adquirido su trompetilla acústica, por tanto, se imaginó todo lo que estaba tocando.

Minutos más tarde, tras haber acabado la melodía, sonó un reloj en la habitación contigua... acababan de dar las doce.

La mujer, anonadada por la bella música que acababa de escuchar, lanzó una pregunta a su protector.

-¡Señor Beethoven, es fantástico! ¿Por qué la ha tocado?

Él, secándose las lágrimas con la manga, articuló una serie de palabras con gran potencia vocal, casi gritando:

-Ya que no puedes ver la luna a través de tus ojos, he querido mostrártela a través de los oídos...

Ella asintió mientras su protector la cogía del brazo para guiarla hasta su cama.

Nunca supo si fue verdad o sólo una ilusión, pero ella, mientras duraba la canción, sintió que podía ver, dibujado en un cielo completamente negro, una especie de círculo blanco. Nunca supo si fue verdad o mentira, pero, por una vez, por una sola vez, le pareció haber podido ver la luna.

Homenaje a la música y a la fuerte influencia que adquiere en nuestra personalidad, sentimientos y modos de vida, siendo ésta un lugar en el que muchas personas se refugían contra el tedio y sufrimiento de varias situaciones en la vida.

"La vida sin música, sería un error."-Friedrich Nietzsche, filósofo alemán.

viernes, 8 de abril de 2011

Océano

No ceso de pelear contra tí, pero las fuerzas ya me van fallando. Llevo más de treinta minutos luchando por mantenerme lejos de tu fiero lazo, pero mis fuerzas están más que agotadas. Tan si quiera tengo ya fuerza para respirar y mis esperanzas se van agotando poco a poco y tú no dejas de moverte con letales vaivenes. No puedo más. ¡No puedo más! Y me dejo hundir, dejo que tus húmedas cadenas me arrastren hasta tu fondo, hasta un fondo que para mí, es totalmente inexistente, algo desconocido... algo misterioso, profundo e insondable. Poco a poco noto como respirar aquí abajo es totalmente en vano, como me va faltando el aire y como mis músculos se van atenazando... pero también relajando, pero no dejo de bajar, soy incapaz de mantenerme cerca de tu superficie y, poco a poco noto como la luz va desapareciendo a mi alrededor. Tu abrazo mortal empieza a hacerse cada vez más potente a menudo que siento cómo mi propio cuerpo se hunde más y más y más lentamente hacia un fondo sin retorno. Empiezo a sentir una gran presión sobre mis oídos y me llevo las manos a la cabeza y empiezo a negar. Comienzo a notar multitud de pinchazos en diversas partes del cráneo, como si la cabeza quisiera estallarme. Mi cuerpo empieza a sufrir convulsiones y el escaso aire que me quedaba en los reducidos pulmones comienza a escapárseme de forma involuntaria, perdiéndose hacia la superficie en forma de difusas burbujas que salen de mi boca que, a su vez, se llena de agua salada llevándola a mi estómago haciéndome más pesado. Una sensación de agobio me invade y entonces saco fuerza de donde no las hay e intento volver a nadar hacia la superficie... pero todas y cada una de mis ralentizadas brazadas son en vano, y no sólo no asciendo; sino que me hundo más. Hago un intento por respirar, pero mis pulmones no reciben aire: reciben agua, un agua que, conforme desciendo, se va volviendo más oscura y fría. El agua que ha tomado mis pulmones y se ha asentado en mi estómago hace que descienda mucho más deprisa y no pueda tan siquiera moverme. Me siento tan agotado, tan pesado... mis músculos, faltos de oxígeno, dejan de pelear y se relajan y vuelven flojos, mis cerebro, empieza a similar lo inevitable, mi corazón, no cesa de latir deprisa y más deprisa. Ya sólo me queda sentir las últimas convulsiones, los últimos intentos por ascender de nuevo, pero ya todo es imposible: todo a llegado a su fin. Noto como un hilito de sangre sale de mi boca y comienza a ascender muy lentamente haca la superficie... mis pulmones, mis órganos... todo mi ser ha sucumbido frente a la presión del momento y del agua y he sido reventado por dentro, aunque, al menos, mi corazón ya casi no late y he dejado de sentir pues, la propia frialdad del agua y la falta de oxígeno en mi cuerpo, han provocado que todo mi ser esté completamente anestesiado... ¿o debería decir muerto? Pero en ese instante, siento una corriente de aire que pasa bajo mi espalda en descenso todavía, y después otra corriente más, y otra más, y otra más, y así, sucesivamente hasta llegar a siete... ¿qué pasa ahora? Intento echar una breve mirada a mi alrededor antes de irme... son tiburones atraídos por mi sangre... pero, misteriosamente, todos y cada uno de ellos, pasan por debajo mía y describen movimientos circulares y elípticos sobre mí y la sangre, pero no se atreven a tocarme, no, simplemente, se van. Unos son tiburones blancos, otros, tiburones tigres, sólo dos eran martillo y uno aparentaba ser normal. Ahora escucho un sonido fuerte. Una especie de alarido llega a mis oídos y se pierde hasta impactar contra mi casi muerto cerebro... ¿qué pasa ahora? Dirijo mi vista hacia la izquierda y tres ballenas azules nadan hacia mí con decisión y completa belleza en sus delicados movimientos. Vuelven a hacer su sonido, como si me estuvieran llamando, como si quisieran que mi alma formase parte de ellos... y es entonces cuando miles de peces de todas las formas y colores empiezan a pasearse por mi lado.. Entonces pienso para mí, que tal agobio y agónica muerte, al menos, trajo después un hermoso espectáculo marítimo al que acababa de unirme hacia poco. Deseé convertirme en pez, en anguila, en tiburón, para poder unirme a ese hermoso mundo desconocido, lleno de colores y de criaturas fantásticas, mas, dentro de mí, y muy a mi pesar, me sentía traicionado por la propia naturaleza, por aquello a lo que había amado y sentido una predilección mágica hasta el punto de haberme sentado en una roca a contemplar la inmensidad de las aguas marítimas, y ahora, mi propia pasión se había convertido en mi verdugo.

-¡Océano, Océano!-grité desde mi interior-¿Por qué me has hecho esto?

lunes, 21 de marzo de 2011

Idus Martii

El rumor de la marmolea sala en el Teatro de Pompeyo se había tornado en griterío hacia ya tiempo. Cientos de senadores con sus togas viriles se agolpaban en el medio de la sala mientras seguían gritando y levantando sus puños. Fue entonces cuando lo vi.
Su aspecto era realmente penoso, y su cara reflejaba odio y rabia ante los que atentaban contra él, pero también mostraba la completa ignorancia de lo que ocurría. ¿Qué hacían? ¿Por qué? Buscaba en los ojos de los “padres conscriptos” alguna respuesta, algo que le dijera por qué pasaba aquello, pero lo único que conseguía era que miles de hojas afiladas y brillantes se precipitasen sobre él como si se tratase de una bestia en plena matanza. Todo llovía sobre él. Miles de dagas y puñales, algunos casi tan largos como las gladios militares, otras, tan pequeñas como estrechas ramitas de árbol, pero todas se precipitaban sobre el atemorizado hombre como si fuera una molesta lluvia plateada que, a su paso, arrancaba vestiduras y carne, haciendo derramar sangre de aquel cuerpo robusto.
El hombre, sin poder hacer nada, lanzaba sus antebrazos cubiertos por unos brazaletes de cuero para protegerse de los golpes, mientras que usaba su propio paludamentum púrpura y parte de su toga viril para confundir a los senadores y que estos acuchillasen las vestiduras y no su carne.
Muy pronto el suelo blanco se tiñó de un rojo oscuro que reflejaba la situación si lo mirabas de forma detenida, como si fuera un espejo del mal, un espejo de la muerte reflejando ante sí la figura de los senadores chillando y apuñalando al indefenso hombre mientras éste trataba por todos los medios evadirse de sus mortales cortes que, poco a poco, habían estado llenando sus brazos, pecho, vientre y espalda de heridas, haciendo que su antes inmaculada toga luciera ahora totalmente roja por la sangre que había perdido.
Fue entonces cuando, tras mirarme en aquel espejo sangriento, decidí sacar la daga que llevaba oculta en una de mis mangas y hacer lo que había venido a hacer, pero miles de sentimientos y preguntas me invadieron en aquel instante. ¿Debía hacerlo? ¿Qué sentirían el resto de padres conscriptos? ¿Era aquello lo que debía hacer? ¿No había otra salida?.
Ante tanta duda, dejé que pasase el tiempo y poco a poco me fui acercando cada vez más al grupo, ocultando mi daga a la vista de todos cuando el hombre, tras un forcejeo con varios senadores, consiguió verme y, sonriendo como un loco, vino a abrazarme mientras gritaba mi nombre y pedía auxilio. – ¡Ayúdame!-decía el pobre hombre que cada vez estaba más cerca de mí.
Sentí su cálido abrazo. Sus brazos rodeando mi cuello y un susurro llamando a mi oído. Sus ojos mirándome. Fue entonces cuando lo hice. No tenía constancia de lo que hacía, mis manos se movieron solas. Mi daga atravesó el vientre de ese hombre y su feliz expresión, quedó inmediatamente borrada de su cara por una de incomprensión. Decenas de senadores se cebaron de aquella escena, y, aunque no escuchaba nada, sé que gritaban mi nombre con vehemencia.
No podía mirarle a los ojos, no podía. Sentía miedo e incomprensión. Sentía remordimientos por lo que acababa de hacer. Saqué mi daga de su cuerpo herido mientras, poco a poco se retiraba de mí. A penas duró unos segundos aquel instante, pero a mí me parecieron horas, días, semanas, meses, años, décadas, siglos… ¡milenios! Y su rostro no cesaba de mirarme.
Fue entonces cuando observé que una pequeña lágrima salía de su ojo derecho e iba a impactar sobre mi mano que lucía llena de sangre. De su sangre. Se sentía traicionado pero, ¿cómo no iba a sentirse así si era lo que acabábamos de hacer? Yo me sentía como un verdadero perro traidor, aunque eso nadie lo sabía, yo hacía una buena obra para ellos, pero… ¿y para mí? ¿Era eso una buena obra para mí? Bajé la cabeza en última instancia como símbolo de redención, mas, en sus ojos no había odio hacia mi persona, más bien había misericordia a pesar de que le estaba matando. Entonces, de su boca, de la que comenzaba a manar sangre, salió una frase llena de dolor que pronunció entre jadeos en un griego perfecto mientras se llevaba las manos hacia el vientre, donde le había propinado la puñalada.
-¿Tú también, hijo mío?
Bajé la cabeza a la vez que asentía. Tuve que mirar para otro lado. La cabeza empezó a darme vueltas. Un senador lo volvió a apuñalar por la espalda y entonces, cayó al suelo. Estaba muerto. Sin vida. Había soltado su último aliento conmigo, pues, a pesar del sin fin de puñaladas que había recibido, sólo la mía le había causado verdadero dolor. Sólo la mía le había dolido.
Me senté en un banco de mármol mientras contemplaba la escena. Los senadores habían comenzado a irse de forma ligera, pero aún prevalecían los orgullosos que se aprovechaban de la situación para vanagloriarse, mientras otros, muy pocos, se quedaban, como yo, en unos bancos y llevaban sus manos a la cabeza y la movían en gesto negativo. Otros, se acercaban a estos y les decían consuelos que a mí no me servirían.
Me miré las manos. Empapadas en sangre. De su sangre. De aquél de quien me había perdonado, y yo le había devuelto la moneda con la traición. De aquél que me había llamado hijo sin ser mi padre. Me odiaba. En ese instante me odiaba. Miré al cuchillo. También estaba emborrizado con su sangre, mas, éste reflejaba mi cara que tenía gotas de sangre por la frente y las mejillas. El rostro de un asesino. Sí, eso vi, y eso me mostró el cuchillo, sí, el rostro de un asesino. ¿No lo era acaso? Me llevé la mano izquierda a mi rostro mientras comenzaba a llorar de impotencia, pero eso no me consoló. Apreté con todas mis fuerzas el cuchillo, el mismo cuchillo que lo había matado y sentí, por un instante, unas ganas irrefrenables de cortar mis venas. De irme con él. De pedirle perdón en el más allá. Miré el cuchillo de otra forma… había pasado de ser un órgano ejecutor a la hoja que me daría la liberación a mis males. Pero entonces volví a verme reflejado en él y vi ahora el gesto de un loco. Vi su sangre, ¿merecía yo morir con el mismo cuchillo que había atravesado sus entrañas? ¡De ninguna manera! Merecía ser asesinado con un cuchillo de carnicero como las bestias, en la cruz como los esclavos. Sí, eso merecía. Con gran odio hacia mí, me levanté y arrojé el cuchillo con rabia hacia el suelo mientras gritaba. Produjo un sonido tintineante y rebotó hasta parar unos metros más allá, cerca del cuerpo del hombre vilmente asesinado. Mi grito fue un grito de angustia acompañado de las más amargas lágrimas que jamás solté. Me arrojé al lugar donde había estado sentado y me hice un ovillo mientras lloraba amargamente.
Siempre me habían dicho que él destruiría a la República y volvería a imponer la monarquía, y con ello, los días de terror y tiranía que la habían caracterizado, pero hoy me di cuenta de que no había sido así, que él, no era el verdadero asesino de la República. No. El verdadero asesino fue el Senado sediento de poder y veía en César un problema parar sus intereses. Yo, Marco Junio Bruto, había asesinado a mi existencia, a la República, y el hombre que yace en medio de la sala muerto, era su más firme defensor… ¿Su nombre? César. Cayo Julio César.

En dedicación a Carmen Cruz por su cumpleaños el 15 de Marzo.

viernes, 4 de marzo de 2011

El Impulso de la Tormenta Parte XII

El aura de aquella mujer era sencillamente atrayentes para el débil Alexander que se divertía mirándola fijamente a su cara como si fuera un juguete, una muñeca de porcelana, una flor de azucena entre sus vastas manos... ¡Cómo si su propio aliento pudiera desmenuzarla y no volverla a ver más! Pero... ¿Qué pasaría cuando llegase el amanecer? ¿se iría como otras tantas veces había pasado? ¿se quedaría con él para siempre y la proclamaría como su prometida? No lo sabía... de todas formas, para él, en ese preciso instante, no cabían preguntas y respuestas amargas. No. Todo era celestial, como si pisase los jardines del Edén, como si visitase un palacio cubierto de oro y mármol y el Sol nunca se pusiera en el horizonte, viviendo a cada segundo un intenso y eterno ocaso... Esa hermosa luz muriendo, agonizando, pero que nunca acaba de despuntar del todo, que nunca acaba de morir... ¡Era tal el cúmulo de sensaciones!...

Ángela no cesaba de mirarlo tampoco, mas, ella sabía de sobra que el amenecer llegaría de un momento a otro, que el crepúsculo volvería a alzarse y el Sol bañaría sus cabezas un día más, porque, sencillamente, quisieran, o no quisieran, era ley de vida, y era algo que tenían que vivir... ¡nunca un amanecer había dolido tanto! ¡nunca la luz del Sol había sido tan maldita!. Pero era su destino, mas... ¿qué debía hacer? ¿amargarse por el reciente futuro o disfrutar del momento?...

Él se acercó a ella y comenzó a hablarle de su época, de su familia, y a contarle anécdotas graciosas sobre su infancia:

-...Sí, y entonces cogí mi caballo, ¡Él que se había perdido!...-Ella sonrió. Su voz lo inundaba todo con su potencia. El tiempo se paraba para Ángela cada vez que éste hablaba y se quedaba contemplando cómo aquel desconocido había cautivado su corazón en cuestión de segundos y su voz, su penetrante y dulce voz, no dejaba de hechizarla.

Al acabar la historia, Ángela fue la que tomó el relevo del barón de Röcken con su melodiosa risa. Su carcajada era capaz de silenciar y dejar por los suelos el más idílico canto de las aves del cielo. Era como agua para el sediento, un trozo de Sol en un día frío, un soplo de aire fresco, una brisa, en un día caluroso de verano... ¡Era tal su risa! ¡Su bella risa! No podía contenerse ante aquél espectáculo sonoro, era demasiado para él.

Ambos corazones latían con infinita violencia con la sola presencia del otro, mas, Alexander era el que sentía más fieramente los impulsos de sus sentimientos. Deseaba tomarla, mirarla, abrazarla... ¡besarla! pero tenía tanto miedo... era tal el terror que sentía a hacerle daño que ni osaba mirarla directamente a los ojos, a su océano azul, como si su pecadora mirada pudiera destrozar tal rosa entre cardos. No, su corazón la ansiaba, pero su miedo lo retenía... pero no sabía que la propia Ángela también sentía lo mismo por él, salvo que su amargura era amyor: pronto tendría que irse, abandonarlo, dejarlo a su suerte en todo un mar de incertidumbre, de sentimientos tan honestos... nunca los había sentido, era la primera vez que ella lo sentía y se mostraba demasiado incauta ¿cómo reaccionar? ¿cómo decirle que lo quería? Era todo una amplia herida en su corazón, en su alma pura y casta....

Nunca supieron cuanto tiempo se llevaron aquella noche mirándose, riéndose, amándose... Porque el tiempo, para esas dos almas contradictorios se había detenido... Pero nada podía durar eternamente... Ella sintió un cosquilleo en el estómago y dirigió una mirada de terror hacia el cielo. Una luz se reflejó en sus ojos azules y en su blanco rostro. Cantó la alondra. Un haz de luz comenzaba a caer sobre sus cabezas... Se iniciaba el crepúsculo. Estaba amaneciendo...

lunes, 21 de febrero de 2011

El Impulso de la Tormenta Parte XI

Otto caminaba de un lado a otro del espacioso salón. La penumbra se había adueñado de la sala, y tan solo la luz de la chimenea calentaba e iluminaba la fría estancia con sus chisporroteo entre las llamas y su constante crepitar de la madera ardiente. Anna, se encontraba parada, a escasos metros del fuego brillante, mirándolo perdidamente, buscando un consuelo entre las llamas, un aviso, un presagio de que su amo iba a volver sano y salvo... algo en lo que mantener su esperanza y privarle del llanto que, poco a poco, junto con el desconsuelo y la tristeza se iba apoderando de su ser.

Hans, en cambio, reposaba en una silla con un codo apoyado en la mesa mientras con su mano sujetaba la cabeza. También miraba absorto el fuego, sin embargo, éste no buscaba el consuelo de la gimoteante Anna. No. El buscaba respuestas a la desaparición ilógica de su amigo y compañero. En su contra, Ángela Christel, en pie, parecía la más tranquila de los allí congregados, no obstante, su corazón no dejaba de latir con la misma fuerza que un martillo golpea el hierro para darle forma y, cada segundo que pasaba, era un suplicio dentro de su mente. Poco le gustaba a la hermana de Hans exteriorizar sus sentimientos.

-Debemos de hacer algo.-Dijo Otto parándose en seco delante de la chimenea. Juntó sus dos manos gruesas por detrás de la espalda y cerró los ojos buscando una respuesta que no tardó en llegar.
-¿Qué quieres que hagamos, Otto? ¡no podemos salir! llueve a cántaros!.-Gritó Hans.
-¡Es mi señor el que vaga fuera con esta vasta tempestad!.-Gritó el criado volviéndose hacia Hans.
-¡Y es mi amigo el que se está jugando la vida allá fuera!.-Respondió con dureza el hermano de Ángela Christel que se levantó y se encaminó hacia el criado, con el que no tuvo reparo en encararse y mirar por encima del hombro.

Ambos sintieron una delicada manos separándolos por la parte del pecho, mientras escuchaban una fina voz femenina a medio camino entre el sollozo desconsolado y la súplica.

-¡Por favor! ¡mantened la calma! -era la hermosa Anna- ¡no os peléis! ¡os lo suplico! ¡por el amor de Dios!.

Las ojos esmeralda del joven Hans se toparon con los llorosos de Anna que hacían brotar pequeños diamantes de sus glándulas lacrimales que resbalaban por su mejilla y estallaban en su ropa igual que la lluvia contra la apocalíptica vidriera. Hans sintió compasión por ella y volviéndose hacia su sitio se palpó la frente a la par que suspiraba fuertemente.

-Está bien, está bien, está bien. Vamos a serenarnos.-Dijo Hans.-Ahora mismo no hay absolutamente nada que podamos hacer. Llueve a mares y salir ahora es perdernos nosotros también.-Todos asintieron. Incluso Otto, más reaccio ante la pasividad del joven.-Propongo quedarnos aquí hasta que amanezca. La pobre luz del sol ente las nubes nos proporcionará algo más de claridad para buscar a Alexander y volver sanos y salvos con él.
-¿Y quedarnos quietos mientras tanto? ¡jamás! ¡tiene qué haber otra solución! ¡tiene que haberla!.-Gritaba el desconsolado Otto.
-¿Se te ocurre algo mejor a tí?.-Desafió Hans.

Otto apretó los puños de forma fuerte. No. No se le ocurría nada mejor. Por desgracia para él, Hans tenía toda la razón, y hasta el nuevo amanecer, no podrían hacer nada. Se lamentó de todo en silencio mientras bajaba la cabeza y negaba de forma leve, lo que supuso la sonrisa y el regocijo de tanto de Hans como de su hermana, que contemplaba orgullosa como su hermano se había llevado aquella disputa dialéctica como si hubiese sido un juego de niños. Anna se abrazó a su padre y este rompió a llorar.

Si algo tenía asegurado Otto, es que con la primera luz del alba iría a buscar a s señor. Si algo tenía claro Anna, es que no iba a dejar a su padre solo... ¿qué tendrían claro Hans y Christel?...

viernes, 11 de febrero de 2011

El Impulso de la Tormenta Parte X

Todo se había parado ante esa voz angelical. La lluvia cesó. Los árboles, muertos antes, con aspectos lóbregos y tétricos de antaño, ahora lucían verdes y hermosos como si estuvieran en plena primavera, las marchitas flores, mostraban una alfombra multicolor de diversas tonalidades donde abundaba el rubí de las amapolas que destacaban sobre el esmeralda de la hierba donde yacían como si fueran heridas de la tierra.

Y ella estaba ahí, con su semblante serio pero angelical, con sus manos blancas de porcelana y su alta y delgada figura dándole a todo un hermoso brillo que las cosas no tenían antes, y a eso, hay que sumarle que todo cuanto se observaba a su alrededor, estaba seco... ¡seco! a pesar de la gran tormenta que había caído.

El dorado de sus cabellos proporcionaba una luz más celestial que la del propio sol, que la luna llena, que las huestes celestiales bajando de los cielos. Era una luz que insuflaba fuerza y tranquilidad, que proporcionaba descanso y seguridad a todo aquél que se veía embriagado por la fragancia y el aroma de la mujer de la que emanaba dicha maravilla lumínica.

-¿Quién eres?.-Preguntó Alexander.
-¿Quién lo pregunta?.-Contestó ella.
-Alguien que os ama.-Respondió Alexander convencido.
-¿Amáis lo incorpóreo y lo intangible? ¿Tenéis predilección por lo imposible? Dadme vuestro nombre, caballero, y os prometo, os daré el mío.-Alegó la joven con una hermosa sonrisa en la cara.

Salían de su boca, las palabras más bellas que jamás hubiera escuchado el barón. Cada sílaba representaba una nota musical, y cada palabra, era una melodía de ensueño... Y mirándola a los ojos, a esos bellos pozos azules sin fondo alguno, Alexander dio respuesta a la pregunta de la joven.

-Yo, me llame Alexander Van Wescher y soy el barón de estas tierras que pisáis. ¿Y vos? ¿Quién sois?
-Me llaman Sturm en la tierra de los anglos, Isla de los Poderosos y antigua Britania, en España, me denominan Tormenta, y aquí, donde vos vivís y de donde os proclamáis barón, me llaman Sturm.
-¿Tormenta? ¡Extraño nombre para una mujer! ¿De dónde sois?
-De un reino que supera todas las posesiones que puedas acaparar, Alexander.
-¿A qué os referís? ¡Me tenéis confundido!
-No soy de este mundo.
-¿Sois diablo? ¿ángel tal vez? -Preguntó Alexander con mucho interés.
-Ni lo uno, ni lo otro.-Contestó ella riendo-Soy un espíritu, noble Alexander, y mi reino no es de este mundo. Yo, vivo allá donde me lleva la tormenta, donde las nubes se levantan y las gotas de agua caen. ¡Ése! ¡Ése es mi hogar! Ninguna parte.-Añadió sonriendo.
-¡Extraño lugar ése del que habláis! Mas, siendo un espíritu, me resulta raro que tengáis un nombre, y más, uno tan feo como Tormenta siendo la damisela más hermosa que mis ojos hayan podido ver.
-¿Quién os dijo que tenía nombre? Os he dicho como me llaman, mas, yo no tengo nombre.-Dijo la Dama divertida.
-¿Me permitís entonces que os ponga uno?.-Dijo interesado Alexander.
-¿Cómo te gustaría llamarme?
-Ángela...-Contestó Alexander saboreando el nombre.
-¿Por qué Ángela, Alexander?.-Quiso saber ella.
-Por que vuestra faz se asemeja a la de los ángeles del Señor, y es por ello, por lo que os deberíais de llamar Ángela, si no os importa.
-No me importa, me gusta el nombre y tus halagos... pero dime ¿Qué es un nombre sino una palabra que se lleva el viento? No importan los nombres, Alexander... sólo los sentimientos y el corazón.
-Entonces, dejadme que os llame Ángela, por que es lo que mi corazón ansía y lo que mis sentimientos me llevan a deciros...

Y en esto estaba Alexander cuando una duda apesadumbró su corazón y nublo su mente todo recuerdo de la Dama... ¿Sería un sueño eso que vivía? No lo sabía... pero lo que sí sabía, es que pasaría por el mismo calvario noche sí y noche también con tal de vivir este hermoso sueño que parecía más real que imaginario, aunque, para él, aquéllo parecía más un sueño que una vivencia... Era todo tan perfecto... Tan perfecto...

lunes, 7 de febrero de 2011

El Impulso de la Tormenta Parte IX

Caminaba Anna indecisa por el vestíbulo del castillo a pocos metros de la entrada principal. Su semblante se presentaba nervioso a pesar de que se había arreglado en demasía para recibir a los ilustres invitados que no tardarían en llegar a la casa de los barones Wescher.

Afuera, arreciaba un temporal enrarecido por las lluvias y la abundante humedad del ambiente. Las gotas que caían del cielo, golpeaban las piedras negras del castillo y la gran puerta del mismo produciendo un eco ensordecedor en el vestíbulo que poseía amplios ventanales con vidriera incluida representando, esta vez, paisajes más idílicos y armoniosos, pero, como era habitual en aquel castillo, seguía los preceptos mitológicos de la Biblia, y, a la derecha, fielmente representado, quedaba un Cristo con las manos abiertas que no cesaba de mirar al frente, y a la izquierda, una representación de la Virgen María ascendiendo a los cielos.

En frente de la puerta, había una gran escalera de granito recargada a lo gótico con dos gárgolas; una a cada lado de la escalera que tenían la forma de dos dragones con la boca abierta y con una fiel apariencia demoniaca que solía causar pudor y respeto a los que osaban adentrarse en la morada de los barones de Röcken.

Se produjeron tres sonoros golpes en la puerta que interrumpieron el sonido de la lluvia al estrellarse en las paredes. Anna, dudó en sobremanera si abrir o no la puerta y se quedó unos segundos meditando y observando indecisa la puerta; ni cabe decir, que, Anna, a pesar de no ser una mujer miedosa, sí que lo era discreta y segura. Su cabeza comenzó a barajar posibilidades...-Podría ser la visita, pero el camino está embarrado... O igual, mi padre y el gran barón que vienen ya e su caza-. Una nueva ráfaga de golpes, llamó su atención y se dirigió con paso firme pero indeciso hacia la puerta. Acarició el tirador de bronce que aparentaba ser el cuerpo de un cisne que era bañada por la tenue luz de unas antorchas que yacían debajo de los ventanales, al lado de las puertas, bajo las gárgolas al principio de la transitada escalera, y otras dos al final, junto a la pequeña puerta. La criada estiró su brazo y la puerta empezó a abrirse. De las sombras, salieron dos figuras empapadas y encapuchadas con sus capas que entraron como el rayo en la sala, una de ellas, era una mujer de pelo negro y ojos verdes como el campo en primavera, y el hombre que estaba al lado suya, representaba las mismas facciones que su acompañante, si acaso, más endurecidas, mas, ambos poseían rasgos felinos que embellecían su rostro: eran Ángela Christel Van Thiele y su hermano, Hans Van Thiele.

-¡Santo Dios! ¿Dónde estabas Anna?-Dijo Ángela con aires de superioridad-¿Es qué querías que nos muriéramos haya fuera?
-Fue un desliz, señora, estaba alejada del vestíbulo y no os oí llegar.-Mintió Anna para evitar represalias por parte de su amo.
-Presta más atención, Anna, estamos empapados y todo por tu culpa, pero olvidemos este pequeño incidente.-Pronunció Hans de forma firme, tajante y potente- Dime, ¿dónde está mi amigo Alexander?
-Salió a cazar con mi...-Anna, meditó su respuesta y continuó con una ligera variación-con su criado, Otto.
-¡Vaya! ¿Tardará en llegar? ¡Estoy empapada! ¡Quiero un poco de calor! ¡Sentarme al fuego!-exclamó Ángela.
-No, no tardarán, es de noche ya y hace un temporal malísimo, seguramente, ya estará de vuelta.
-Más te vale, porque sino...-Comenzó Hans que se vio interrumpido por un golpe en la puerta ahciendo que éste girase en redondo para recibir a un nuevo e inesperado invitado; Otto, que jadeaba incesamente y cuyo rostro, mojado por la lluvia, presentaba facciones preocupantes y nerviosas.

-¿Qué?-preguntó Hans-¿Qué demonios? ¿Dónde está Alexander? ¡Dime! ¿Dónde está mi amigo?
-¡Alexander está en el bosque! ¡Se ha perdido! ¡Se ha perdido!-Gritó Otto llevándose las manos a la cara y comenzando a llorar.

Anna, se precipitó sobre su padre y abrazó a aquél con amor y ternura propias de una hija. Hans y Ángela, por su parte, se miraban consternados y confusos. ¿Sería aquélla la última noche que verían a Alexander?

miércoles, 2 de febrero de 2011

El Impulso de la Tormenta Parte VIII

Alexander cabalgaba, literalmente, entre las nubes. La neblina impedía cualquier visión correcta del peligroso camino y no veía más allá de la cabeza de su montura.

Trotaba inmerso en sus pensamientos, alejado de todos y todo cuanto lo rodeaba, tratando de comprender el porqué de tantas cosas que azotaban su cuerpo y alma que le pareció casi inexplicable la quietud y la tranquilidad que se respiraba en el cargado ambiente... ¡Caminaba tan ajeno a todo! que no se dio cuenta de que se había separado de Otto y alterado su destino de forma considerable, mas, ni aún así conseguía salir de su ensimismamiento.

Pensaba en la Dama de la Tormenta, en el ente que bajaba de los cielos cada vez que llovía, y en la única mujer que conseguía cautivar su corazón hasta la fecha.

Conservaba en su recuerdo, la hermosa cabellera dorada que parecía tejida por hilos divinos por la propia Afrodita, de sus hermosas y blancas manos que parecían de blanca porcelana, de su faz resplandeciente en medio de una oscuridad que a él le parecía perpetua... de sus ojos: un lago sin fondo alguno, un océano de ternura, un mar de sensaciones.

Cuando pensaba en ella el tiempo parecía ralentizarse hasta el punto que parecía que la noche jamás llegaría, que no saldría la luna, que no cantaría el ruiseñor su alegre melodía... Moría por ella, realmente... Pero algo le sacó de su ensimismamiento y se enrabietó con el caprichoso destino que le privaba de pensar en su amada cuando sintió una sensación extraña pero reconocida a la vez: estaba lloviendo; sin embargo, la neblina seguía en el suelo y no se divisaba disipamiento alguno.

Su corazón comenzó a latir con fuerza, a rugir como si el de una bestia enjaulada se tratase. Miró al cielo con renovado interés y buscó entre su cielo empañado por la niebla, alguna señal, algo que pudiera delatar que Ella había bajado, que la Dama estaba en tierra y que se disponía a ir a su encuentro cuando entonces lo vio; el rayo de luz nocturno había cruzado el cielo y se había hundido en el suelo terráqueo a apenas unas decenas de metros de donde se encontraba Alexander, quien, con fuerza y esperanza sobrenaturales, espoleo con violencia su caballo que sintió en las tiernas carnes de su tripa el clavo de los estribos que llamaba a una carrera veloz.

Corrió el caballo con su caballero, y el caballero a por su Dama entre árboles grisáceos cuyas ramas no alcanzaban a verse por culpa de la niebla y cada vez llovía con mayor potencia, igual que latía el corazón del joven barón de Röcken.

Galopaba el caballo con toda fuerza, y con más fuerza espoleaba Alexander a su montura para que se diera prisa en llegar: tenía unas ganas intensas de verla otra vez, de espiarla entre los verdes arbustos y las firmes rocas del lugar. Atravesó una gran arboleda que le hicieron costar varios arañazos en el rostro, y tuvo que sortear un pequeño riachuelo; parecía que esa noche todo había de jugar en su contra... ¡y él tan entusiasmado! pero el tiempo corría y corría, y el caballero no daba con su dama y cada vez andaba más desesperado. Las lágrimas resbalaban por su rostro y se mezclaban con las perlas de la lluvia intensa y un rezo acudía a su pensamiento.

Corría tanto y tanto, y su carrera daba tan pocos frutos.

Pasaban las horas y él, ya con la esperanzas perdidas, aminoró el paso del animal hasta quedar en un leve trote que se traducía en descanso para su exhausto corcel.

Estaba empapado y desesperanzado: la misma lluvia que mojaba su ropa entristecía su corazón y su alma, y el fino velo de agua cayendo ante él, nublaba y disipaba de su vista toda fe de volver a verla. -¿Por qué todo tiene que ser tan difícil?- pensaba Alexander- ¿Por qué no vienes a mí?

-¿Por qué no quieres venir a mí?. -Grito Alexander que bajo su rostro apenado mientras daba la vuelta a su montura para emprender un funesto camino a casa...

-¿Por quién clamas, viajero sin rumbo, que su mera presencia quiebra tu voz, nubla tu vista, causa tus lágrimas, y te cautiva el corazón?

lunes, 31 de enero de 2011

El Impulso de la Tormenta Parte VII

La noche extendía su negra mano por entre la maleza y la arboleda del bosque donde Otto y Alexander se habían dispuesto a cazar.

Fuera de la linde del sendero, trotaban sendos caballos de belleza sin igual, ambos blancos pero con manchas distintivas uno del otro, y sobre su grupa llevaban a los dos pintorescos cazadores que traían varias presas pequeñas cazadas, conejos en su mayoría y alguna que otra paloma que, junto con la gallina y el cordero sacrificado hace unos días, tendrían una menesterosa cena digna de la mesa de los reyes antiguos, o incluso un banquete similar a las antiguas bacanales romanas.

Andaban ambos sobre sus caballos en un silencio casi sepulcral marcado, tan sólo, por el relincho y resoplido de los caballos y de la respiración ante la cargada atmósfera neblinosa que envolvía todo cuanto podía verse en una especie de manto grisáceo con aspecto de algodón y que humedecía el ambiente. Tan espesa era esta niebla que no alcazaban a ver nada más allá que quedara fuera del hocico de sus gallardas montura, aunque, no obstante, no dejaba de ser un espectáculo bello aunque sobrenatural: pocas veces había visto Otto echarse una niebla como ésa en medio de aquel bosque frondoso haciendo que, dicho fenómeno, carente de interés para muchos, resultara misterioso e inquietante para el veterano criado de los Wescher quien contemplaba atónito la situación.

Alexander, en antítesis, quedaba absorto en sus más profundos pensamientos haciendo que la imagen de la muchacha a la que sólo había visto dos veces, se dibujara con claridad en su mente.-Tan perfecta... tan hermosa- pensaba Alexander-y tan inalcanzable que sólo Dios y el viento pueden acariciarte el rostro y colarse por el laberinto dorado que son tus cabellos.

Mas, por un instante, ambos perdieron la visión del que tenían al lado y el horror se apoderó de la faz de Otto, quien comenzó, desesperadamente, a llamar a su señor y a espolear al caballo para dar con él.

Pero en aquel instante, comenzó a llover.

Era la primera vez que Otto veía llover aún cuando las nubes de neblina y vapor reposaban en la tierra... También fue la primera vez que vio irrumpir en el cielo un misterioso haz de luz que cayó a varios cientos de metros más allá de su posición. Pero si de algo estaba seguro el fiel Otto, es que era la primera vez que veía aquel extraño fenómeno lumínico que lo dejó, si cabe, más aterrado pero también maravillado, pero no sería la útlima vez que sus ojos oscuros contemplasen aquel espectáculo que sólo aparecía cuando llovía.

miércoles, 26 de enero de 2011

El Impulso de la Tormenta Parte VI

El impaciente Otto recorría las estancias del castillo vigilando que todo estuviera en orden mientras su hija continuaba limpiando las cocinas y demás dependencias del emplazamiento.

Tras finalizar su ronda particular por el que había sido su hogar desde siempre, se aproximó a la vidriera del salón.

Todo estaba más luminoso gracias al Sol del amanecer cuyos rayos traspasaban la vidriera creando una especie de cuadro de luces en el suelo gracias a los vistosos colores de la apocalíptica pero bella vidriera.
No estaba la chimenea encendida como era habitual en aquellos días tan gélidos y la mesa aún no estaba predispuesta para el abundante desayuno del barón quien había vuelto a salir la noche anterior.
Otto lo sabía y cada vez que lo volvía a ver le echaba una dura reprimenda a pesar de que sabía que el rebelde noble volvería a pecar de inocente y desecharía sus consejos una vez más, así, el tiempo le había dado la razón a su sabiduría y cordura y no había vuelto a mencionar nada más del asunto después de la cuarta salida pues, sabía del empeño de Alexander en encontrar a una dama que nadie más había visto y que había bajado del cielo en forma de rayo.

Estaba cansado ya de las mismas palabras y de la misma contestación insolente, mas, él también había sido joven y soñador y en el fondo de su corazón entendía al barón de Röcken y comprendía sus absurdas y frecuentes bravatas nocturnas. Todo para encontrar a algo que no yacía entre los vivos y que muy probablemente fuera producto de su imaginación... O eso pensaba Otto.

Escudriñando la vidriera, se percató de la presencia de una sombra de ropajes oscuros y caballo blanco que se movía a la velocidad del suspiro y que entraba por la puerta principal: era él, Álexander van Wecher, el barón de Röcken que volvía de otra de sus aventuras bajo el lluvioso manto de la noche.

Otto contempló impasible como el dueño del castillo dejaba al corcel en la caballería con mucho cuidado y como tras ello subía deprisa las escalinatas que conducían al vestíbulo del salón donde descansaba Otto.

Apenas unos minutos más tarde, el barón entró por la puerta grande del vestíbulo totalmente empapado pero con una sonrisa de oreja a oreja.

-¡Buenos días, Otto! -Dijo el entusiasmado Alexander.
-Gratos son, mi señor. Ya veo que volvéis contento de vuestra andadura nocturna, ¿Puedo preguntar a qué se debe?-Preguntó Otto mientras se encaminaba a una silla y se sentaba de forma lenta.
-Sí; la he visto esta noche. ¡Estaba tan hermosa como siempre!-Dijo el barón colocándose justo al lado de su criado.
-Interesante.
-¿No me crees?-Masculló Alexander a medio camino entre la voz y el susurro mientras se sentaba al lado de su criado.
-No puedo creer en lo que no veo, señor.-Contestó Otto.
-Entonces dime, Otto ¿Cómo es que creemos en Dios si no lo vemos?-Dijo Alexander con una sonrisa diabólica que pillo de improvisto a Otto.
-Es fe. Es por fe en lo que creemos.-Respondió con sequedad.
-Entonces, por el Altísimo, Otto, amigo mío, te suplico que me creas: ¡la he visto y es tan real como tú o yo!-rebatió con vehemencia-Si fuera una diosa de la antiguedad, sería Afrodita.
-¡Blasfemáis!
-¡Para nada! Acompáñame esta noche si quieres y te la mostraré.-Dijo Alexander.
-Tengo mejores cosas que hacer que perseguir mujerzuelas.-Declaró Otto rotundamente.
-Salgamos a cazar pues; las despensas están vacías, según me comentó Anna, y necesito de un fuerte y experimentado brazo que me acompañe. ¿Qué me dices a eso, Otto?.
-Si lo veis con buenos ojos... Tendré que ir, además, esta noche nos visitarán vuestro amigo Hans Thiele y su hermana, la señorita Ángela Christel y sería descortés no ofrecerles una buena comida recién cazada.
-¡Toda la razón, Otto! Nos veremos abajo dentro de media hora si así lo véis bien: quiero ponerme ropas secas antes de partir.-Exclamó Alexander mientras se levantaba y caminaba en dirección hacia sus aposentos con cierta alegría en el cuerpo.
-Bien lo veo si así lo precisáis.

Tras la retirada del joven nobilita, Otto contempló el cielo desde donde estaba sentado y se fijó en los nubarrones que se dirigían hacia el castillo de forma lenta pero ininterrumpida... Habría que darse prisa o les llovería, aunque algo dentro de su corazón, le decía que la intención de Alexander no era la de cazar... Y mucho menos, la de volver por la noche.

lunes, 24 de enero de 2011

El Impulso de la Tormenta Parte V

Y era otra noche lluviosa más aunque esta destacaba por ser bastante más cerrada y neblinosa.

Las gotas de lluvia golpeaban delicadamente los hombros de Alexander quien vagaba sin rumbo fijo por el tenebroso mar de hierba y árboles de aquel bosque, buscando una y otra vez señales que pudieran delatar la posición de La Dama de la Tormenta, como él la llamaba. Buscaba un resplandor amarillento, un aura dorada, unos pasos, unas marcas características de ellas... Aunque sólo fueran unas vagas pisadas en la tierra húmeda que poco a poco e iba haciendo fango, o alguna señal o indicio que mostrara que ella había estado por aquellas lúgubres sendas.

Era la sexta noche que el barón de Röcken salía sin consentimiento de su criado Otto y con Heracles, el mejor caballo de sus caballerizas, y por sexta vez regresaría sin frutos a su hogar.

No había cesado de contemplar el cielo cubierto de nubes durante esos seis días y los seis días había visto ese relámpago lumínico tan delicado, dulce y característico de esa mujer a la que no logró encontrar.

Estaba ya el barón de Röcken al límite de sus fuerzas cuando decidió dar la vuelta de nuevo y marcharse a dormir cuando de repente, desde el cielo, sin previo aviso, cayó un nuevo haz de luz a unos metros suyas y entonces la vió.

Se quedó tan blanco como la cal y su rostro dibujó una semisonrisa de felicidad con la que iluminó las facciones de su cara. Ya era tarde para pedirle algo porque se marchaba ya. Ya se había transformado en polvo dorado pero al menos, esa noche, la había vuelto a ver tras seis días de búsqueda continuada. La larga expedición había resultado ser fructuosa aquella noche y al día siguiente estaba dispuesto a volver. Después de aquella noche, estaba dispuesto a lo que fuera con tal de que aquel ente maravilloso fuera suyo, pero ¿Quién sería de quién? Alexander había conseguido robarle la mirada... Pero la Dama de la Tormenta le había robado el corazón...

viernes, 21 de enero de 2011

El Impulso de la Tormenta Parte IV

Andaba Otto de un lado para otro totalmente nervioso mirando a ambos lados del sendero que conducía del castillo al extenso bosque embarrado. Una joven mujer de cabellos castaños y ojos expresivos y marrón claro seguía al criado con la mirada mientras mantenía las manos unidas sobre su delgado vientre.

-Padre -dijo la hermosa joven con voz dulce- habrá salido, no os lo toméis a mal, es joven y...
-¡Es joven, es joven!-exclamó Otto- ¡Anna, por el Altísimo, tiene labores que atender, y le juré a su madre, que Dios la tenga en su seno y gracia, que cuidaría siempre de él!
-¿Cuándo acaeció eso?-Preguntó un tanto atemorizada Anna.
-¿Qué? ¡En su lecho de muerte, hija mía! ¡Ni si quiera habías nacido! Pero nacerías pronto, angelito mío.

El padre se colocó delante de su hija y la miró con mirada tierna, pero aún nerviosa. Anna se dedicó a sonreír tímidamente y a mirar al suelo cuando adivinó en la linde del bosque, una extraña figura que surgía de entre los matorrales con un hermoso corcel blanco con una mancha en su hocico. El gallardo animal se dirigía con decisión y trote ligero a la posición en la que se encontraban padre e hija, criado y criada.

Anna hizo un tímido gesto con la mano señalando a su señor que se acercaba mientras su padre se giraba de forma enérgica y veloz para recibir y reprimir el comportamiento del joven e impulsivo barón de Röcken. La hermosa Anna, a penas puedo articular un susurro ante la presencia de su señor ante el que bajó la cabeza haciendo que su padre tuviera el honor y privilegio de abrir la conversación y darle una pequeña reprimenda al alocado Alexander van Wescher.

-¡Señor! ¡Señor! ¡A buenas horas llegáis! ¡Ya temíamos por vuestra vida!-Gritó enérgicamente Otto mientras acariciaba la cabeza del caballo y sujetaba las riendas del animal.
-¡Otto! No te esperaba, la verdad. Contestó el joven con una sonrisa a la vez que desmontaba de su ilustre montura.
-¿Qué no me esperabais? ¡Señor! ¡Nos habéis dado un susto de muerte! Espero que tengáis buen motivo para justificar vuestro comportamiento y haber realizado esta especie de aventura que habéis vivido.
-La tengo; ya sé qué es el rayo. -Dijo Alexander mientras sonreía y comenzaba a quitarle la montura al caballo.

Otto miró boquiabierto a su señor y durante unos segundos pareció quedarse sin palabras; como si su mente no estuviera ni allí, ni en condiciones de pensar, pues, aún estaba meditando las palabras de su señor barón cuando, con una leve negación, empezó a hablar con un leve toque de ironía.

-¡Qué misterio! ¡Un rayo de luna os enturbia la mente! Decidme pues, ¿Qué es ese rayo de luz? ¿Lucifer o un solitario haz de luz lunar?
-Ni lo uno, ni lo otro, Otto. -El joven sonrió complacido al dejar sin palabras a su criado y reanudo inmediatamente su parlamento tras contemplar, divertido, la cara de confusión que ponía su siervo-Es una mujer. Un ángel caído del cielo y con gallarda hermosura.
-¿Qué? ¡Deliráis! ¡La lluvia os ha trastornado sin lugar a dudas! ¿Qué clase de mujer podría caer del cielo y andar sola a esas oscuras horas?
-Un ángel.-Respondió Alexander con suma tranquilidad.

Mientras andaba con la montura a cuestas hacia el castillo, Alexander relataba y discutía su comportamiento y lo que vio anoche con el incrédulo Otto que no daba crédito a lo que sus oídos escuchaban. Le parecía todo una blasfemia y pensaba que el cansancio y la lluvia habrían hecho enfermar a su señor, y así, pues, se adentraron hacia el patio del castillo con esa especie de conversación matutina.

Anna, se quedó rezagada, y, como era habitual en ella, se quedó observando el suelo.

Muchas cosas la ruborizaban, y, a pesar de no creer todo lo que había salido de boca de Alexander, pues, parecía más un cuento de hadas que una historia verídica, ella estaba segura de que allá dentro, en el tenebroso bosque, habría visto algo que lo había trastornado, y no sólo la mente; también el corazón.

Ella, como mujer, se había dado cuenta. Sus ojos mostraban un brillo característico y parecía que nada pudiera enfadarle ni herirle a pesar de vivir ahora en una eterna herida de la que mucho costaba cicatrizar, pero pocos salían de ahí.